El 11 de septiembre de 2015 se celebró en Barcelona la cuarta gran manifestación civil consecutiva de la década de 2010 en defensa de la capacidad de decisión de la ciudadanía catalana con respecto a su futura relación con España. Pero esta vez, y a diferencia de convocatorias anteriores, los organizadores no apelaban al derecho de autodeterminación, sino a la independencia, sesgo que impidió una convocatoria conjunta de todos los partidos soberanistas catalanes.

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El 11 de septiembre de 2015 se celebró en Barcelona la cuarta gran manifestación civil consecutiva de la década de 2010 en defensa de la capacidad de decisión de la ciudadanía catalana con respecto a su futura relación con España. Pero esta vez, y a diferencia de convocatorias anteriores, los organizadores no apelaban al derecho de autodeterminación, sino a la independencia, sesgo que impidió una convocatoria conjunta de todos los partidos soberanistas catalanes.

Dentro de los cauces de la normalidad institucional, la noche previa a la Diada del 11 de septiembre Artur Mas pronunció un discurso televisado en el que reiteró su voluntad de diálogo (“debate sereno”, dijo), tanto como la necesidad de dar expresión directa a todos los ciudadanos de Cataluña, a través de un referéndum. Más que a la Diada, estaba claro que la alocución presidencial apuntaba a las elecciones del 27 de septiembre, «el único instrumento que no nos pueden prohibir» y el único medio actual posible para que exprese «de forma clara su voluntad sobre el futuro político de Catalunya». A su entender, las evidentes discrepancias en torno a la relación de Cataluña con España no deben ser causa de fractura social —para eso ya están sus políticas económicas, cabría replicarle al president tanto como a su antagonista Rajoy— sino “distintas opciones que enriquecen y seguirán enriqueciendo este país».

Este año, fieles a la estética aparatosa de las grandes multitudes, la Assemblea Nacional Catalana (ANC) y la organización Òmnium Cultural organizaron una simbólica concentración en la Avinguda Meridiana, gran avenida que atraviesa los barrios de clase trabajadora del norte de la ciudad; se trata, además, de la vía de salida del casco urbano en dirección a Girona y Francia, y precisamente fue esa utilidad el elemento simbólico que se quería explotar en la Diada de 2015, que muchos confían sea la última celebrada sin un Estado propio, a la espera de las elecciones autonómicas/plebiscitarias —a gusto del consumidor— de finales de septiembre.

Ningún partido figuraba como convocante de la manifestación, aunque lo respaldaban la Candidatura d’Unitat Popular (CUP) y, cómo no, Junts pel Sí (Juntos por el Sí), coalición integrada por Convergència Democràtica de Catalunya (CDC), Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), Demòcrates de Catalunya (resto de la antigua Unió Democràtica) y Moviment d’Esquerres (grupo de antiguos militantes socialistas). La intención era distinguir nítidamente la celebración nacional de cualquier tipo de acto partidista, pero la Junta Electoral Central entendió que se trataba de una maniobra encubierta de las formaciones independentistas, por lo que obligó a la televisión pública catalana a compensar  la cobertura en directo de la concentración con un programa de la misma duración, a emitir el próximo domingo 13 de septiembre, en el que se dé voz a las fuerzas electorales que no apoyaban el acto. Por cierto, entre estas últimas figura Sí que es Pot (Si se Puede), la entente catalana de Iniciativa per Catalunya Verds (ICV), Esquerra Unida i Alternativa (EUiA), Podemos y Equo. Su líder, el veterano activista vecinal Lluís Rabell, se ha declarado públicamente independentista en más de una ocasión, pero rechazó acudir a la Vía Lliure por considerar que el acto estaba claramente instrumentalizado en favor de Junts pel Sí. Y ni qué decir tiene que la convocatoria fue agriamente criticada por los partidos Popular, dels Socialistes y Ciudadanos. Tampoco acudió una representación oficial del consistorio barcelonés, aunque varios de sus miembros sí participaron en el acto, como los demás ciudadanos de a pie.

La lluvia, que cayó con insistencia sobre la ciudad el día anterior y en las primeras horas de la Diada, mientras se celebraba la tradicional ofrenda floral ante la estatua de Rafael Casanova, a la postre respetó la celebración de la Vía Lliure, que inundó la Meridiana desde su arranque frente al parque de la Ciutadella hasta su confín en el parque de Can Dragó, distante cinco kilómetros y doscientos metros. Había inscritos más de 480.000 participantes, distribuidos entre los 135 tramos de la concentración (uno por cada escaño del Parlament de Cataluña), y buena parte de ellos llegó a Barcelona a bordo de 1.800 autocares. Los 135 tramos citados se agrupaban en diez ejes cromáticos, uno por cada valor distintivo de la futura República catalana: regeneración democrática, bienestar y justicia social, diversidad, solidaridad, igualdad, sostenibilidad, equilibrio territorial, educación y cultura, innovación y una Catalunya abierta al mundo. La duración prevista del acto era de 16 a 18 h. La multitud, bien dirigida por los voluntarios de la organización, liberó un carril central por el que circuló en sentido Can Dragó-Ciutadella un puntero gigante, símbolo de la unión de todos los principios citados. Conforme avanzaba el puntero, los asistentes componían un mosaico de cartulinas con todos los colores de la Vía.

A las seis de la tarde, el puntero alcanzó el escenario final, situado en el parque de la Ciutadella, entre la euforia de los presentes y gritos insistentes en pro de la independencia. Hubo actuación del Orfeó Català, sones de rumba catalana y breves discursos. Cabe destacar las palabras de Quim Torra, presidente de Òmnium Cultural: “Nuestra respuesta a la amenazas es más democracia». El acto se cerró con el canto de Els Segadors, himno nacional catalán, tras lo cual la muchedumbre se disolvió en paz pero a duras penas, dado su volumen, y en un ambiente de felicidad colectiva, a pesar de los desafíos que encierra el futuro más inmediato. Nadie puede dudar del efecto letificante de sentirse acompañado en el esfuerzo, buen tónico para el espíritu.

Llegó entonces la hora del baile de cifras. El cálculo de la ANC —en boca de su presidente, Jordi Sánchez— se elevaba a los dos millones de personas, número parejo al movilizado con ocasión de la Vía Catalana de 2013, que recorrió longitudinalmente el territorio de la comunidad autónoma, y de la V que atravesó Barcelona en doble sentido el pasado año. Por su parte, la Guàrdia Urbana de Barcelona rebajó la cantidad a 1.400.000 asistentes, sensiblemente menor pero más que respetable. Fueran los que fueren, nadie puede negar que la afluencia resultó enorme, y por cierto en peores condiciones que otros años, puesto que RENFE no restituyó la frecuencia de trenes habitual de los días festivos, manteniendo los servicios mínimos dispuestos para la huelga de maquinistas desconvocada el día 10, y la afluencia tardía de público al escenario de la concentración —debida en parte a la exigüidad del servicio de ferrocarril— colapsó el metro a primera hora de la tarde, obligando a la Empresa Municipal de Transportes de Barcelona a fletar más convoyes. Este fue el único problema de orden público, si así puede considerarse, registrado en una Diada que como siempre careció de esa crispación tan añorada por la llamada “Brunete mediática”. No se veían pancartas ofensivas contra España ni contra nadie ni se oían gritos de esa especie, predominaba la presencia de familias y quedó claro que estuvieron quienes por su voluntad quisieron ir, faltaron quienes cumplieron el deseo de ausentarse y solo acudieron forzados los de siempre, léase la prensa. El gran ausente fue Artur Mas, presidente de la Generalitat, que no quiso comprometer la dimensión institucional de su cargo. Eso sí, recibió más tarde a los organizadores en la sede de la Presidencia catalana.

En cualquier caso y anécdotas de movilidad aparte, la repetida y masiva afluencia a la convocatoria indica que el independentismo sigue pujando fuerte en el seno de la sociedad catalana, a pesar de la corrupción en la que se han visto implicados miembros destacados del partido del Govern, la escisión consumada entre Convergència Democràtica y Unió Democràtica —antiguos socios en CiU— y la desmovilización parcial de algunos sectores de la izquierda soberanista, causada por la entente Pujol-Junqueras (en beneficio electoral del primero). No sabemos si los consabidos dos millones son el techo del independentismo (presumiblemente no) o su suelo (parece una gran exageración), pero está claro que semejante masa social no debería ser ninguneada, ni con el silencio del desprecio ni con el recurso a la judicialización de la justicia, por ningún gobernante en su sano juicio… Desconocemos también, empero, si lo posee el inquilino actual de la Moncloa.

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