España suele demostrar una natural inclinación a ninguna parte, siempre viajando con prisas y, si es posible, buscando atajos. Por ello, no causa extrañeza esa reciente noticia sobre un coche fúnebre circulando a 200 kilómetros por hora por la autopista AP-68 a su paso por Tudela, como si temiera llegar tarde a ese lugar indeterminado donde deberá comenzar la Resurrección de los Muertos. Como tampoco sorprende, hablando de atajos, las informaciones aparecidas del expresidente del CD Castellón, José Laparra, detenido tras asaltar la vivienda de una vidente con la intención de recuperar los 145.000 euros que le había entregado a cambio de un conjuro de amor, con flores y tierra de cementerio incluidas, que finalmente no funcionó.

Así las cosas, tampoco resulta raro que, al final, el español tenga cierta predisposición por perder la cabeza. Peor aún, ahora son los poderes públicos quienes se encargan de hacerte perder la cabeza o cualquier otra cosa. La jurista Consolación Baudín, por ejemplo, tuvo suerte y sólo perdió el conocimiento cuando los antidisturbios le dispararon una pelota de goma mientras aplaudía a los mineros en lucha. Otros perdieron un bazo, o un ojo como Ester Quintana en Barcelona. Son los efectos colaterales que la crisis provoca en nuestras anatomías.

Y mientras a unos nos hacen perder a pedazos las vísceras y los derechos, otros se encuentran las más variadas cosas. La delegada del Gobierno en Cataluña, María de los Llanos, por ejemplo, se encontró con un representante de la División Azul y no tuvo ningún problema en entregarle un diploma sin necesidad de reválida. La virreina de Rajoy fue incapaz de ver malicia alguna en su gesto tras comprobar que los veteranos anticomunistas aliados de Hitler en el frente ruso hablaban en perfecto castellano, cumpliendo así las prioridades de la nueva ley Wert de Enseñanza.

Son las cosas que tiene la afición del país por dirigirse a toda prisa a ninguna parte. Especialmente con un Partido Popular empeñado en conducir la máquina del Estado con brazo firme y marcha atrás. Por eso no causa asombro que mientras el mundo recibe con alivio la muerte en presidio de Videla, a los gobernantes españoles se les cuele una esvástica por la puerta trasera de unas consciencias derechistas que cualquier día presentarán la experiencia democrática republicana como el preámbulo ideológico de ETA. Al fin y al cabo, para algo han sustituido la educación para la ciudadanía por los principios del espíritu nacional.

Aunque las apariencias engañan porque los gestos fascistoides son, en última instancia, por nuestro bien democrático. De este modo, Rajoy y sus chicos prefieren transmitir la impresión de que los inmigrantes nos quitan los servicios. O pérfidos catalanes independentistas de fisonomía judaica. O vagos andaluces agitanados. O sindicalistas ávidos de volver a apropiarse del oro de Moscú. O enfermos crónicos dispuestos a prolongar estúpidamente su agonía para vivir de la sopa boba del Estado. Al final, cualquier argumento es bueno con tal de evitar así que en nuestro país proliferen derivas peligrosas como las del Amanecer Dorado o el UKIP, que llenan de zozobra a griegos o británicos.

No. Definitivamente, el PP no está dispuesto a que ningún voto ultra se vaya de su regazo. Prefiere seguir a cualquier precio a los mandos del coche fúnebre del Estado de Bienestar. Conduciendo con la dirección bien firme a ninguna parte. Y aprovechar cualquier atajo, incluso el de esa austeridad que cada vez se parece más a un conjuro con el que esperamos atraer el fin de la crisis. Eso sí, a pesar de que los hechos insistan en demostrar que los filtros fallan, la troika, esa reunión de brujas que nos proporcionó el conjuro, podrá seguir tranquila adorando al Gran Cabrón. Aunque la chapuza nos cueste más de 6 millones de parados y dosis insufribles de desesperanza, el bueno de Rajoy no tiene previsto irrumpir en sus aquelarres para que nos devuelvan en dinero.

Periodista cultural y columnista.

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