Alexéi Navalni acaba de morir en un gulag del ártico, asesinado por Putin. Poco importa si ha sido ejecutado por sus carceleros o si, debilitado por el envenenamiento que sufrió en su día, ha sucumbido finalmente a las penosas condiciones de su cautiverio. El dictador del Kremlin tiene las manos manchadas con la sangre de su opositor. Y con ella envía un mensaje amenazador al pueblo ruso y al mundo. Hay actos que definen a un régimen político. El asesinato de Navalni es uno de ellos. El crimen se ha vuelto consustancial al poder que ha ido configurándose en Moscú tras el período de incertidumbre acerca del destino de la Rusia post-soviética. La consolidación del reinado autocrático de Putin funde los rasgos de su personalidad con el semblante y los métodos del régimen.
Putin personifica uno de los legados más siniestros del estalinismo, el de su policía política. El poder de la burocracia totalitaria que gobernó la URSS se basaba fundamentalmente en una impostura. Reivindicaba su legitimidad invocando la memoria de una revolución de vocación igualitaria que soñó con ser el primer jalón de una Europa socialista… pero consagraba los privilegios y abusos de una casta que acabó haciéndose fuerte e insoslayable gracias al aislamiento y al atraso cultural y material de un país exangüe tras una devastadora guerra civil. El régimen burocrático, congénitamente inestable, sólo podía mantenerse mediante el terror, exterminando a la generación militante que hizo la Revolución de Octubre y sometiendo al propio aparato del Estado a impredecibles purgas. Sobre el miedo difuso y la corrupción general, arbitraba las contradicciones, cual César incontestable, “el padrecito de los pueblos”. Todo ello hizo de la policía política un elemento tentacular y omnipresente. GPU, NKVD… más tarde KGB. La persecución de cualquier disidencia, la provocación, el crimen, la tortura, la difusión de mentiras, las falsificaciones… La síntesis del cinismo desenfrenado de los usurpadores y los rasgos, primitivos y groseros, de un pasado que se resistía a desaparecer. La mediocridad y la incertidumbre no hacían sino más temibles y despiadadas a esas nuevas autoridades.
La policía estalinista escribió sin duda una de las páginas más sanguinarias y siniestras de la historia del siglo XX, causando un daño inconmensurable al movimiento obrero internacional, algunas de cuyas figuras más destacadas, desde Andreu Nin a León Trotsky, sucumbieron ante los sicarios de Stalin. Putin es un genuino heredero de aquella saga de terror. Su ambición desmedida, su personalidad obsesiva, vengativa, carente de escrúpulos, indiferente a la vida humana y a cualquier imperativo moral, encajan a la perfección con la función y los métodos de lo que fue el KGB. Esos rasgos psicológicos están en plena resonancia con las características del poder actual en Rusia. Tras el colapso de la URSS, su economía nacional acabó recayendo en manos de una reducida élite de oligarcas cuya riqueza se basa ante todo en la explotación de los inmensos recursos energéticos y naturales del país. Una fratría capitalista que necesita, sin embargo, permanecer adosada y en connivencia con un Estado funcional, capaz de “mantener a raya” cualquier progreso democrático. El pueblo ruso debe permanecer enclaustrado entre el fatalismo, el nacionalismo y el miedo.
La creciente agresividad de Putin en el plano interno como en la arena internacional tiene que ver con la convulsa reconfiguración geoestratégica a la que asistimos. Durante años, Estados Unidos acarició la ilusión de un mundo unipolar y creyó poder extender su influencia hacia el Este, integrando en la OTAN a las naciones que aún recordaban con espanto su sometimiento al Kremlin. Pero Rusia no solo demostró que seguía teniendo el peso específico de una potencia mundial, sino que aspiraba a ampliarlo. Como bien recuerda Javier Solana en su libro “Testigo de un tiempo incierto”, Ucrania, cuya realidad nacional nunca admitió, constituye una auténtica fijación para Putin. “La desaparición de la URSS – declaraba en abril de 2005 – fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo. En cuanto al pueblo ruso, se convirtió en una auténtica tragedia. Decenas de millones de nuestros conciudadanos y compatriotas se encontraron más allá de los límites del territorio ruso.“
La guerra de Ucrania responde a una lógica profundamente anclada en la visión de Putin: la recomposición del área de influencia soviética. Él mismo lo expresaba sin ambages en la Conferencia de Seguridad de Múnich, celebrada en 2007: “Rusia es un país con más de mil años de historia que prácticamente siempre ha hecho uso del privilegio de llevar a cabo una política exterior independiente. Hoy no vamos a cambiar esa tradición.” La política exterior es siempre una cierta prolongación de la política interna, y ambas están profundamente imbricadas. El régimen de Putin, en la medida que afianza sus rasgos autoritarios, tiende al enfrentamiento bélico con su entorno. La tensión militar propicia la verticalidad del mando, exacerba los sentimientos nacionales y proscribe cualquier idea de disidencia en el enfrentamiento con el enemigo exterior. Georgia, Ucrania… ¿Mañana los países bálticos? Putin se crece en el contexto del actual desorden global.
Europa, mecida en la seguridad protectora del paraguas militar norteamericano, lisonjera con los oligarcas rusos y confiada en medrar a costa de un petróleo barato que fluía desde el Este, cerró los ojos ante la política, a la vez expansiva territorialmente y compresiva de las contradicciones sociales internas, del Kremlin. A pesar de sus crecientes injerencias, a pesar de la anexión de Crimea, de los choques armados en el Donbass… no creyó verdaderamente en la guerra hasta que Putin se abalanzó sobre Kiev. Ahora, la guerra está ahí. Y es en gran medida una guerra contra Europa y contra la democracia política, más allá de los intereses mercantiles que puedan envolverse en esas banderas. La voluntad integradora manifestada por la UE hacia Ucrania no solo incide en lo que Moscú considera su dominio natural, sino que perfilaba una democracia liberal, perfectamente legible y comparable, a las puertas de la autocracia rusa. La muerte de Navalni y la ofensiva contra Ucrania son indisociables: la oposición democrática rusa y la soberanía de Ucrania constituyen amenazas existenciales para Putin.
Alarmada ante la posibilidad de un retorno de Trump a la Casa Blanca, Europa toma bruscamente consciencia de la debilidad de su defensa, entiende – ¡por fin! – que Putin va muy en serio, que cada paso que da le lleva a dar el siguiente y que su amenaza es real. Es, desde luego, una buena cosa que gobiernos y opiniones públicas empiecen a mirar la realidad cara a cara. Pero la izquierda no puede contentarse con eso. Debería ser la primera en promover en el seno de la UE una visión estratégica, acorde con los tiempos que se avecinan. No es posible enfrentarlos echando mano de las recetas del pasado. La defensa militar de Europa no puede resolverse a base de un compra, compulsiva y desordenada, de armamento – lo que haría felices sin duda a algunas grandes industrias proveedoras -, sino a través de un esfuerzo mancomunado de los países miembros de la Unión. Ningún Estado nacional puede afrontar la defensa de sus fronteras de modo aislado frente a una potencia nuclear como Rusia. La gran dificultad no radica tanto en el volumen del gasto – al que se verán arrastrados todos los países -, sino en la coordinación, la unificación del mando y el establecimiento de los dispositivos y tecnologías que permitan una disuasión europea autónoma, algo que hoy se antoja muy lejano.
Pero la izquierda debe sobre todo tener muy presente que la seguridad de Europa es un concepto mucho más amplio que no solo se dirime en el terreno militar. Antes al contrario, depende en primer lugar de su política exterior, de sus relaciones internacionales, de cómo se sitúa ante el mundo. Nada debilita tanto a Europa como la inercia de su pasado colonial, sus relaciones asimétricas con los países africanos, su política migratoria, la actitud pasiva o connivente de sus gobiernos con una guerra bárbara como la que libra Netanyahu contra la población de Gaza… “Dos pesos, dos medidas”, reprocha el Sur Global a Occidente. En realidad, el gobierno de Israel es hoy el mejor aliado objetivo de Putin en su esfuerzo por doblegar a Ucrania. Pero corresponde a la izquierda hacerlo patente, postulándose a liderar un nuevo y decidido impulso de Europa hacia su integración federal.
Una izquierda, lúcida, desembarazada de los clichés de la guerra fría que aún atenazan a toda una serie de sus corrientes alternativas. Si la socialdemocracia europea – por boca de Josep Borrell, del gobierno de España o del SPD – ha salido a denunciar con vehemencia el asesinato de Navalni, el silencio ha sido clamoroso entre las formaciones que supuestamente se ubican a su izquierda. Tal vez la figura liberal del opositor les parecía demasiado “occidental”. Craso error. La lucha por la libertad es indivisible. Cuando un régimen policíaco comete un crimen como éste, más allá del programa político que defendiese su víctima, serán siempre los más humildes, aquellos cuya dignidad y condiciones de vida mayor necesidad tienen de ser defendidas, quienes más relegados verán sus derechos. Bajo una autocracia, los golpes contra el ala liberal lo son también contra la izquierda. Lo cierto es que la desorientación de algunos empieza a ser alarmante. Su indiferencia ha envuelto también la noticia de la condena, hace apenas unos días, del sociólogo y activista marxista Boris Kagarlitsky, opuesto a la guerra de Ucrania, en virtud de la voluble legislación antiterrorista rusa. ¿Dónde iremos a parar si no sabemos reconocer y defender a los nuestros? El sueño de la izquierda es el de la cooperación entre los pueblos, propiciado por el espíritu fraternal de la clase trabajadora, no el choque entre distintos “campos” en la arena mundial. Ninguna condena bíblica determina que Rusia deba vivir bajo el yugo de un tirano. Si la izquierda no sabe recuperar sus principios y declinarlos ante los nuevos desafíos de la historia, puede que el mundo vea prosperar aquí y allá toda una estirpe de asesinos al frente de las naciones. Hoy, Putin se erige en su adelantado, en modelo de una inquietante hornada de líderes populistas. Pero la sombra acusadora de Navalni le perseguirá hasta el final de sus días. La opinión pública democrática no puede por menos que inclinarse ante quien dio su vida por mantener la esperanza de un pueblo.
*Fuente: https://lluisrabell.com/2024/02/17/la-estirpe-del-asesino/
Barcelona, 1954. Traductor, activista y político. Diputado del Parlament de Catalunya entre 2015 y 2017, lideró el grupo parlamentario de Catalunya Sí que es Pot.