[Viene del Capítulo VII – El cuerpo de La Habana] Aquella mañana al despertar lo que contemplaron los habitantes de la isla les sorprendió sobremanera. Justo cuando se estaban instalando los carteles publicitarios de los candidatos para la celebración en Cuba de los primeros comicios libres en más de un siglo, una pequeña lanzadera
―en la que yo me encontraba― despegó desde un crucero global con dirección a un enorme destructor que había llegado desde el espacio. Una vez que esa lanzadera se introdujo en el interior del colosal destructor espacial, todos los demás cruceros globales abandonaron inmediatamente los cielos de Cuba.
―¿Ha partido ya la flota con dirección a Marte? ―preguntó el señor Wagner.
―En efecto, los cruceros rebeldes intentarán que no lleguen refuerzos a tierra, pero los superamos en número tres a uno. La guerra en el espacio está virando hacia nuestro lado
―respondió el almirante Smith.
―¿Cuántas bajas han sufrido nuestras tropas en tierra? ―preguntó el señor Wagner.
―En tierra las cosas no van bien. La ayuda que les vamos a brindar es muy necesaria. A pesar de la inferioridad numérica de los robots extraterrestres, la guerra terrestre la están ganando los robots del espacio. De hecho, el grueso de nuestras fuerzas se ha refugiado en una base que hay en el centro del planeta ―respondió el almirante Smith―. ¿Su excelencia va a ordenar un ataque desde los cruceros globales?
―No podemos destruir Marte porque con él desaparecerían sus riquezas ―dijo el señor Wagner.
―Es ese el problema, y por eso se hace tan necesaria la intervención terrestre. Si no, sería mucho más fácil, lanzaríamos una bomba termobárica de gran potencia y destruiríamos todo el planeta. Y ese sería el final de la rebelión de los robots del espacio ―replicó el almirante Smith.
―Que me mantengan informado de las novedades. Que tengan todo listo para el viaje espacial, porque nada más que terminemos con la rebelión aquí, pondremos rumbo a Marte para terminar la revuelta de los robots extraterrestres ―dijo el señor Wagner.
―¿Cree usted que si destruimos por completo a todos los robots del espacio la civilización a la que pertenecen tomará represalias contra nosotros? ―preguntó el almirante Smith.
―Están demasiado lejos de aquí. Si algún día llegan sus refuerzos, nosotros tendremos una tecnología pareja a la suya ―contestó el señor Wagner.
―¿De verdad cree que quieren acabar con la raza humana? ―preguntó el almirante Smith.
―Por supuesto, no desean que nos desarrollemos más para que no les hagamos la competencia en la conquista del resto del universo ―contestó el señor Wagner.
―Voy a retirarme, ¿ordena usted algo más? ―preguntó el almirante Smith.
―En efecto, quiero que me traigan inmediatamente a la prisionera. ¡Quiero interrogarla!
―gritó de forma displicente el señor Wagner.
―Aquí está ―anunció el almirante Smith solo unos momentos después, mientras me traía prisionera con un guardia global a cada lado.
Supongo que mi aspecto reflejaba el estado de ánimo desesperado que me dominaba y el embargo que había sufrido mi vitalidad después de tanto tiempo de soledad y reclusión.
―Déjanos solos. Hace mucho tiempo que no tengo un oyente a la altura de mis secretos y una conciencia a la altura de mis pensamientos ―ordenó mientras me escrutaba de arriba a abajo con una mirada inquisitiva el señor Wagner.
Me sorprendieron mucho sus palabras, pues en aquel momento yo no parecía en absoluto una líder rebelde. Era más bien alguien triste que inspiraba lástima y que parecía muy necesitada de protección. Mi estado de buena esperanza resultaba evidente y psicológicamente me encontraba débil, aunque intentaba que nadie pudiera sacar partido de ello y que pasara inadvertido. Por el contrario, el señor Wagner ―con su pierna robótica y su máscara hierática que le conferían un aspecto inhumano― parecía un ídolo o un tótem sacado de épocas pasadas con una diferencia: un largo látigo eléctrico colgaba de su espalda como advertencia muda de su real y peligrosa compañía.
―¿Su excelencia no quiere guardias? Esta mujer es peligrosa, hace tiempo asesinó a uno de los clientes de La Corporación ―afirmó el almirante Smith.
―He dicho que nos dejéis solos ―ordenó el señor Wagner.
―A sus órdenes ―contestó el almirante Smith.
―Veo que miras de reojo mi látigo eléctrico ―dijo el señor Wagner.
―En efecto ―le respondí
―Tienes suerte. No lo he traído para utilizarlo hoy ―dijo el señor Wagner.
―Admito que me gustaría robártelo y emplearlo contra ti ―le contesté.
―Esta arma no puede ser utilizada por cualquiera. Esta arma tiene su historia. En realidad, yo aprendí a pelear con una naginata, pero como era un arma femenina, decidí cambiarla por un látigo eléctrico. Creo que un látigo me confiere más un rol de amo y representa mejor la masculinidad. De hecho, a partir de entonces, todos mis discípulos cuando reciben mis enseñanzas para ser guerreros aprenden a manejar el látigo eléctrico ―comentó el señor Wagner.
―Da igual que sea un arma tradicionalmente femenina, yo creo que una naginata es mejor
arma. Sobre todo ,si está hecha con metal extraterrestre ―le contesté.
―Depende del luchador ―contestó el señor Wagner.
―En el antiguo Japón hay muchas historias sobre las mujeres guerreras. Y las mejores mujeres guerreras, las que protagonizaron las batallas más épicas en el pasado, lo hicieron con esa arma ―le dije.
―Toma ―dijo mientras me daba un papel.
―¿Qué es esto? ―le pregunté.
―Léelo ―contestó el señor Wagner.
―Me gustaría tener mis manos libres. De esa forma tal vez pueda leer este documento que tengo entre ellas ―le dije.
―Está bien ―replicó el señor Wagner mientras me quitaba la cadena de energía.
―Jamás te entregaré la custodia de mi hijo ―le dije después de leer el documento.
―Estás acusada de alta traición y mañana al amanecer vas a ser ajusticiada. Si no firmas ese papel, tu hijo morirá contigo ―contestó el señor Wagner.
―¿Qué sucederá si lo firmo? ―le pregunté.
―Lo educaré como mi sucesor. Crecerá educado en la Globalización y con los valores tradicionales de un verdadero líder ―contestó el señor Wagner.
―No lo firmaré ―le repliqué.
―¿Por qué? ―preguntó el señor Wagner.
―No tengo nada más que decir ―le respondí.
―No sé de qué te asombras, esa es una práctica habitual en estos casos. Durante mi gobierno, muchas madres embarazadas que estaban prisioneras cedieron sus hijos a familias decentes. Así al menos ellos se salvaron del horrible destino que les esperaba ―dijo el señor Wagner.
―No entregaré mi hijo a vuestro régimen ―le contesté.
―Está bien, será como tú quieras: tu hijo morirá contigo al amanecer. Haces que recuerde el pasado, que me vuelva erudito. Me ha resultado tan familiar todo esto que no me voy a privar de citar a un personaje bíblico, porque tu caso está vagamente relacionado con una enseñanza de la Biblia. En otras palabras, si yo fuera Salomón tendría clara mi sentencia: tú no quieres a tu hijo. Y eso es porque, en lugar de dármelo a mí, habrías dejado que lo partiera por la mitad ―dijo el señor Wagner.
―Tienes un discurso muy perverso y elaborado, pero tú a mí no me engañas. Eres un asesino y algún día serás juzgado por tus crímenes ―le contesté.
―Te diré la verdad. ―En ese momento su mirada se volvió lúgubre―. Yo represento a Satán. Soy la fuerza que en diferentes culturas ha tomado diversos nombres, pero que en Occidente se ha
dado en llamar Lucifer. Y como tú sabrás, esa vieja historia habla de un ángel caído del cielo ―dijo el señor Wagner.
―Un ángel echado del cielo a patadas, diría yo ―le contesté.
―Me han dicho mis oficiales que tienes un fuerte carácter. Sin embargo, pareces solo una muchacha ―dijo el señor Wagner.
―Ambas cosas son verdad ―le contesté.
―¿Te apetece una copa? ―dijo el señor Wagner mientras me ofrecía un vaso de ron de la mejor calidad.
―No tengo sed. Se me ha cerrado el estómago desde que estoy aquí ―le respondí.
―Entonces me la tomaré yo solo ―añadió el señor Wagner.
―Ojalá alguien te haya dado veneno ―le dije.
―Yo creo que tú y yo nos comunicábamos a distancia. He de confesar que, desde tuve la primera noticia de tus hazañas, siempre me he sentido extrañamente atraído por ti. Me recuerdas a una mujer que era muy importante para mí en el pasado ―añadió el señor Wagner.
―Pues, en cambio, tú a mí me das asco ―le contesté.
―En la cama no importa tu opinión, sino la mía ―dijo el señor Wagner.
―Eres un ser despreciable ―le dije.
―Mucha gente dice que mí que soy un individuo vil y abyecto. En cambio, tú eres valiente y por eso me resultas todavía más atractiva ―añadió el señor Wagner.
―Pronto te arrepentirás de tus palabras ―le respondí.
―Sin embargo, no todo lo que siento por ti es admiración. Te desprecio como mujer infantil que eres y no voy a perdonarte, porque tus delitos son muy graves ―añadió el señor Wagner.
―Si mi destino es morir ejecutada, no lograrás de mí que te suplique clemencia ―le contesté.
―He de reconocer que todavía no puedo creer que una simple chica de compañía haya conseguido derrocar el régimen de los Castro ―añadió el señor Wagner.
―Yo tampoco puedo comprender cómo un simple psicópata ha terminado gobernando el mundo ―le contesté.
―Ten cuidado con lo que dices. Ahora mismo estoy encantado con tu presencia, pero puedo sufrir un repentino cambio de humor ―contestó el señor Wagner al mismo tiempo que llevaba su mano a la empuñadura del látigo eléctrico.
―Si no te golpeo ahora mismo es porque estoy embarazada y temo que mi bebé sufra algún daño en la pelea ―le respondí.
―Hace mucho tiempo, cuando te tuve entre mis manos, te perdoné la vida y no me arrepiento. Lo hice para que pudieras disfrutar de este dulce momento conmigo.
―¿Disfrutar este momento contigo? Estás loco ―le dije con mucha rabia.
―Quiero que sientas mi poder. Mira allí abajo, todo lo que tú conoces está a punto de desaparecer ―replicó el señor Wagner.
―Debiste matarme. Desde entonces estoy conspirando contra ti, porque te conozco y traeré conmigo tu desgracia ―le contesté.
―Eres muy elocuente, pero ese tema no me interesa en absoluto. Háblame de Cortés. Ese asunto al menos es más interesante ―añadió el señor Wagner.
―No hay nada que contar. Es un investigador militar. Un héroe que vino desde la Globalización para investigar mi violación y mi intento de asesinato. Pero qué te voy a contar, si tú eras el líder de la organización criminal que comercializaba el turismo de sangre en Cuba ―le respondí.
―No entiendo cómo ese hombre ha conseguido desmantelar mi organización, lo reconozco.
Creo que ha tenido mucha suerte ―contestó el señor Wagner.
―La suerte no existe. Hay que buscarla ―le contesté.
―Yo discrepo. Ese hombre es un asesino, un asesino con suerte, eso es todo ―dijo el señor Wagner.
―Rick es un héroe ―le contesté.
―Te equivocas de hombre. No me conoces, si fueras inteligente juzgarías mis logros y te darías cuenta de que el héroe en realidad soy yo ―replicó el señor Wagner.
―No te pareces en nada. Nadie se parece a Rick. Rick es original ―le contesté.
―Eso es una puerilidad ―contestó el señor Wagner.
―En absoluto. Es al revés. Rick tiene un don. Rick es un hombre consciente, un hombre maduro, porque todo ese pensamiento mediocre y mezquino que gente como tú ha imbuido en las masas no ha sido suficiente para calar en lo profundo de su ser y doblegarlo. Él es una soberbia excepción. Una extravagante esperanza. Él está conectado con la Cuarta Dimensión. Él es la prueba viva de que otro mundo es posible Él es un representante de una verdad natural que está por encima de todos los problemas y de todas las ambiciones humanas. Él es una fuerza renovadora que se levanta por encima de las familias de los grupos y de los Estados, una verdadera individualidad que ha nacido para hacer del mundo un lugar mejor, y lo demuestra a cada paso y en cada bocada de aire que respira. Por encima de todas las cabezas descreídas y de sus sueños rotos se ha levantado su talento, para señalar las insidiosas y grotescas fórmulas con las que se ha esclavizado mentalmente a la gente. Tú no le llegas ni a la suela de los zapatos ―le repliqué.
―¿Me conoces? ―preguntó el señor Wagner.
―Sé quién eres. No recuerdo mucho de cuando me secuestraste, pero te diré una cosa, yo soy una hechicera y una vez entré dentro de tu corazón y pude ver lo que ocultas en él ―le contesté.
―¿Y qué es lo que sabes de mí? Nadie me conoce de verdad. Se está muy solo en la cima del poder. Ya que estás sentenciada no me importa contarte la verdad. Por una vez voy a desnudar mi alma y lo haré para ti. Soy el señor Wagner, todo el mundo me teme y me respeta, pero nadie sabe realmente los sentimientos que se ocultan en el corazón de un dictador ―dijo el señor Wagner.
―Los psicópatas no tienen sentimientos ―le dije.
―Te equivocas. Muy lejos, muy en el fondo de mi corazón, detrás de esta máscara de hierro, todavía guardo algo parecido a algún sentimiento. Pero nunca demuestro esa parte de mí y por eso nadie me conoce ―dijo el señor Wagner.
―La gente te reconoce por tus acciones ―le repliqué.
―Insisto en que no tienes ni idea de lo que esconde mi alma. En mi interior bullen sentimientos y tribulaciones que nadie conoce. Soy el portador de un conocimiento que es ignorado por la mayoría de los hombres. Soy servidor del lado oscuro, pero si me dejas que abra mi corazón y hablas conmigo, verás que tengo poderosas razones para ser como soy ―preguntó el señor Wagner.
―Debería haber escrito un libro de autoayuda para psicópatas ―le dije.
―¿Qué sabes tú de los psicópatas? ¿Qué sabes tú de mi pasado? ―me preguntó.
―Tú eras un antiguo investigador militar. Te pasaste al lado del mal y te convertiste en un hechicero. Eres un asesino de multitudes. Representas un malvado poder machista. Llegaste a producirme bastante terror, pero eso ya pasó. Ahora que estamos frente a frente incluso me das pena, he descubierto tus puntos débiles.
―¿Mis puntos débiles? ―preguntó el señor Wagner.
―Tus defectos te ciegan. La vanidad, el orgullo, el egocentrismo… Eres humano, demasiado humano. Tu ceguera espiritual es tu principal punto débil. Has sido listo, pero, sobre todo, has tenido suerte. Gran parte de tus logros son accesorios. Se deben simplemente a circunstancias como la tecnología o el oportunismo. Solo eres malo. Un psicópata. Un advenedizo. Un monstruo. No eres tan poderoso como te crees, señor Wagner ―le señalé.
―¿Quieres hablar? Es muy fácil hablar, pero tú no sabes nada de política ni de mi poder
―respondió el señor Wagner.
―Ni tú del mío ―le contesté.
―Nuestros poderes son opuestos: el bien y el mal. La energía positiva y la energía negativa. Evidentemente, yo represento la energía negativa. Pero no lo voy a negar, lo que me resulta atractivo de ti es que tú representas la energía positiva ―añadió el señor Wagner.
―En la guerra que está sucediendo ahora mismo en Marte se demostrará qué poder es más fuerte de los dos ―le contesté.
―Deberíamos ser aliados en lugar de enemigos. La culpa de esa guerra la tienen los robots extraterrestres ―dijo el señor Wagner.
―¿Crees que esa raza superior, si quisiera, no nos habría conquistado ya? Ellos quieren la paz―le dije
―¿La paz? ¿Qué disparate es ese? Lo cierto es que toda esta guerra ha comenzado porque los robots extraterrestres quieren domesticar a la raza humana. Desde los griegos, los romanos, los vikingos, los árabes, los japoneses, los alemanes, los americanos… todos los pueblos del mundo hemos hecho lo mismo generación tras generación. Nosotros somos una raza primitiva y belicosa. Desde aquí arriba se puede otear el mar. El mar es un testigo mudo de la memoria de nuestra raza. En su interior yacen los innumerables pecios que testimonian las constantes guerras y dan buena cuenta del muestrario de nuestras infinitas aventuras ―dijo el señor Wagner.
―Nos están avisando para que no nos matemos nosotros mismos―le dije.
―Tenemos la rabia. Somos una especie condenada. Una raza que ha mordido el fruto del árbol envenenado. Sobrevivimos a nosotros mismos gracias a los periodos de descanso que nos tomamos para volver a matarnos entre nosotros con mayor fuerza y mejor tecnología ―contestó el señor Wagner.
―Por eso han venido ellos. Para ayudarnos ―insistí.
―La ayuda verdadera y altruista es una rara flor extravagante. Por lo general, nadie ayuda a nadie. Solo están pensando en ellos mismos ―replicó el señor Wagner.
―Es por nuestro bien. No quieren domesticar, sino ayudar en nuestra propia civilización ―le contesté.
―¿Quiénes son ellos, esos hombres de metal venidos del futuro, para cambiar nuestro destino aun cuando fuera uno cruel? ―preguntó el señor Wagner.
―Son una civilización superior. Han venido desde el espacio exterior para salvar a la raza humana. Y la única manera de salvar a la raza humana es traer la paz a la Tierra ―le contesté.
―«Si quieres paz, prepárate para la guerra» reza la antigua máxima romana; desde muy antiguo es cosa sabida que nuestra raza es una raza traidora y violenta ―añadió el señor Wagner.
―Tus palabras las dicta la Oscuridad ―añadí yo.
―Eso de la poshistoria es una falacia. Ahora comienza verdaderamente la historia de humanidad, porque vamos a conquistar el universo. Te diré a qué obedece su deseo de que estemos en paz. Esa raza extraterrestre pretende que vivamos con el helio-3 que extraemos de nuestro satélite natural y de las minas de Marte. En otras palabras, quieren que dejemos de explorar. ¿Y si quieren quedarse ellos con todo el universo? ¿No será todo esto del contacto extraterrestre una burda estratagema para quedarse ellos con nuestra parte del pastel? ―preguntó el señor Wagner.
―Eso no es verdad. Ellos quieren que la humanidad viva lo mejor posible. Además, el universo es demasiado grande para ser al completo de alguna civilización ―le respondí.
―Y si así fuera, ¿qué más da que nuestras necesidades básicas estén cubiertas por miles de años? Somos una raza aventurera. Nos gusta ir hacia lo desconocido. Cruzar las estrellas es como ir al origen de la creación. A veces creo que solo por la llamada de esos misterios merece la pena estar vivo ―respondió el señor Wagner.
―Esos misterios están resueltos desde hace millones de años ―le contesté.
―Te equivocas. Es una llamada demasiado profunda para poder ignorarla. Te repito que la raza humana es una especie curiosa, siempre quiere ir un poco más allá, y yo, como su líder legítimo, quiero crear un imperio cuya punta de lanza serán los pioneros del progreso ―replicó el señor Wagner.
―No me convences. La civilización extraterrestre ya ha hecho innumerables veces ese viaje. Han venido hasta aquí para advertirnos. Quieren avisarnos de lo que hay al final de ese viaje. Han venido para protegernos de nosotros mismos ―le respondí.
―Estoy harto de vuestra hipocresía ―replicó el señor Wagner.
―No soportas la verdad porque has hecho mucho daño ―le contesté.
―Te diré la verdad. Nuestra raza es una raza de sórdidos piratas. Desde los traficantes de marfil a los de caucho, pasando por los mercaderes de la Ruta de la Seda, hasta los piratas y corsarios del Caribe, el hombre siempre ha urdido planes para robar los tesoros de la naturaleza que, en general, estaban en manos de unos semejantes que eran inferiores. Por eso siempre es mejor estar en la posición de arriba, es decir, tener el poder. Si la mayoría de los hombres pudieran, habrían hecho lo que hice yo, dar un golpe de Estado. Y los que no se atreven a hacerlo es por inconsciencia que obedecen. En realidad, todos quieren ser ricos y poderosos y cuánto más fácil, mejor ―contestó el señor Wagner.
―Te equivocas, no creo que toda la humanidad sea una raza de sórdidos piratas que pretenden arrancar tesoros de las estrellas y vivir a costa de los demás ―le contesté.
―Incluso los que no lo son, en el fondo, anhelan serlo, pues muy profundo en su corazón a la mayoría le apasiona ese deseo por la aventura y por la búsqueda de tesoros. En definitiva, es imposible evitar una lucha por el poder que, al fin y al cabo, es la madre de todas las guerras ―dijo el señor Wagner.
―Esa lucha por el poder siempre ha enriquecido solo a unos pocos, mientras que la civilización lleva el bienestar a la comunidad que, en este caso, sería todo el planeta ―le contesté.
―Te seré franco, a mí me da igual la comunidad, yo solo quiero la mayor riqueza posible para solo unos pocos, a los que naturalmente yo contaré bajo mi mando ―contestó mientras apuraba su copa el señor Wagner.
―Nuestras disputas internas por esa «riqueza para unos pocos» pueden llevarnos a la extinción ―le respondí.
―Eso no se sabe y además no importa. En realidad, el hombre debe buscar siempre una verdad más allá, una verdad suprema, y si al final resulta que esa verdad es la muerte, entonces será que ese era su verdadero destino ―contestó el señor Wagner.
―Esa raza de robots extraterrestres ha venido a ayudarnos para evitar precisamente que nos enfrentemos a esa verdad suprema ―le respondí.
―Esa raza de robots alienígenas viene a robarnos todo lo de salvaje y misterioso que se asienta en lo más profundo del corazón humano. En definitiva, quieren quitarnos todo lo que puede considerarse loable y que nos hace ser dignos de respirar el aire fresco y de sentirnos vivos
―añadió el señor Wagner.
―Yo tengo una pequeña esperanza. Creo en la humanidad. Y quiero que mi hijo crezca en un mundo mejor ―le contesté.
―Me conmueves sinceramente. Después de todo lo que has conseguido para ser una simple chica de compañía, debes sentirte muy satisfecha ―añadió mientras pasaba por su mejilla el señor Wagner.
―No lo estoy. Y no quiero que se me atribuyan falsos méritos. El régimen de los Castro se ha caído solo o, en todo caso, lo ha derribado Rick Cortés ―le dije.
―¿De dónde crees que han salido todos los contadores de aventuras? ¿De dónde crees que ha salido todo el progreso del hombre? Del mal. De la ambición. De la codicia. De la conquista y de la guerra ―añadió el señor Wagner.
―Eso es el pasado, el futuro puede ser distinto ―le repliqué.
―Lo que voy a decirte no es nada edificante, pero es la verdad. El hombre no puede ser civilizado porque tiene dentro de sí la semilla que lo hace ser una y otra vez salvaje e inhumano. El mal está en la naturaleza humana, es una parte importante de ella, no se puede negar, no se puede cambiar. Hay que sobrellevar el lado oscuro de nuestra especie ―insistió con gesto de ira el señor Wagner.
―Entonces debemos controlarlo ―le contesté.
―¿Cómo? ―preguntó el señor Wagner.
―No lo sé. Lo único que sé es que tú debes ser juzgado ―le respondí.
―Yo no soy responsable de nada. Solo hice lo que tenía que hacer, lo que cualquier ser inteligente hubiera hecho en mi lugar ―replicó el señor Wagner.
―En realidad, yo lo que pretendo es llevar ante la justicia a una organización criminal que abusaba de las mujeres llamada La Corporación de la que tú eras el jefe y todavía no lo he conseguido, aunque sospecho que no tardaré en hacerlo ―respondí.
―Basta de cháchara. Ahora te diré las malas noticias. Antes de ejecutarte te voy a enseñar por qué eres tú la que te has equivocado de bando. Te vas a quedar sin testigos para tu causa. Pronto morirán todos los que han encabezado esta pequeña revolución insular. Pero antes voy a divertirme mucho contigo. Voy a enseñarte cómo acabo de una vez por todas con tu pequeña rebelión
―contestó el señor Wagner.
―No lo creo ―respondí.
―Te avisé desde el principio que no deberías haberte entrometido, pero ya es tarde y solo puedo proporcionarte una muerte que no podrás olvidar ―advirtió el señor Wagner.
―Esto no ha terminado. Estoy segura de que esta «pequeña rebelión insular» pronto conseguirá derrocar tu dictadura en todo el planeta. Saldrá a la luz el golpe de Estado que has dado en la Globalización ―le respondí.
―Ahora la situación ha cambiado. Ya ni siquiera me interesa esta isla como un lugar donde llevar a cabo mis sobornos y mis perversiones sadomasoquistas. Me temo que esta isla se ha convertido en un testigo molesto de mis crímenes y del pasado en general. Me interesa mucho más que desaparezca del mapa ―replicó el señor Wagner.
―¿Qué vas a hacer? ―le pregunté.
―Es una sorpresa ―contestó el señor Wagner.
―Habla ―le ordené.
―Esta nave tiene un arma capaz de destruir el planeta Tierra. He mandado que te traigan porque antes de matarte quiero que veas cómo va a desparecer el escenario donde se supone que ha tenido lugar tu historia. Voy a borrar a Cuba del mapa y con ella todos los vestigios de la existencia de La Corporación―anunció el señor Wagner.
―¡No lo hagas! ¡Hay millones de personas ahí abajo! ―le ordené.
―El mundo no pierde gran cosa si unos cuantos millones de estúpidos desaparecen sin ni siquiera darse cuenta de ello ―contestó el señor Wagner.
―Eres un delincuente. Algún día serás juzgado por tus crímenes en la Globalización ―le repliqué.
―Ya he destruido todos los ficheros y ahora estoy esperando a que mis hombres terminen de ajustar unas comprobaciones técnicas para destruir esta maldita isla de una vez por todas
―respondió el señor Wagner.
―Eso no pasará. He tenido un sueño premonitorio esta noche. Mis amigos pronto vencerán a tus tropas ―añadí.
―Eso es pura fanfarronería. Ni siquiera voy a preocuparme demasiado por ellos. Ya los doy por muertos. Si te soy sincero, ahora me parece más importante ganar la Primera Guerra Espacial contra los androides extraterrestres que se han rebelado en las minas de Marte ―contestó el señor Wagner.
―Estás acabado, si matas a mis amigos, esos androides vendrán hasta aquí y te matarán ―lo amenacé.
―Eso no va a pasar ―respondió.
―¿Por qué? ―le pregunté.
―Mis tropas destruirán a esos androides. Como ya te dije antes, esta nave es como La Estrella de la Muerte. Solo este destructor espacial tiene potencia para destruir el planeta Tierra. Con la más pequeña de sus bombas termobáricas voy a aniquilar toda la isla. Quedará como una tábula rasa y todo lo que ha sucedido en ella hasta ahora formará parte de los cuentos y las leyendas que contarán los eruditos que viven al margen del sistema y a los que nadie prestará la menor atención ―anunció el señor Wagner.
―¡Eres un loco! ¡Eres un criminal! ¡Espero que te pudras en el infierno! ―grité.
Mientras tanto, Rick y Fray Andrómeda continuaban conversando en el interior de las instalaciones secretas del Área-54.
―El señor Wagner ha llegado. Su nave está sobre los cielos de Cuba ―dijo de repente Fray Andrómeda.
―Tenemos que rescatar a mi mujer, la hechicera ―dijo Rick.
―Sí. Pero hay que salvar también la isla, de lo contrario, pronto todos saldremos volando por los aires. Creo que pretende destruirla ―replicó el monje.
―No tenemos mucho tiempo. Deberíamos actuar ya ―añadió Rick.
―En efecto. Dejaré conectado de forma automática un misil invisible para dentro de cinco horas, lo que significa que ese el tiempo con que contamos para rescatar a la hechicera y viajar hacia Marte ―contestó el monje.
―¿Viajar hacia Marte? ―preguntó Rick.
―Hay una guerra de droides. Esta vez parece que allí ha estallado una guerra de verdad
―contestó el monje.
―¿Estás seguro? ―preguntó Rick.
―Sí. Las fuerzas del señor Wagner quieren exterminar al resto de mis compañeros venidos del espacio exterior. Deben de haberse dado cuenta de que no nos pueden copiar ni controlar de forma total porque nuestra tecnología es superior a la de la Tierra ―contestó el monje.
―Está sucediendo todo tal como tú predijiste ―contestó Rick.
―Siento decirlo, pero los humanos en ese sentido sois muy predecibles ―añadió el monje.
―¿A quién dejaremos al cargo del Gobierno provisional hasta que se celebren las elecciones?
―preguntó Rick.
―Eso ya está arreglado. He hablado con el hermano de Arturo Castro ―contestó el monje.
―Si conseguimos salvarla, ¿qué pasará con la isla? ―preguntó Rick.
―Será libre y podrá ser gobernada por primera vez en más de cien años por un presidente elegido en democracia ―contestó el monje.
―Entonces ya habremos hecho con mucho lo que vinimos a hacer aquí. Vamos a la nave, creo que ya es hora de despegar ―propuso Rick.
―En efecto. Debemos darnos prisa, hay todavía muchas cosas más que reclaman nuestra más urgente atención ―contestó el monje.
Una vez que ambos estaban dentro de la nave Costaguana, Rick se colocó el casco que volvía invisible el pequeño carguero espacial, que despegó en el mayor sigilo con dirección al destructor global. Poco después, ya estaban dentro del hangar del destructor espacial.
―Espera ―dijo el monje.
―¿Qué ocurre? ―preguntó Rick.
―Estoy conectando un dispositivo para que la nave continúe siendo invisible cuando nosotros salgamos, de lo contrario, perderemos el factor sorpresa ―contestó el monje.
―¿La perderé yo? ―preguntó Rick.
―No, mientras lleves puesto el casco ―contestó el monje.
―¿Dónde está mi mujer, la hechicera? ―preguntó Rick.
―No te preocupes por ella. La estoy controlando a distancia a través de la Cuarta Dimensión.
Está en la sala de control, la está interrogando el señor Wagner ―contestó el monje.
―Vamos. No tenemos mucho tiempo ―replicó Rick.
―Espera. Yo también tengo que conectarme un dispositivo para pasar inadvertido. Los dos debemos ser invisibles ―añadió el monje.
Gracias a su invisibilidad, solo tuvieron que inutilizar en un pequeño combate con armas láser a una patrulla que vigilaba la entrada a la sala de control. Entraron y bloquearon la puerta, aunque no todo era perfecto, porque tras el enfrentamiento armado se extendió la alarma por toda la nave y todos los soldados fueron movilizados para buscar a los intrusos.
El almirante Smith consiguió escapar antes de que se bloquearan las puertas al comienzo de las hostilidades. Mientras tanto, tras matar a los guardias que había en su interior, Fray Andrómeda me liberó y me introdujo en un conducto de aire. Todo parecía obedecer a un plan establecido. De hecho, Cortés se quitó en ese momento el casco y se quedó solo frente al señor Wagner.
―Por fin estamos solos ―dijo Rick.
―¿Quién eres tú? No te reconozco ―dijo el señor Wagner.
―Me llamo Rick Cortés y soy investigador militar. Vengo a detenerte por encabezar una organización criminal. Será mejor que te entregues sin ofrecer resistencia ―advirtió Rick.
―Eres un hombre muy sorprendente, maldito entrometido ―dijo el señor Wagner.
―Me gustaría llevarte con vida a la prisión. Entrega tus armas y no habrá más derramamientos de sangre ―ofreció Rick.
―Te equivocas. Tú eres mi prisionero. ¡Guardias, atrapad al intruso! ―gritó el señor Wagner apretando el botón de una pantalla que se conectaba con los guardias que había al otro lado de la puerta.
―¡Llamad al almirante Smith, el señor Wagner necesita ayuda! ―gritó el capitán de la guardia personal del señor Wagner.
Pero los guardias no podían entrar porque las puertas estaban bloqueadas y todos los soldados habían quedado agolpados al otro lado de la sala de control.
―El robot ha bloqueado las puertas. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? No hemos detectado ninguna nave intrusa ―dijo el Almirante Smith desde una pantalla al otro lado de la puerta.
―Esto es entre tú y yo ―dijo Rick.
―Has cambiado mucho desde que has llegado al Caribe ―reconoció el señor Wagner.
―Ahora que estoy delante de ti, por fin ha sucedido algo insólito. No sé por qué siento libertad. Tal vez es porque estoy en el lugar en el que siempre he querido estar. Quizá esto se debe a que presiento que pronto podré ser el que siempre he imaginado ser, y es que, al estar enfrente de ti, voy a derrotar todos mis demonios interiores. No siento miedo al verte, muy al contrario, soy consciente de mi propio poder y de que ahora soy un verdadero investigador militar, es decir, un hombre autorrealizado ―contestó Rick.
―Siempre has sido un ser atormentado, pero te diré algo: en realidad creo que no deberías haber venido… te has metido tú solo en la boca del lobo ―contestó el señor Wagner.
―Estoy aquí para detenerte porque tu organización criminal lleva a la humanidad con destino a su propia extinción ―dijo Rick.
―No creo que eso suceda a corto plazo, y si sucede a medio plazo ¿qué hay de malo en ello? No pude imaginar nada que me consuele más que la idea del vacío y de la nada. Después de haber vivido toda la vida matando y asesinando, me he vuelto consciente de la fealdad que hay en todo. Solo hay locura y muerte. Una la lucha sin cuartel que en el fondo entraña la vida. Incluso en lo más sublime acecha una verdad más profunda que conlleva una puerta abierta al más puro horror
―contestó el señor Wagner.
―Pareces sabio. No entiendo por qué te dejaste dominar por el mal ―afirmó Rick.
―A lo largo de los años, he llegado a la conclusión de que el único sentimiento fuerte y respetable que tienen los seres humanos es el sentimiento de venganza ―dijo el señor Wagner.
―Irónicamente ser feliz es la mejor venganza ―contestó Rick.
―Yo no lo soy. Tuve que rendirme a la evidencia. La realidad de la vida nos vuelve monstruos poco a poco, casi sin darnos cuenta. Recuerdo cuando tenía tu edad, todo era diferente, incluso yo disfruté del amor. Pero fue un amor enfermo. Ella era bellísima, pero estaba loca. Intenté ayudarla, le tendí mi mano una y otra vez, siempre con el mismo resultado. No puedes imaginarte el tiempo y la energía que malgasté en intentar salvar del lado oscuro a aquella mujer, pero cuando ella finalmente murió me enseñó algo: no merece la pena luchar contra el lado oscuro, es mucho mejor unirse a él ―contestó el señor Wagner.
―Tu corazón está lleno de tinieblas. Alguien con el corazón lleno de tinieblas no puede gobernar el mundo, de lo contrario, será el mundo entero el que caiga en las tinieblas ―dijo Rick.
―Te equivocas. La mayoría del progreso de la humanidad ha sido liderado por gente que tenía el corazón lleno de tinieblas y, sin embargo, no flaqueaba. ¿Quién va a gobernar el mundo?
¿Alguien feliz y pusilánime? Para gobernar el mundo hace falta tener agallas y no rendirse ante nada, seguir adelante por encima de la opinión de todo el mundo ―replicó el señor Wagner.
―Ese es el fruto una experiencia nefasta que hasta ahora ha guiado a la humanidad. El futuro debe ser mejor y por eso ha de ser guiado por personas que iluminen a los demás, no por psicópatas
―contestó Rick.
―A mí todo ese cuento de robots extraterrestres no me convence en absoluto. Yo solo creo en mi historia y soy realista con respeto a las cosas. El mal es el único lenguaje que entiende la humanidad ―contestó el señor Wagner.
―Una historia muy triste la tuya, pero eso no te da derecho a imponer tu voluntad sobre el resto del mundo. Afortunadamente todavía hay gente que cree en la democracia, en la paz y en el amor ―respondió Rick.
―Los políticos somos el reflejo de la sociedad. La democracia es el consuelo de los tontos. El hombre promedio no merece respeto. Tiene lo que se merece por servil y cobarde. El mundo es mediocre y está poblado por hombres mediocres. Es más, el hombre moderno se parece a un cubo de basura en el que la sociedad vierte a cada instante un poco más de basura y aumenta su peso, de tal forma que su conciencia queda deformada y es incapaz de mirar con lucidez la realidad. En otras palabras, el hombre moderno está ciego porque no quiere ver ―respondió el señor Wagner.
―Reconozco que hay parte de verdad en lo que dices. Yo mismo había llegado a un punto límite. Necesitaba un cambio de vida. He andado años sumido en un estado de letargo que me ha ido sumiendo en la debilidad poco a poco. Una mañana me desperté y al mirarme al espejo me contemplé próximo a la postrera lasitud. Todos colaboraban en una conjura fatal para hundirme más y más en aquel pozo sin fondo. Caí tan bajo que perdí de vista la luz del sol. Allí decidí expiar todos mis pecados y en un momento de revelación comprendí que el mayor enemigo era yo. Debía cambiarme interiormente. Curé mi espíritu y ahora todos los rivales y todos los problemas se volvieron de repente mucho más fáciles de vencer. Desde entonces, mi vida ha cambiado, ahora veo el camino abierto para cambiar la vida de los demás ―añadió Rick.
―Hablas en vano. Tu oratoria tal vez pueda convencer y arrastrar a un grupo de desarrapados y rebeldes, pero yo te hablo de una estructura global, de un sistema en el que yo soy el líder y que en muchas cosas ha sido cambiado a mi gusto ―contestó el señor Wagner.
―Cuando estuve en la cueva, donde tuve mi momento de dolor y duda, pude entrar dentro de ti. Tú representas lo peor del hombre moderno. Te compadezco. Sé que eres adicto a los ansiolíticos y a los antidepresivos. Eres el paradigma de la gente que vive conectada a la tecnología, pero encerrada en sí misma. De la gente que no es universal. No puedes sentirte ni siquiera a ti mismo. Huyes de tu pasado y careces de futuro. En ti el presente es una mentira constante que se sustenta en el abuso y la tortura de los demás. Deberías estar encerrado porque eres violento y solo queda vivo dentro de ti el afán de dominio de tus semejantes ―dijo Rick.
―Tú no me conoces ―admitió el señor Wagner.
―Eres un dictador ―dijo Rick.
―Todavía no me explico cómo habéis logrado llegar hasta aquí. Reconozco que tu llegada hasta aquí ha sido un buen truco ―replicó el señor Wagner.
―Llevo mucho tiempo esperando este momento ―dijo Rick.
―Yo también ―respondió el señor Wagner.
Entonces Rick sacó su naginata y el señor Wagner sacó su látigo eléctrico. Tras un largo combate, Cortés consiguió desarmar al líder de la Globalización. En ese momento, con el filo de su arma en el borde de su cuello comenzó a interrogarlo.
―Hay algo que me intriga desde hace mucho tiempo. Me gustaría saber quién se oculta detrás de esa máscara―dijo Rick.
―Te confesaré algo. Yo fui el que te envié a Cuba para que mataras a esa mujer ―contestó el señor Wagner.
―¿Quién eres? ―preguntó Rick.
―Tu jefe, el señor Epstein ―dijo el señor Wagner quitándose la máscara.
En ese momento pude visualizar una escena del pasado, de cuando Rick estaba en España. una vez que se reunió con su jefe en su despacho. Ahora veía las cosas de un modo más claro y recordaba de forma nítida aquella conversación que se había producido antes de conocerme.
―¿Por qué me has dado todo este dinero? ―le preguntó Rick
―Tú siempre has sido mi hombre de confianza. Has guardado con celo el archivo de todos mis clientes. Conoces la complejidad política del problema. Vas a llevar a cabo una misión muy importante.―dijo su jefe
―¿Cuál? ―preguntó Rick
―Tienes que eliminar a una prostituta. Ha matado a uno de nuestros más importantes clientes―añadió su jefe.
―¿Cómo la reconoceré?―respondió Rick.
―La reconocerás porque tiene una pistola ―dijo su jefe.
―¿Una pistola? ―preguntó Rick.
―Sí. La pistola de Meyer Lansky ―respondió su jefe
―O.K. ―respondió Rick.
―Las autoridades cubanas están enteradas. No se meterán contigo.―dijo el jefe.
―Entiendo ―contestó Rick.
En realidad Rick había sido enviado por su jefe para matarme. Pero no pudo hacerlo. Había pasado toda su vida trabajando para esa organización criminal. Sin embargo, el viaje a Cuba abrió su mente y le hizo conectar con la Cuarta Dimensión. Y por supuesto después no había podido cumplir su misión porque se había enamorado de mí. Pero todavía era pronto y yo a veces volvía a recaer veía todo como si sucediera dentro de una película. Es más, en ese preciso momento, los soldados enviados por del señor Wagner que esperaban detrás de la puerta consiguieron desbloquearla y entraron disparando sus armas láser.
Rick se puso de nuevo su casco, recuperó la invisibilidad y consiguió escapar entre la confusión generalizada de guardias, que al final incluso terminaron disparándose entre ellos. El dictador espacial estaba atónito y se daba cuenta de que la situación se le estaba escapando de las manos. En ese momento se levantó de repente y se volvió a colocar su máscara.
―¡Atrapadlo! ¡Que no abandone con vida esta nave! ―gritó el señor Wagner.
En ese momento un grupo de soldados completamente armados apareció en busca de los intrusos que pululaban por la nave. Al mismo tiempo el almirante Smith reapareció esgrimiendo la disponibilidad para realizar una terrible venganza.
―Ya está lista la bomba termobárica. Podemos mandar esa maldita isla al infierno ahora mismo ―anunció el almirante Smith.
―¡Destruidla! ―gritó el señor Wagner.
El almirante Smith se acercó a los controles y activó los controles que lanzaban la bomba sobre la isla, pero nada sucedió.
―Tenemos un problema ―anunció el señor Wagner.
―¡Qué ocurre ahora! ―gritó el señor Wagner.
―Un virus informático. Mucho me temo que el robot que acompaña a Cortés ha introducido un virus en nuestra nave.
Justo cuando la nave Costaguana con los tres tripulantes ilesos en su interior se alejaba de la Tierra con dirección al planeta Marte, el arma que había partido desde el Área-54 impactaba en el destructor dejándolo seriamente dañado.
―¡Muchas gracias! ―le dije a Fray Andrómeda.
―De nada ―replicó Fray Andrómeda.
―Tienes buen aspecto. ¿Está bien el bebé? ―preguntó Rick.
―Pronto seremos padres ―le respondí.
―Te quiero ―dijo Rick.
―Yo a ti también. ¡Oh, Rick! ¡Tenía tantas ganas de verte! ―grité mientras extendía mis brazos alrededor de su cuello.
―Soy muy feliz ―me respondió mientras me besaba.
―¿Y mi primo? ―le pregunté.
―Lo siento mucho. Luego hablaremos de eso ―dijo Rick.
―¿Le ha pasado algo? ―le pregunté.
―Vamos, chicos, volved a vuestros asientos que vamos a aumentar la velocidad. Ya estáis juntos. Pronto tendréis oportunidad para demostraros todo lo que os queréis ―dijo Fray Andrómeda.
Más tarde, con el tiempo, la sospecha de que a mi primo le había sucedido algo se haría completamente realidad. Es decir, lo que le había sucedido al hombre con el que había pasado toda mi infancia me provocaría una herida psíquica. Incluso me vería obligada a tomar tratamiento debido a que mucho tiempo después todavía estaría obsesionada con la pérdida de mi primo.
―¿Hemos salido ilesos del ataque del destructor enemigo? ―preguntó Rick.
―Sí. No ha podido localizarnos, pero hemos de llegar cuanto antes a la órbita de Marte. El destructor está a punto de explotar y debemos de salir del área de la onda expansiva ―contestó Fray Andrómeda.
―¿Y el señor Wagner? ¿Se salvará? ―preguntó Rick.
―No lo sé. Pero todos los que se queden dentro de esa nave están condenados a muerte
―respondió Fray Andrómeda.
―¡Espero que muera de una vez! ―grité yo.
―Agarraos fuerte, ya estamos alcanzando la velocidad máxima ―anunció Fray Andrómeda.
―Has visto la verdad, has recuperado el control de ti mismo. Ahora tengo que marcharme.
―dijo Fray Andrómeda.
―Estoy feliz, pero al mismo tiempo me embarga un sentimiento de tristeza ―dijo Rick.
Tal vez la suerte algún día volvería a unir de nuevo sus destinos, pero aquello era una fugaz despedida. Mientras la nave se elevaba al espacio exterior y dejaba atrás la Tierra, un estremecimiento recorría la espina dorsal del investigador militar. Era la primera vez que estaba en el espacio. Por supuesto, en ese momento una ráfaga de tristeza le recordó que acaba de abandonar un lugar donde había sido muy feliz. Cortés había quedado hechizado por aquella isla. Sin embargo, era consciente de que no podía perder su centro. Tanto es así que a veces, en su fuero interno, gustaba comparar aquella tierra con una compañía egocéntrica, y las compañías egocéntricas tienen el peligro de hacerte perder el equilibrio, de truncar tus planes y de estropear tus verdaderos sueños. El hechizo se había desvanecido. Debía cumplir con su deber. Ya tenía las pruebas que necesitaba y por eso ahora había llegado la hora de marcharse.
Solo le quedaba una cosa más para que su cambio de vida estuviera completo. Debía ganar la guerra que había estallado en Marte. La Primera Guerra Espacial, de ser una mentira perteneciente a la esfera del futuro, había pasado a convertirse en una profecía autocumplida. Mientras tanto, disfrutaba del viaje. Su mente planeaba una nueva época. Rick evocaba en su interior las antiguas rutas comerciales que conectaban Occidente con Oriente. Toda aquella tradición de mercaderes que se encuadraba en la Ruta de Seda le parecía estar renaciendo en el espacio porque en el mundo ya no quedaban mapas con espacios en blanco. Por eso se hacía tan necesario romper el monopolio de la Compañía de Comercio Espacial. De hecho, ahora de verdad sentía que al viajar a Marte estaba cumpliendo la verdadera función de un investigador militar. Había llegado la hora de escribir la historia, por eso iba un escenario bélico. Pronto serían visibles las explosiones de las naves de combate en la órbita de Marte. Las innumerables estaciones espaciales que se habían elevado en el planeta rojo albergaban la población suficiente para ocupar decenas de ciudades. Sin embargo, ahora los civiles estarían ocultos en los refugios para evitar los bombardeos.
―El destructor imperial ha estallado por completo ―dijo el monje.
―¿Crees que habrá sobrevivido el señor Wagner? ―preguntó Rick.
―No sé si estará vivo o muerto, lo que es seguro es que lo hemos vencido esta batalla y salvado la isla de un horrible final ―dijo de improviso Fray Andrómeda.
―Entonces quizás hemos conseguido hacer que caiga la dictadura y llevar la democracia a la Globalización ―dijo Cortés.
―No creo que haya sido tan fácil ―replicó el monje.
―¿Por qué? ―preguntó Rick.
―La Primera Guerra Espacial no ha concluido todavía ―dijo el monje.
―¿La Primera Guerra Espacial continuará sin el señor Wagner?
―En realidad era una guerra civil entre todos los países de Occidente. El señor Wagner trabajaba para la alianza de Rusia y China. En otras palabras, se había vendido a Oriente. La lucha entre Occidente y Oriente era en realidad la lucha que está teniendo lugar en Marte. Los miembros de La Corporación y los partidarios de su antigua dictadura todavía tenían un gran apoyo de China y Rusia ―añadió Fray Andrómeda.
―Pero el pueblo no sabe nada. Es muy importante que se dé un giro a la mentalidad de la humanidad ―contesté yo.
―Tienes toda la razón. Antes de llevar a la humanidad a su propio colapso y a la definitiva extinción, los planes del señor Wagner eran la creación de un mundo muy parecido al que todos los dictadores del pasado soñaron ―añadió el monje.
―¿Quién lidera las tropas enemigas en Marte? ―preguntó Cortés.
―Uno de los clientes de La Corporación ―respondió el monje.
―No me extraña. Son lo más interesados en que no llegue la democracia de nuevo a la Globalización porque pueden ser juzgados por sus crímenes contra la humanidad ―dijo Cortés.
―Exactamente ―añadió el monje.
―Esa batalla se estudiará en los libros de historia ―dijo Cortés.
―Eso sucederá solo en el caso de que ganemos nosotros ―contestó el monje.
―Tenemos que ganar ―añadí yo.
―Sí, pero ahora lo principal es que nuestra nave se vuelva invisible de nuevo, no pueden detectarnos los cruceros globales ―dijo el monje.
―En efecto, tenemos suerte de poder volver invisible la nave, porque es una nave de carga y no tiene armas para luchar contra esos enormes cruceros globales ―replicó Rick.
―No te preocupes. Nadie nos verá cuando atravesemos sus líneas antes de llegar a Marte
―concluyó el monje.
Solo unos minutos atrás en el pasado, en el destructor global, los daños producidos por el misil termobárico habían comenzado a producir graves efectos en la integridad de la nave.
―¡Alerta! ¡Hemos sido alcanzados por un misil termobárico! ―gritó el almirante Smith.
―¿Quién nos ha atacado? ―preguntó el señor Wagner.
―El misil ha venido de la isla ―respondió el almirante Smith.
―Quiero una lista de daños ―ordenó el señor Wagner.
―El núcleo está dañado ―contestó el almirante Smith.
―¿Se puede reparar? ―preguntó el señor Wagner.
―No. La nave va a explotar en menos de cinco minutos ―contestó el almirante Smith.
―Quiero destruir esta isla. ¿Es posible dirigir la nave contra la isla? ―preguntó el señor Wagner.
―La nave no se puede gobernar. Creo que lo mejor es que la abandonemos en una lanzadera global ―añadió el almirante Smith
―¡Es usted un incompetente! ―gritó el señor Wagner mientras lo cortaba en dos con su látigo eléctrico.
Cuando el señor Wagner llegó al hangar de la nave, se dio cuenta de que solo tenía unos minutos para escapar. Se introdujo en su personal lanzadera global y despegó. Unos segundos después, el destructor explotó en mil pedazos y la onda expansiva alcanzó la nave del señor Wagner, que se precipitó contra la Tierra y acabó estrellándose a las afueras de La Habana.
Contra todo pronóstico, el único tripulante de aquella lanzadera estrellada sobrevivió y fue capturado por el ejército del Gobierno provisional de la isla.
―¿Dónde está Cortés? ―preguntó el hermano de Arturo Castro.
―Tal como nos dijo, ya ha partido con dirección a Marte. Hemos visto la estela que dejaba su nave en el cielo ―contestó el capitán Rincón.
―Muy bien ―contestó el hermano de Arturo Castro.
―En teoría, todavía es el jefe del Gobierno… ¿Qué va a pasar con él? ―preguntó el capitán Rincón.
―Desde que se ha marchado ha renunciado a su cargo ―contestó el hermano de Arturo Castro.
―Tampoco creo que le interese. No se ha presentado a las elecciones ―añadió el capitán Rincón.
―¿Y los cruceros globales? ―insistió el hermano de Arturo Castro.
―Se marcharon con dirección a Marte. No queda ninguna nave sobre el cielo ―contestó el capitán Rincón.
―A partir de ahora, Cuba es libre ―replicó el hermano de Arturo Castro.
―Si las fuerzas extraterrestres que apoyan a Cortés vencen de la guerra en Marte, Cuba podrá volver a formar parte de la Globalización ―dijo el capitán Rincón.
―¿Y qué será entonces de mí? ―preguntó el hermano de Arturo Castro.
―No lo sé ―respondió el capitán Rincón.
―Tal vez haya sido una suerte que haya estallado la Primera Guerra Espacial. Ahora estamos libres para organizar el cambio de Gobierno ―dijo el hermano de Arturo Castro.
―Hemos capturado al señor Wagner con vida ―anunció el capitán Rincón.
―Traedlo ―ordenó el hermano de Arturo Castro.
Poco después, un par de soldados trajeron al prisionero que venía con las manos encadenadas y con múltiples heridas leves de su reciente accidente.
―¿Qué vais a hacer conmigo? ―preguntó el señor Wagner.
―Vamos a ejecutarte. ―contestó el hermano de Arturo Castro.
―No podéis hacer tal cosa. La venganza no tardará en llegar. ¡Mis tropas ocuparán la isla!
―amenazó el señor Wagner.
―Me parece que tus tropas te han dado por muerto, no van a venir. Ha estallado la Primera Guerra Espacial en Marte. Pronto serán las tropas de Cortés ―replicó el hermano de Arturo Castro.
―¿De qué se me acusa? ―preguntó el señor Wagner.
―De dar un golpe de Estado y de cometer crímenes de lesa humanidad ―contestó el hermano de Arturo Castro.
―Esos crímenes no los cometí en Cuba. No creo que haya base legal para fusilarme por haber gobernado la Globalización ―contestó el señor Wagner.
―Aquí cometiste otros. Te juzgaremos por ser el líder de una organización criminal que actuaba en Cuba, una organización criminal llamada La Corporación ―replicó el hermano de Arturo Castro.
―Entonces estoy metido en un buen lío ―admitió el señor Wagner.
―Hay algo que puede salvarte la vida ―propuso el hermano de Arturo Castro.
―¿Qué? ―preguntó el señor Wagner.
―Únete a mí ―propuso el hermano de Arturo Castro.
―¿Cómo? ―preguntó el señor Wagner.
―Voy a presentarme con el partido Loewe. Cuando ganemos las elecciones, tú serás mi mano derecha y yo seré el presiente de Cuba. ―dijo el hermano de Arturo Castro.
―Trato hecho ―respondió el señor Wagner.
.Poco tiempo después comenzaron los baños de multitudes de los diferentes actos de campaña del partido Loewe, que eran encabezados por discursos del señor Wagner.
―Buenas tardes ―comenzó diciendo el hermano de Arturo Castro―, os he traído un personaje famoso de la Globalización que formará parte de mi partido…
―Ya me conocéis. Soy el famoso señor Wagner. Muchos os preguntaréis qué hago aquí…
Pues lo diré. Si sale elegido en las elecciones el hermano de Arturo Castro tengo un proyecto que dará mucho trabajo para los habitantes de este lugar. Yo tengo una isla privada muy cerca de aquí y pienso hacer «isla de las orgías» muy cerca de aquí. Todas las mujeres hermosas menores de edad que quieran pueden encontrar trabajo allí. ―dijo el señor Wagner.
―Si votáis al partido Loewe no os arrepentiréis. Como pueden ver, el señor Wagner traerá la riqueza y el progreso a la isla. Pronto habremos olvidado el comunismo y estaremos todos mucho mejor ―dijo el hermano de Arturo Castro.
―Puedo hacer este proyecto en cualquier parte. Y de repente me acordé de esta isla, una isla en la que yo de joven emprendí muchos negocios y en la que siempre he sido feliz, y me dije ¿qué mejor lugar para jubilarme que un paraíso tropical? Por eso pensé en traer la mano de obra de Cuba. Pero no os preocupéis, conmigo vendrán mejores tiempos. Si vosotros, amable pueblo tropical, me otorgarais un pequeño plazo más para desplegar mis dotes de mando, si todo lo que he aprendido a lo largo de una vida plagada de responsabilidades al frente del mundo, si mis muchos años comandando un ejército que ha luchado en innumerables continentes no me confieren una experiencia digna de vuestro voto, no sé si es prudente que haya llegado la democracia a este remoto confín. Caballeros, yo he nacido para llevar esta isla a la deriva a su verdadero puerto seguro. Queridos cubanos, pronto traeremos aquí tantas marcas de lujo que nuestro país se convertirá en un lugar con una de las mayores rentas per capita del mundo. Desde relojes de lujo, anillos de diamantes o coches deportivos. Las Vegas tendrá envidia de nosotros. Los mejores restaurantes del mundo traerán aquí a sus más premiados cocineros. Los anuncios de ciencia ficción se grabarán aquí. Cuba estará de moda de nuevo y todo el mundo querrá vivir aquí. Tanto es así que tendremos que construir un enorme muro para que no vengan los mexicanos —dijo el señor Wagner.
―Traeremos la mafia de donde quiera que esté. Crearemos casinos que diseñarán los mejores arquitectos del mundo. Las cadenas de hoteles más famosos de la galaxia tendrán aquí los establecimientos más emblemáticos que se publicitarán por todo el planeta, e incluso vendrán a ellos turistas de Marte. Cuba se pondrá en muy poco tiempo a la cabeza del progreso. La Cuba humillada se levantará como un ave fénix y, desde sus propias cenizas, en mis manos brillará como una isla exultante. Os prometo de nuevo el esplendor. En unos pocos años de estar al margen de la revolución espacial, la isla se convertirá en un buque insignia de las nuevas tecnologías. Si votáis al partido Loewe, os prometo que yo os traeré una nueva forma de sentir los colores de la bandera de Cuba. Gracias a mis contactos en la Globalización, el bloqueo nunca más se volverá a producir. Lanzaré un órdago económico al crear industrias y fabricas que exportarán nuestros productos en todo el Caribe.
―Como pueden ver, el programa político que abandera el señor Wagner hará por fin de esta isla el paraíso que siempre mereció ser. Es una suerte que podamos contar entre nuestras filas con este incomparable político y maravillosa persona. Por supuesto, con él ya nunca miraremos atrás y nuestros rivales quedarán sorprendidos, porque aquí, el dinero, venga de donde venga, será bien venido ―añadió el hermano de Arturo Castro.
Poco después, la multitud llena de hombres y mujeres, altos, bajos, orondos, escuálidos, negros, blancos, mulatos, criollos, felices, tristes, indiferentes, todos ellos al mismo tiempo se fundieron en un cerrado aplauso que sin duda era la antesala de su controvertida victoria electoral. Lo cierto fue que, tal vez llevados por el hartazgo o por la necesidad de un cambio, el pueblo de Cuba acudió de forma masiva a las urnas, pero un análisis serio de los resultados de las elecciones llevaría de nuevo a apelar a la banalidad del mal. La gente descargó su responsabilidad individual en una estructura. Las elecciones se ganaron a través de una frívola justificación colectiva. Por supuesto, la ideología ultraconservadora, a todas luces, había sido la favorita, puesto que no había ningún partido progresista al que se hubiera presentado ningún candidato. Aun así, como existía la posibilidad de votar en blanco, la sorpresa llegó unos días después, cuando el partido Loewe ―un partido claramente fascista― ganó las elecciones y el hermano de Arturo Castro se convirtió en el primer presidente de Cuba elegido de forma democrática en más de cien años. Por supuesto, para que llegara el capitalismo a la isla, las nuevas instituciones decidieron correr un tupido velo sobre los crímenes que en el pasado había cometido el presidente del país. En particular, se publicó una ley que garantizaba la inmunidad del presidente y del señor Wagner y además garantizaba que jamás se pudiera realizar una extradicción a otros países para salvarse de todas las investigaciones relacionadas contra La Corporación. [Sigue en el Capítulo IX – Recuerdos de La Habana]
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.