Yo soy un bicho raro para mis amigos. Entre las rarezas que me adornan hay una que consiste en el gusto no morboso de pasear por los viejos cementerios, curiosear las lápidas y, sobre todo, admirar las obras de arte funerario que algunos camposantos esconden como la estatua El beso de la muerte en el cementerio de Poblenou.
Por ello, cuando me fui a vivir a un piso de la Villa Olímpica de Barcelona, que está muy cerca del cementerio de Poblenou, me alegré de tener un lugar tranquilo cerca para pasear y poder leer sentado en sus bancos.
Así que, una vez instalado y después de unas semanas del paroxismo propio de una mudanza, me sentí al fin una tarde con la tranquilidad suficiente como para entregarme al paseo reposado y a la lectura sosegada. Me dirigí a la puerta principal y entré en el cementerio. Era otoño y las hojas anchas de los plátanos alfombraban la tierra con colores ocres y dorados; a pesar de que el cielo estaba gris y podía dar una sensación térmica más fría, la temperatura era agradable.
Me gustan esos cielos tapados gris claro, dan una luz muy especial que lo baña todo de plata; la cercanía del mar se adivinaba detrás de los muros del camposanto y el graznido de las gaviotas y los maullidos ocasionales de un gato eran los únicos sonidos que perturbaban el silencio sepulcral, y nunca mejor dicho, del lugar.
Esta necrópolis es conocida popularmente como el Cementerio Viejo, por ser el más antiguo de la ciudad y el primero civil. Data de la época en que se prohibieron los pequeños cementerios parroquiales y, por cuestiones de higiene, se alejaron del centro de las ciudades.
El Obispo Pau Sitjar bendijo en el año 1819 esta pequeña ciudad de los muertos, que fue proyectada por el diplomático y arquitecto italiano Antonio Ginesi. Estos son algunos de los datos que pude leer en un folleto que cogí en la entrada.
‘El beso de la muerte’ del Poblenou
Me dirigí a la zona más antigua y allí, rodeado de panteones neogóticos, me senté a leer un viejo libro hermoseado con cuidados grabados. Entonces una viejecita que daba de comer a los gatos se acercó y me dijo:
-Joven, ¿usted conoce la leyenda de este lugar?
-No – le contesté un poco extrañado.
-Perdone que le moleste, pero a la gente que lee, como usted, le suelen gustar estas historias –sus palabras sonaron como si se arrepintiera de haberme interrumpido.
-Claro que me gusta señora, cuénteme, cuénteme –afirmé con mi mejor sonrisa.
-Si me acompaña, se la cuento, la leyenda tiene que ver con una tumba.
Y así lo hice y fue cuando la vi. La estatua, “El beso de la muerte”, me impresionó mucho. Un esqueleto alado besaba a un joven yacente. La mujer iba a comenzar su historia cuando me miró fijamente y salió corriendo despavorida. Fue entonces cuando se me cayó el libro de las manos y sentí unos labios fríos y húmedos en la mejilla.
Periodista, fotógrafo, escritor e investigador.