Tochtli, personaje principal de esta audaz novela —publicada por Anagrama—, cargada de buenas dosis de humor e ironía y en la que su autor, Juan Pablo Villalobos (México, 1973), se mueve como pez en aguas turbias, nos cuenta lo que de él refieren: “Algunas personas dicen que soy un adelantado” y, como si no terminara de aclararse o mejor dicho, como para que su adelantamiento quede claro, lo repite, con esa redundancia que desespera a los niños cuando aspiran a lo imposible, aun cuando no sepan bien qué. Pero Tochtli también aclara que Youlcaut dice que más que un adelantado, es un genio. Yolcaut es su padre, para todo padre su hijo es el mejor, lo mismo que el padre es lo mejor para un hijo. Por eso Tochtli aspira a convertirse en grande, como Yolcaut, que todo lo puede o que todo lo consigue, como los machos.

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Youlcaut daría cualquier cosa por complacer a su hijo y por eso Tochtli vive agradecido con él, en ese mundo infantil que se va soltando de a poco, confiesa que Usagui es su nombre en japonés, no obstante, un día se vuelve Junior López y marcha de safari a Monrovia sin saber que ahí la realidad será cruel y conmovedora. Ese primer contacto con el dolor lo obliga a sincerarse, “Entonces resultó que no soy un macho y me puse a llorar como un marica. También me oriné en los calzones”. Tochtli es crítico consigo mismo, observador cuando asegura que “la cocaína se usa con la nariz y a escondidas, en el baño o adentro de un clóset. Por eso es un negocio muy bueno, por ser secreto”. Y en algunas ocasiones su manera de filosofar rebalsa de ternura: “Alguien debería inventar un libro que te dijera lo que está pasando en ese momento mientras lees. Debe ser más difícil de escribir que los libros futuristas que adivinan el futuro. Por eso no existe. Y entonces hay que ir a investigar la realidad”. Se le antoja patético —también tiene su rabia escondida— todo aquello que no se amolda a sus ideas. En su pequeño poder conserva tricornios de Francia, del Reino Unido y de Austria, sombreros de charro y un casco safari. Vive en un enorme palacio y desde su ojo, o mejor dicho, desde su pequeño punto de vista, nos conduce con una estudiada simplicidad a un universo de vivos y muertos donde el chorreo de la sangre es puntual y el enfrentamiento una sucesión de disparos que no se escuchan. Soporta como los machos y no quiere pertenecer nunca al mundo de los maricas, sabe que existe en el palacio una decena de habitaciones pero un día descubre un cuarto de pistolas, un zoológico donde perecen los enemigos y es hasta ahí a donde quiere llevar sus hipopótamos.

Esta historia es en una amplia metáfora descrita con un lenguaje cuidado y cuya riqueza figurativa nos dice que así como se han escrito grandes obras en torno al narcotráfico, también es posible pulir un diamante donde la violencia es en sí un pretexto, porque más allá de una historia entre falsos buenos y malotes blindados, asistimos a la conmovedora manera de ver el mundo oscuro por una pequeña luz hasta las páginas del final donde los malos modos de Mazatzin encuentran su destino, donde el consuelo del niño son los hipopótamos a los que corona con sombreros de safari africano, a la espera de las coronas y los diamantes, cuando por fin se de esa fiesta en aquella brillante madriguera. Hay que asistir.

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