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La llegada y aplicación cotidiana de las nuevas tecnologías ha cambiado de manera evidente el modelo de seguridad de la sociedad actual para acomodarlo a las nuevas amenazas que van surgiendo. Este cambio de modelo parece obligado, tanto para militares como para cuerpos de seguridad, por un desarrollo tecnológico que ha alcanzado un nivel tal que se puede desestabilizar un estado con un ataque, por ejemplo, a los sistemas de comunicación de grandes infraestructuras. La inquietud que provoca una desestabilización de este tipo conduce a la sociedad occidental a una variación en las tecnologías de control y a una militarización de la seguridad pública. Las implicaciones de esta orientación conducen, según investigadores de este ámbito, como José María Blanco, a hablar del fin del fin de la privacidad y de la ruptura del contrato social en este campo, ejemplificada en los casos “Wikileaks” y Snowden, que han puesto al descubierto el espionaje masivo que departamentos del gobierno estadounidense, y algunos de sus aliados, realizaban sobre “países amigos, enemigos y ciudadanía”.

 

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Para tratar sobre el uso de estas nuevas tecnologías, el Centre d’Estudis per la Pau JM Delàs, que forma parte de Justícia i Pau, organizó este pasado mes de diciembre un seminario que sirvió para debatir sobre la utilización de unas aplicaciones, sistemas y tecnologías que convierten la seguridad pública, y por extensión, cualquier tipo de conflicto en algo muy diferente del pasado y con unas consecuencias que se extienden al día a día de la ciudadanía.

 

Esta ampliación del ámbito de seguridad comienza, según señala Gemma Galdón, profesora de la Universitat de Barcelona e investigadora en políticas y tecnologías de seguridad, con la conmoción a nivel mundial que supuso el ataque terrorista del 11-S en Estados Unidos y la aparición de una amenaza global, provocando un estado de emergencia mundial al que “las ciudades reaccionan con la apuesta por la seguridad como pilar de las políticas públicas urbanas”. Para impedir otro golpe semejante, los gobiernos han realizado una inversión decidida por las nuevas tecnologías y una tecnificación de la seguridad que  ha generado una importante paradoja. En los últimos 30 años la inversión en seguridad no ha dejado de aumentar, mientras y en paralelo, la percepción de inseguridad ha recorrido el mismo camino. Un escenario que se empieza a dibujar con la eclosión de las políticas neoliberales a principios de la década de 1980 y las alusiones de Margaret Thatcher a la “amenaza interior”.

 

La disponibilidad tecnológica, con amplia demanda y abaratamiento progresivo de los productos, indica Galdón, y el optimismo tecnológico -cualquier problema lo soluciona una máquina o la inteligencia artificial-, conducen a una rentabilidad social y política de estas soluciones. Con unos resultados que acaban revirtiendo también en un mayor control de la sociedad, “el teléfono móvil es la principal herramienta de control”, y una utilización en seguridad, y previsiblemente policial, de una inversión tecnológica que genera “usos desproporcionados como la videovigilancia en espacios públicos o el reconocimiento dactilar para entrar en gimnasios. Un control desvinculado de los riesgos reales”. En este sentido, advierte Galdón, los costes del control en seguridad rebasan sus beneficios al traducirse en una rebaja, o de manera directa, en una eliminación de derechos, como los de la intimidad, el honor o la propia imagen, “o la creación de una categoría de malos usuarios, en general, jóvenes e immigrantes,  que reafirma el poder de unos pocos sobre las normas sociales de uso del espacio público”. Para la profesora de la UB, en un mundo en que la seguridad es una preocupación constante, se apuesta por el control y la desconfianza y el aprovechamiento para fines privados de los recursos públicos. En este sentido, Galdón advirtió de la interacción entre tecnologías comerciales -como en algunas paradas de autobuses de Barcelona- que explotan el concepto de “smart city” y que, por causas como la falta de viabilidad económica o tecnológica son abandonadas y cuya desinstalación debe ser asumida posteriormente por las administraciones públicas.

 

Por su parte,  José María Blanco, del Instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad de la Universidad Autónoma de Madrid, alertó de los costes que supone para la sociedad el sometimiento acrítico a unas tecnologías que “deben ser sólo un medio y nunca un fin” y pronosticó una sociedad totalmente “videovigilada en quince años. Vienen malos tiempos para la privacidad de las libertades, muy malos tiempos”.  Blanco que, incidió en el “fin del fin de la privacidad”, advirtió que esa vigilancia incidirá directamente en el comportamiento de los ciudadanos y destacó que, a pesar de todo, “habrá que encontrar fórmulas para mantener la privacidad, estamos aprendiendo a protegernos”, y aventurando una más que factible internet encriptada, al modo de la red Tor, -no se revela la dirección IP y se mantiene la integridad y el secreto de la información que se transmite por esta red, una tecnología de la conocida como internet profunda-. Un planteamiento parecido, pero a nivel estatal, que el avanzado por países como Irán o Venezuela al plantear la desconexión de internet -”un proceso poco claro y difícil de vislumbrar”– y la creación de redes propias. El investigador de la UAM repasó los elementos clave del itinerario recorrido por las tecnologías de seguridad en los últimos 15 años en cuanto a las grandes amenazas y problemas de este ámbito y estimó que “la seguridad es un miedo y la invasión tecnológica nos lleva a nuevas formas de esclavitud”.

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