Hubo un tiempo en que la utopía comunista se presentía como colofón científicamente obligado del progreso, esa relectura ilustrada y laica de aquel teogónico camino cristiano que debía llevarnos del pecado original a la resurrección y el paraíso eterno. Luego el capitalismo posindustrial, la caída del muro de Berlín y el pensamiento posmoderno se encargaron de barrer cualquier espejismo de progreso. Y fue así como nuestro imaginario acabó sustituyendo la hoz y el martillo por la hoz y el uroboros, ese símbolo conocido ya en el antiguo Egipto en el que una serpiente o un dragón se retuerce sobre sí misma para morderse la cola, encarnando la perpetua repetición de los tiempos.
La imagen no es nueva. Saturno, la melancólica divinidad romana heredera del Cronos griego, solía representarse tanto con una hoz, emblema de su implacable paso que luego asumiría la iconografía de la Muerte en su variante de guadaña, como sosteniendo un uroboros. Incluso ya encontramos premonitoriamente reunidos ambos elementos, la hoz y el uroboros, en una de las ilustraciones del manuscrito del siglo X, conservado en Munich, en el que el benedictino Remigio de Auxerre comentaba el imaginativo tratado de las siete artes de Martianus Capella. En suma, no estamos más que ante una recuperación de aquel eterno retorno que marcó el tiempo mítico de las culturas clásicas.
En realidad, del mismo modo que la imagen de uroboros siempre estuvo presente entre nosotros en aquella insulsa pescadilla mordiéndose la cola, sinónimo durante años de comida hospital, tampoco la idea del eterno retorno dejó de acompañarnos por completo. Y no solo por la revisión metafísica que Nietzsche hizo en su momento, sino sobre todo porque la economía se encargó de recordárnosla periódicamente con sus oportunas crisis, tan cíclicas e interminables como la que no dejamos de sufrir. Eso sí, por el camino perdimos la belleza del antiguo relato mítico y nos vimos atados al prosaico estilo de Standard & Poor’s.
El problema fue que conforme la evidencia de ese eterno retorno se iba apoderando más y más de nuestras sociedades, más huérfanos nos sentimos de aquel relato que ordenara las cosas con algo más de sensibilidad que las frías series estadísticas de la Escuela de Chicago. Y fue así como esa visión circular y repetitiva del tiempo que regresaba desplazando al progreso, terminó por configurar un nuevo relato: el mito de la puerta giratoria. En él, no solo se materializa ese mecanismo rotatorio y vaso comunicante que pone en relación a los cargos públicos con los más destacados consejos de administración. Estas entradas tiovivo también nos permiten visualizar esa inmovilista renovación política por la que entran y salen continuamente esperanzadores nuevos líderes al final de cada ciclo, tan jóvenes como predecibles: Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar… Pablo Iglesias… Albert Rivera.
El sistema es tan efectivo que hasta Pedro Sánchez lo ha asumido para dejar entrar en el selecto club de los candidatos a la ministeriable Irene Lozano dispuesta a reformar la democracia. E incluso el mecanismo tiene la ventaja de que si se aplica una determinada velocidad al giro y se inclina ligeramente el ángulo de las hojas de la puerta, este puede convertirse en una eficiente trituradora como bien está comprobando el máximo dirigente de Podemos, que a duras penas logra librarse de los tajos protegiéndose con el escudo de las ambigüedades.
Es así como buscando un nuevo relato, nos hemos tenido que conformar con un simple argumento. Porque al final las narraciones de la puerta giratoria han acabado, al menos por lo que atañe a la actualidad política, pareciéndose a la trama de una de aquellas comedias clásicas de enredo, como aquellas dirigidas por Ernst Lubitsch en las que los personajes entran y salen de escena en medio de equívocos y malentendidos. Incluso hay veces en que nos parece que las órbitas dibujadas por la puerta nos empujan al hilarante camarote de los hermanos Marx.
Pero para entonces, mientras Saturno nos observa empuñando la hoz y el uroboros, ya hemos comprendido que la cosa tiene poca gracia. Ahora sabemos que entre los personajes mareados por dar tantas vueltas en la puerta también estamos nosotros. Eso sí más cerca de los viejos mulos girando en la noria, que de los elegantes personajes de Lubitsch. Desorientados con tanto giro en las puertas del desencanto, agotados por la rotación que nos impone el mercado laboral, cansados de ese dispositivo que cada día expulsa a más personas a la pobreza sin contemplaciones, con esa implacable eficacia con que las puertas giratorias escupen a los curiosos del hall de los hoteles de lujo.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.