Después de subir todo aquel polvoriento camino, bordeando el más alto promontorio de la Europa del Este, los troncos de los árboles caídos, de hito en hito, daban buena cuenta de la magnitud del temporal y de lo inaccesible de la aldea en aquella montaña maldita. El periodista Rick Bourbon deseaba alejarse del mundanal ruido y tal vez por eso, buscó alojarse en una de esas rudas cabañas, tal vez por una buena temporada. Tras sólo unas horas de encender el fuego y pernoctar en aquella humilde morada, un nuevo temporal de nieve y hielo dejó a sus escasos habitantes completamente aislados en mitad del gélido invierno. No solo era un aislamiento físico, no había cobertura, ni internet. Por lo que sus afables moradores carecían de redes sociales. Al día siguiente, fue recibido con muchos agasajos por el alcalde del villorrio. Pronto percibió que aquellas horas pasaban en un tiempo singular y distinto, y las peculiares costumbres de aquellos seres ermitaños demostraban, a cada instante, que se comportaban como una cultura arcaica, hija de la tierra y del cielo. Tras degustar las sabrosas viandas que le ofreció el alcalde, la amena conversación hizo que de forma casual tuvieran que asomarse juntos a un oscuro secreto. El prudente político tenía un hijo llamado Segismundo, que de bruto que era, lo consideraban harto salvaje, y su juicioso padre lo rechazaba como digno heredero. “Todo el pueblo lo sabe, es demasiado malvado, no sirve para gobernar y el día que yo falte este lugar será un insoportable infierno”. Pasaron los días y pronto Rick se propuso escribir un artículo y comprendió que las costumbres de los lugareños distaban mucho de ser normales, e incluso le asustó un extraño vecino que nunca salía de su cabaña y a menudo profería horribles gritos y grotescas risas. Tal vez llevado por la curiosidad, sin ningún permiso, una noche se atrevió a franquear su puerta y encontró a alguien de rasgos simiescos y apresado con enormes cadenas. Poco tardó en entrar una muchacha –que le traía el alimento diario—y a la que el histriónico sujeto sin dilación, intentó forzar rasgándole el vestido y tirándola al suelo. Rick lo evitó y no hubo que barajar muchas hipótesis para deducir que se encontraba de bruces frente al visceral vástago del taciturno alcalde. En la siguiente reunión con el digno mandatario, Rick le propuso una particular estrategia para probar si de verdad su hijo podría algún día sucederle en su importante responsabilidad, o de lo contrario, era mejor que a todas luces continuara permanentemente encerrado. En efecto, el mismo día que los rayos de sol despejaron el camino, le dieron una potente adormidera y lo transportaron inconsciente a un lujoso ayuntamiento del valle, donde el susodicho despertó rodeado de sabrosas viandas y elegantes criados. El inmoderado carácter de Segismundo pronto se mostró en toda su crueldad al tirar por el balcón a un concejal que le llevaba la contraria, en un descuido de promotores de aquel insólito experimento. Es más, a continuación, sin demora alguna, desnudó a la fuerza a una bella camarera, a la que obligó a que le diera placer de rodillas como una esclava que por terror se entregara involuntariamente a un señor de un reino primitivo. Aquella belleza sin par se sintió sin serlo, como vestal entregada en sacrificio a una bestia con derecho de pernada, que reinaría para siempre en aquella montaña privada del amor y los preceptos del cantar de los cantares. Solo dejó sus rosadas braguitas por las rodillas, como una trémula bandera que fuertemente agitada, gimiera una danza erótica a media asta. Sin ninguna mesura olisqueó de su rosada piel, mientras penetraba su húmeda belleza superlativa. Después de saciar su lujuria sinfín, explicó lo que había hecho en internet y contó con pelos y señales sus malvadas experiencias en las redes sociales. Nada más comprender la cantidad de seguidores que le granjeaban sus criminales andanzas, se interrumpió la conexión y llegó muy nervioso su padre. Ante tales tropelías, Rick y el alcalde decidieron volver a drogarlo y llevarlo de nuevo, encadenado en su pobre y alejada cabaña. Cuando despertó en aquel lúgubre lugar, Segismundo no daba crédito a lo que había sucedido y arrepentido de su comportamiento, se encomendó al más amargo sueño. Fue justo pasado un año, cuando llevaron internet a la aldea y se celebraron las elecciones; su padre, que había llegado a una edad provecta, seleccionó como candidato a uno de sus más fieles consejeros. Una pequeña contienda civil comenzó cuando todos sus antiguos seguidores de las redes sociales, se levantaron en contra de la decisión de su padre. Finalmente, los fanáticos de Segismundo, ganaron la guerra, y fueron a su encuentro, blandiendo hachas y palos, para nombrarlo el nuevo alcalde de aquella siniestra aldea. Contra todo pronóstico, cuando uno de sus traidores consejeros le propuso quitar la censura de cualquier contenido, y embaucar para siempre así a sus sencillos habitantes, Segismundo se negó diciendo que la vida no era Twitter y los contenidos censurables, censurables son.

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

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