La brutalidad nos fascina y nos espanta a la vez. Esa contradictoria reacción nos provoca una atracción hipnótica y explica la importancia que la crueldad desempeña en los ritos religiosos. La iconografía del catolicismo, por ejemplo, fue configurando su santoral con la acumulación de martirios, decapitaciones, degollaciones, descuartizamientos y la más variada gama de tormentos. La representación misma de su inspirador divino, Jesucristo, es recordada por su sufrimiento final, por el azote ultrajante, por las espinas rasgando su frente, por los huesos descoyuntados en la cruz o el hierro penetrando el costado. El impacto de esas imágenes es tal que nos sojuzga, como muy bien aprendió una jerarquía eclesiástica que prefirió legitimar su autoridad recurriendo a este imaginario del dolor que destacando el regocijo colectivo de aspirar al reparto de los panes y los peces, convertir el agua en vino, o maravillarnos con la prodigiosa capacidad de andar sobre los mares.

Sin embargo, esa compleja relación que mantenemos con la barbarie hace que igual que en unas ocasiones su presencia se instala imborrable en nuestra mente, en otras su impacto resulta tan insufrible que optamos por extirparla de la memoria. Nos adentramos entonces por el espacio de las amnesias disociativas con que nuestro inconsciente nos protege de los traumas del pasado, o esos desmayos preventivos que nuestro organismo provoca para rescatarnos del sufrimiento. Si un cúmulo de respuestas químicas y psicológicas nos permite comprender por qué unas veces nuestra experiencia individual del dolor nos conduce al recuerdo mientras que en otras ocasiones nos empuja al olvido, cuando la experiencia es colectiva, esa dicotomía nos conduce a los enigmáticos territorios del control social de la memoria y el olvido.

El 16 de marzo de 2014, Cláudia Silva Ferrerira giró una esquina en el suburbio de Madureira, en Rio de Janeiro, y se encontró con la muerte. Una pareja de policías efectuó varios disparos contra ella al confundirla con un supuesto traficante. Conscientes del error, los agentes procedieron a evacuar a la moribunda Cláudia. Para ello introdujeron su bulto agonizante en el maletero del vehículo policial, cerraron el capó y se dirigieron supuestamente a un centro hospitalario. Durante el trayecto, el maletero se abrió y el cuerpo de Claudia quedó colgando durante cientos de metros, arrastrada sobre un asfalto ardiente que le arrancaba la piel y desgarraba su carne. La imagen dantesca desataba el horror entre los automovilistas sorprendidos por la dantesca escena que algunos rescatarían con su celular para alimentar el monstruo insaciable de Youtube.

Al cumplirse dos años de aquellos hechos, Priscila Neri quiso rendir homenaje a la mujer asesinada y mantener vivo el recuerdo de este caso de violencia policial. Para ello, esta brasileña residente en Nueva York encendió su ordenador y comenzó a escribir el martirio de Cláudia para que quedase recogido en ese nuevo santoral que es la Wikipedia. Su aspiración chocó, sin embargo, con los criterios de otros usuarios que consideraban que la biografía de aquella mujer carecía de la relevancia suficiente como para incluirse en la plataforma y vetaron su presencia. La alternativa planteada por algunos para superar el veto pasaba por borrar el protagonismo de la víctima, cosificándolo como relato: “Cláudia Silva Ferreira” sería expulsada de Wikipedia donde sólo podría regresar reconvertida en “caso de Cláudia Silva Ferreira”.

Y es cierto, Cláudia Silva Ferreira fue una mujer irrelevante, que cuidaba de cuatro hijos y otros tantos sobrinos, que un día fue a comprar pan y se cruzó con la muerte. Demasiado poco para ser recordado. Incluso su muerte resulta vulgar y común en los espacios de su existencia, donde el nerviosismo de policías, bandas y milicias transforman su fatal presencia en una compañía tan cotidiana como la pobreza. Al fin y al cabo, el mundo está lleno de Cláudias. O de pequeños como Aylan Kurdi que simplemente mueren sobre las olas del Mediterráneo. O como despedazados anónimos en el parque Gulshan-e-Iqbal de Lahore. Millares de insignificantes hombres, mujeres y niños, sin el valor necesario para erigir una nueva iglesia en su nombre o ser dignos de una hagiografía. Tan banales que ni siquiera son merecedores de una entrada en la Wikipedia, ni si quiera a título póstumo.

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