Los niños que fuman se quedan sin beca. Este podría ser uno de los criterios que Ignacio Wert aplique en su nuevo sistema educativo. Así lo parece justificar una reciente investigación publicada en la revista Nicotine & Tobacco Research según la cual, los estudiantes que fuman rinden hasta cuatro veces menos que quienes carecen de tan mal hábito. El estudio, en el que ha participado la Universidad Carlos III de Madrid, no aborda la competitividad académica de aquellos estudiantes que, además, combinan la placentera bocanada de humo con los espiritosos influjos del alcohol o las caricias furtivas de la carne. Es una pena, pues con toda seguridad esas informaciones aportarían datos clave para la reforma que el incomprendido ministro de Educación se lleva entre manos.
Ignoro si Wert fumaba en sus solitarias noches de juventud mientras preparaba exámenes, si buscaba en aquellos momentos el calor reconfortante de un carajillo o si hallaba consuelo en alguna caricia furtiva de la carne, propia o ajena. O, incluso, desconozco si hacía todo ello a la vez o, por el contrario, prefería el espartano ejercicio del trabajo concentrado y la plegaria a San Cucufato. Lo que sí parece seguro es que en aquel periodo de su vida debió de acontecer algo que explique su actual obsesión por los criterios objetivos a la hora de distribuir becas entre los jóvenes que hoy, como él antaño, se enfrentan a la soledad de largas noches de estudio. Obsesión compartida por la abochornada Esperanza Aguirre que, puesta a ser más chula que un ocho, no duda en proponer la exigencia de la matrícula de honor para obtener una beca allí donde el moderado Wert se contentaba con un mediocre 6,5.
La polémica no es nimia ya que, en última instancia, no se trata de reproducir el debate caduco y trasnochado de educar a las nuevas generaciones para avanzar hacia una sociedad más libre, culta, crítica y formada. No. Se trata de favorecer a aquellos que tengan un rendimiento satisfactorio, potenciar a los matemáticamente mejores para que el día de mañana, si logran escapar de las garras del desempleo o esquivar la condena de un contrato basura, estén en condiciones de “compensar” a la sociedad por las ayudas recibidas. El discurso neocon se viste así con sus mejores galas de aparente sentido común, para combatir las diatribas de una izquierda empeñada en reivindicar la intromisión del Estado contra los desequilibrios sociales, o en concebir la educación como un cortijo, olvidando que en este país si alguien sabe de cortijos es la derecha.
En cualquier caso, la búsqueda de una compensación en las políticas públicas permite a los chicos del PP y a los neoliberales de turno, legitimar sus más variadas decisiones. Porque, ¿cómo no entender que se recorte impuestos a los más ricos si como triunfadores son quienes más pueden compensar a la sociedad? ¿Cómo reprochar a los nacionalistas por reclamar que los territorios que más aporten más reciban? ¿Cómo no beneficiar las ofertas de aquellas empresas que más pueden compensar la caja B del partido? ¿Por qué no vamos a invertir en 12% de nuestro Producto Interior Público en salvar a los bancos si son quienes controlan el flujo financiero de nuestra estabilidad gubernamental? ¿Por qué no respaldar a las grandes corporaciones que podrán compensarnos el día de mañana con un puesto en el consejo de administración?
Mientras tanto dejaremos que la mano invisible del mercado se encargue del resto. De los hipotecados que pierden sus casas, de los trabajadores sin ambiciones de emprendedor, de los enfermos crónicos y jubilados incapaces de entender su ilógico empecinamiento en seguir con vida. O de esos estudiantes parásitos que aspiran a una beca con el único objetivo de no tener que trabajar ni para comprar tabaco. Y ya se sabe que en estos casos lo único que sabe hacer esta mano suelta, por muy invisible que sea, es abofetear.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.