En los últimos meses numerosas universidades de todo el mundo han acogido acampadas contra el estado de Israel. Empezando por Valencia, las protestas se extendían en mayo a diferentes universidades del Reino de España. Provocadas por las últimas acciones militares en Gaza, las protestas se hacen también eco de la condena a décadas de violación de los derechos humanos de la población palestina. La principal demanda a las universidades es la ruptura de relaciones académicas y económicas con instituciones implicadas en la fabricación e investigación armamentística en Israel, la administración de territorios en régimen de apartheid, o los asentamientos ilegales. Muchas de estas acampadas y protestas eminentemente pacíficas han sido reprimidas con fuerza, incluyendo deportaciones de estudiantes en Grecia, violencia policial y detenciones en masa (especialmente en los Estados Unidos y los Países Bajos).
El castigo y la intimidación de las personas críticas contra el genocidio en Gaza va más allá de los campus. La represión de acampadas estudiantiles forma parte de ese horizonte tenebroso al que la libertad de expresión se enfrenta hoy en diversas democracias occidentales a medida que la guerra se aproxima a sus fronteras o intereses geopolíticos más inmediatos. Por mencionar solo dos casos recientes cubiertos por Sin Permiso, recuérdense las acciones en Alemania contra Yannis Varoufakis y la prohibición del Congreso sobre Palestina, o la reciente experiencia de Ilan Pappé en los Estados Unidos. Francia tampoco ha escapado a la práctica censora que asocia toda solidaridad con Palestina con antisemitismo y apología del terrorismo (véase el caso de Rima Hassan). A estos ejemplos hay que añadir otros de alcance global, como el borrado automatizado de contenido propalestino en Facebook e Instagram, en ocasiones a petición directa de Israel (un lugar en el que las libertades expresivas también están en horas bajas desde los ataques de Hamás en octubre).
¿Dónde están los nostálgicos de la libertad de expresión?
Quienes hayan seguido mínimamente la actualidad de la libertad de expresión sabrán que sus más vigorosos defensores durante la última década han prestado gran atención a “nuevas” formas de represióndel pensamiento y la palabra; “nuevas” en el sentido diferentes de la clásica censura estatal: la “cultura de la cancelación”, la “corrección política”, los linchamientos en redes sociales, el dogmatismo dentro de movimientos sociales… El progresismo “woke” de los estudiantes universitarios (especialmente en los Estados Unidos), ha estado casi siempre en el centro de esas polémicas. Por ello, las reivindicaciones de libertad de expresión en los campus estadounidenses se acabaron convirtiendo en una seña de identidad de quienes critican los supuestos excesos de una izquierda política que se habría vuelto tribal, intransigente, anti-ilustrada… Es importante darse cuenta de que este es todavía hoy un lugar común entre esa nueva sensibilidad reaccionaria global criada al calor de influencers, tertulianos y columnistas que hacen caja agitando el espantajo de la izquierda santurrona y censora (“antes éramos más libres”, etc.) contribuyendo voluntaria o involuntariamente al rédito político de la derecha.
Quienes hayan seguido mínimamente esta actualidad, decía, se sorprenderán ahora de la crítica comparativamente silenciosa (por no decir completamente muda) que esos grandes campeones de la libertad de expresión dedican a la represión que sufren hoy manifestantes, periodistas e intelectuales en solidaridad con el pueblo palestino. ¿Si tan importante era defender la libertad de expresión contra la nueva cultura de la cancelación y sus cómplices, qué hay de la crítica a este “viejo” fenómeno de censura estatal y coerción policial reavivados por el belicismo?
Lo que ayer parecían sofisticadísimos análisis que diseccionaban cualquier amenaza a la libertad intelectual —sobre cómo todo afán de transformación social corre el riesgo de cruzar la delgada línea de la censura y volverse intolerante— hoy se muestran como lo que siempre fueron: remilgos elitistas que acaparan para sí la discusión sobre qué son y cómo deben garantizarse los derechos fundamentales de expresión y pensamiento. Todavía estamos esperando una nueva carta firmada por intelectuales “a favor del debate libre y abierto” que condene la actual violencia policial o administrativa en las universidades, o que repruebe la suspensión de catedráticas en EE.UU. (o en Israel) por sostener posiciones críticas con los ataques a la población civil en Gaza. De momento algunos de aquellos valedores de la libertad intelectual, como el psicólogo de Harvard Steven Pinker, nos han dado justo lo contrario: una llamada a la represión de los estudiantes acampados.
¿Antisemitismo o economía política?
Las protestas en solidaridad con Palestina también han reavivado la vieja acusación de que toda crítica a Israel (¡incluso a sus bombardeos de población civil!) constituye o favorece el antisemitismo. Si, en efecto, las protestas y las acampadas en las universidades crearan un clima peligroso para las personas judías, entonces sí que habría buenas razones para prohibirlas. No obstante, la cosa es que las protestas (obviamente) han contado con la participación de estudiantes judíos (también aquí), igual que tantas otras iniciativas que cuentan con el apoyo de Jewish Voice for Peace (por mencionar solo un ejemplo).
En este contexto, si hay algo que corre el riesgo de ser antisemita es justamente el asumir que cualquier persona judía es también sionista o partidaria de las acciones militares de Israel contra la población civil en Gaza (“antisemita” en el sentido estricto de reducir prejuiciosamente toda diversidad humana e ideológica de las personas judías debido a su cultura o antepasados). Por otro lado, la acusación es hoy tan o más ridícula, ahora que grupos ultraderechistas y supremacistas blancos —estos sí, con denominación de origen antisemita certificada— se han sumado a la represión violenta de las protestas propalestinas en ciudades de todo el mundo, mientras sus representantes institucionales hacen explícito su apoyo a Israel durante la matanza en Gaza (apoyo que Netanyahu y sus ministros reciben con los brazos abiertos desde hace años). Es el antisemitismo histórico real de la extrema derecha el que queda blanqueado con su apoyo a Israel.
Lejos de las extravagantes acusaciones de antisemitismo que sufren hoy los críticos de Israel (e independientemente de si algunas personas judías se han sentido amenazas por las protestas), uno de los grandes problemas que conllevan las acampadas propalestinas en las universidades estadounidenses tiene que ver con su alta dependencia de fuentes de financiación privada. De manera más inmediata, porque los centros privados no tienen por qué estructurar sus campus según las garantías constitucionales ordinarias que rigen el derecho a la protesta y a la libertad de expresión (más exigentes para el caso de terrenos en universidades de titularidad pública). En segundo lugar, la dependencia económica que algunos centros privados tienen de donativos habilita el chantaje directo por parte de grandes benefactores que amenazan con retirar su dinero si las universidades permiten protestas contra Israel o se pronuncian respecto al conflicto (la subordinación a la caridad de multimillonarios no ha sido nunca un gran sostén de la libertad de expresión).
Y de manera quizá menos evidente, pero desde luego más extendida, otro elemento que dificulta las estrategias de boicot de los manifestantes contra empresas e instituciones israelíes es que la sostenibilidad económica de muchos centros depende cada vez más de complejísimas carteras de inversión y colaboraciones con empresas privadas. Este proceso de “financiarización” de la educación superior —acrecentado por la falta financiación pública— genera en el seno de las universidades intereses económicos ajenos a sus misión científica y docente; intereses económicos que por su diversidad, tamaño y falta de transparencia son tan difíciles de rastrear como de cuestionar sin que ello implique una enmienda a la totalidad en lo que respecta a las estrategias de gestión y planificación económica de la universidad (Adam Tooze compartía hace unas semanas información elaborada por los manifestantes, explicando en detalle el caso de Columbia; véase también este informe sobre la London School of Economics).
En España las protestas han tenido un resultado que de momento podemos evaluar como comparativamente positivo, tanto en términos anti-represivos como de consecución parcial de objetivos. En la Universidad de Barcelona, por ejemplo, la acampada estudiantil ha conseguido que el claustro hagasuyas las reivindicaciones contra la guerra en Gaza. Algunas de esas demandas han sido recientemente aprobadas por el Consejo de Gobierno de la UB, lo cual implica la suspensión de convenios y proyectos con instituciones israelíes (otras universidades, aunque no todas, han tomado decisiones similares). Sin embargo, los convenios y proyectos académicos son solo una pequeña parte del modo en el que nuestras instituciones científicas colaboran con empresas que se amparan o se benefician con la segregación racial en Israel, la violación de derechos de la población palestina o los asentamientos ilegales en Cisjordania (véase este otro informe elaborado por Universitats amb Palestina sobre el caso de Cataluña).
Tal y como señalan quienes participan en las protestas, los objetivos conseguidos en algunas universidades españolas son meritorios y en cierto sentido excepcionales, pero son insuficientes si lo que se pretende es cortar toda relación económica con Israel. El carácter predominantemente público de las universidades españolas les otorga cierta autonomía en comparación con instituciones más dependientes del mecenazgo, si bien los convenios con grandes entidades bancarias y la creación de cátedras empresariales suponen hoy en día ingresos a los que los gerentes de las universidades no querrán renunciar (¡acordémonos que esto es lo que quería potenciar el ministro de universidades del gobierno “más progresista” de España!). De hecho, constatar esta realidad solo es un argumento para trasladar el conflicto sobre las estrategias de aislamiento económico de Israel a quien en primer lugar financia esas universidades públicas: al gobierno y las comunidades autónomas.
Este, y no el antisemitismo, es el gran obstáculo que confrontan las protestas universitarias hoy. Esta realidad político-económica que afecta en diverso grado a muchísimas instituciones de educación superior en el mundo es la que convierte las protestas universitarias contra el genocidio en Gaza en un problema que va más allá del compromiso con los derechos humanos, o la liberación del pueblo palestino. En la medida en que las estrategias de boicot abogan por la liquidación de activos financieros y la suspensión de relaciones con empresas asociadas a intereses israelíes, las acampadas de las últimas semanas cuestionan de raíz las formas de administración contemporánea de la universidad (y en algunos casos entroncan con precedentes exitosos de exigencias similares).
Pero percatarse de este obstáculo es el que hace las protestas más oportunas si cabe: no estamos hablando ya de conseguir un mero compromiso “simbólico” de cada equipo rectoral con la paz y los derechos humanos en Palestina, sino conseguir participar de lleno en el gobierno de la universidad. La reivindicación de boicot al apartheid en Israel es en sí misma una exigencia de que la comunidad académica en sentido amplio debe participar de decisiones que ahora solo están en manos de unos pocos gerentes pero que afectan de lleno a la soberanía económica, moral e intelectual de quienes aprenden, producen y enseñan conocimiento en las universidades.
Fuente: https://sinpermiso.info/textos/las-protestas-universitarias-contra-israel-y-la-libertad-de-expresion