Hemingway regresa a La Habana casado con Mary Welsh.

Ya no es el hombre seductor y sensual que Leo conoció, el que logró enloquecerla de deseo y se enroló con ella en interminables aventuras que derivaron en cuentos cortos y largas noches de placer. Ahora Ernest, a pesar de su matrimonio, sigue siendo un lobo solitario, un bebedor obsesivo que pelea, grita, escribe muy poco y que para ponerse en marcha necesita estar borracho. Cuba vuelve a ser el decorado del escritor y no su segunda patria.

Pasan varios meses y Campoamor evita contarle a la cubana la decadencia por la que atraviesa Ernesto. Al otro lado del río y entre los árboles no ha sido todo lo exitosa que sus editores en todas las lenguas esperaban y Hemingway cae en una de sus tantas depresiones; apenas sale de la finca La Vigía, no habla con nadie, y es entonces cuando Fernando Campoamor le pide que guarde su orgullo y llame a Leopoldina.

Ella está de pie, su exquisita y delgada sombra se alarga sobre el salón. Inclinada sobre la mesa del comedor, Leopoldina trabaja en un boceto de lo que puede llegar a ser un vestido de novia, lo va hilvanando con cuidado hasta presentarlo sobre un patrón de papel encerado. Entre hilos, tijeras y agujas se advierten unas etiquetas: «Leopoldina. R. Vestidos de Novia». Suena el teléfono, Leopoldina deja lo que está haciendo y, con la boca llena de alfileres, contesta.

—¿Oigo?

—Ha muerto Max Perkins, necesito verte, ¿dónde estás?

Fueron esas las únicas palabras de Ernest, las suficientes para que Leopoldina responda:

—En el mismo lugar, tu casa de Infanta, ¿qué pasa que no llegas, cubano sato?

Hicieron el amor al mediodía, envueltos en el ámbar azul pastel de los vitrales, esa que enarca y deforma el tiempo hasta lograr la desmemoria. Envueltos en la certeza de que era el patrimonio de esa luz, y no otra cosa su verdadera posesión, hallaron lo único que podía guiarlos hacia la salida: la claridad. Hicieron el amor de pie, con los zapatos puestos, empapados y sedientos bajo un extraño chorro de luz que solo pertenece a Cuba.

—La oscuridad de El Floridita, eso es lo que me atrae de este lugar, sin embargo, la noche en que la conocí, Leopoldina Rodríguez lo prendió todo —dijo Ernest Hemingway a Campoamor, intentando traducir el sentimiento de felicidad que le causa su reconciliación con Leo.

Una tarde de agosto, como de la nada, aparecen en la finca La Vigía los agentes del FBI que trabajaron con el escritor en la aventura de El Pilar contra los submarinos alemanes. La pareja de agentes norteamericanos llega a su casa sin anunciar, saludan a la señora Hemingway, pero le piden tener una conversación privada. Hemingway accede, al fin y al cabo ellos son viejos conocidos. Salen a los amplios jardines de la casa, bordean la piscina y terminan sentados en tres sillones de hierro, frente al frondoso paisaje de San Francisco de Paula.

—¿Qué quieren de mí? —pregunta Hemingway un poco cansado de los pedidos que el FBI le hace desde que decidió asentarse en la isla.

La idea es que Hemingway los ayude a buscar indicios sobre cierta reunión que la mafia pretende realizar en Cuba. Todavía no se sabe la fecha ni el lugar, pero se ha filtrado que los principales cabecillas, los más célebres mafiosos de los Estados Unidos, se darán cita en La Habana.

Hemingway no está de muy buen humor, sabe que lo que ha escrito ya no es lo que se espera de él, así que una vez más se ofrece a colaborar, tal vez con la esperanza de encontrar algo distinto que hacer hasta que se le pase su famoso terror a la página en blanco y, aunque les confiesa que no tiene la menor idea de cómo poder ayudarlos, les promete investigar.

Terminada la reunión, acalorado y comido por los mosquitos, el escritor entra a la casa y tiene una airada discusión con Mary, quien no comprende por qué necesitan recibir ese tipo de visitas misteriosas que la excluyen y le hacen perder tiempo de su verdadero objetivo: escribir. ¿Qué tiene que hacer un autor como él sirviendo de «ayudante» a los federales?, le pregunta Mary a Hemingway contrariada, al sentir que cada vez pierde más y más el control sobre lo que ocurre en su casa y sobre lo que hace su marido.

La discusión se les va de las manos, Mary ofende a Hemingway y Hemingway la ofende a ella. Como parte de los reclamos, ella echa en cara la existencia de Leo, sus constantes escapadas a Cojímar, y sus largas conversaciones telefónicas con la cubana. El escritor, lejos de preguntarse de dónde su esposa ha sacado toda esa información, da por terminada la pelea y, alzando la voz, le anuncia a su esposa:

—Somos tres, querida, aquí somos tres, y eso no lo olvides nunca.

Ese fin de semana, Hemingway organiza un almuerzo en El Floridita para que las dos mujeres se conozcan, de una vez y por todas. El hecho ocurre sin sobresaltos, la presentación es un asunto impostergable, la condición que el escritor ha puesto a Mary para seguir adelante con el matrimonio.

—Esta es mi decisión, nunca más esconderé a Leo, ni de ti, ni de nadie.

Leopoldina existe, es una verdad más grande que El Morro, está allí, como un mascarón de proa, esperando siempre por él; es la mujer a quien verdaderamente Hemingway ama, quien lo entiende y sigue en todas sus batallas.

Leo, por su parte, no le da la menor importancia a ese encuentro con Mary, toda su atención se centraba en Ernest y por tenerlo con ella haría cualquier cosa.

Durante la cena, Hemingway le cuenta a Leo, y de paso a Mary, los pormenores de la conversación que había tenido con los agentes del FBI. Ellas lo escuchan con mucha atención. Finalmente Leopoldina reacciona a la historia como Ernest esperaba:

—Tú no podrás ayudarlos, pero yo sí. ¿Quién mejor que yo que ya he sabido sus rutinas, que he entrado y salido de ese mundo?

—Nosotros ya sufrimos un altercado, y no podemos aparecer,  sería una provocación —explica Hemingway—. Pregunta a tus cartas, ellas te lo dirán claramente  —dice el escritor con cierta ironía.

Mary no daba crédito a lo que escuchaba sobre altercados, agentes encubiertos y amantes mafiosos. ¿Quién era realmente su esposo? ¿En quién se convertía al atravesar el aeropuerto de Rancho Boyeros?

Aunque por cortesía con la señora Hemingway todo lo hablaban en inglés, la situación se complicaba tanto que Mary decidió regresar a La Vigía. Era preferible dejarlos solos que lidiar con el pasado de ambos y escuchar pacientemente las vívidas aventuras de la amante de su esposo.

Finalmente, Ernest accede y Leo, asesorada por tres agentes, organiza a un grupo de mujeres que frecuenten a los capos. La cubana sabía perfectamente cómo actuar y de parte de quién llegar a esos sitios puntuales donde se reunían los «empresarios hoteleros». En menos de dos semanas aparecen tres de sus mejores amigas, Mimí, Lucrecia y Esther, alegres y emperifolladas en el lobby del hotel Nacional. Estas damas, en realidad, no eran prostitutas comunes y corrientes, sino agentes encubiertas.

Leo intenta recaudar la información que necesitaban a través de las muchachas, pero ellas no son todo lo profesionales que esperaban. Se deslumbraron con el mundo de los capos y de ese modo se hizo imposible avanzar.

—Al menos no nos traicionaron —le explica Leopoldina a Hemingway—. Hay casos en que….

Finalmente el escritor accede: es ella quien debe arriesgarse. Apoyada por Hemingway, Leo vuelve al ruedo, se compra vestidos nuevos, perfume francés y unos tacones demasiado altos para su gusto. La comidilla de la noche habanera: «¿El americano dejó a la cubana definitivamente?», «Leopoldina Rodríguez ha regresado». Entre fiestas, invitaciones a casinos y elegantes encuentros en mansiones de Siboney, Leo comienza su pesquisa. Aunque esta era sin duda una misión peligrosa, Leopoldina se siente un personaje de novela y encuentra una extraña serenidad, ella avanza hacia el peligro como si lo que estuviese viviendo no fuera más que parte de un guion escrito por su amante. En varias ocasiones comparte con los capos más temibles: Lucky Luciano, Meyer Lansky, Santo Trafficante, Frank Costello, Joe Bananas, Vito Genovese y Sam Giancana. Su nombre de guerra, Liliana, Liliana la honesta, es una invención de Hemingway.

En solo dos fines de semanas Liliana recauda la información suficiente para desactivar la reunión de la mafia, y Ernest se encuentra con los oficiales para hacerles saber que el evento tendría lugar en La Habana (hotel Nacional de Cuba) en la Cava Norte, entre los días 22 y 26 de diciembre.

Una semana más tarde Leopoldina debe ir a una fiesta en la residencia donde solía hospedarse el famoso capo Lucky Luciano, quien la manda a buscar personalmente. Es la última vez que Leo aparecerá, tiene que hacerlo para no levantar sospechas. Borracho y fuera de sí, el mismísimo jefe de los capos intenta acorralarla. Ella maneja con mucha inteligencia la situación, juega con él, bailan muy pegados, y, mientras lo hacen intercambian algunas palabras en italiano. Llega la orquesta que amenizará la fiesta, Leopoldina pide permiso para ir al tocador y logra escapar de la casa en medio de la confusión de músicos y utileros. Al verse burlado, Lucky, con su tono ronco y los ojos saltando de rabia, lo deja claro:

—Tráiganla de vuelta.

Se produce entonces una persecución por las calles de la ciudad, los autos corren veloces en la madrugada habanera hasta llegar a la intersección de Prado y Trocadero. Allí Leo es detenida por el grupo de escoltas, y en el momento que intentan trasladarla a uno de los autos de Lansky, aparece Hemingway, vociferando insultos con una ametralladora en la mano. Sin detener su paso, el americano comienza a disparar frenéticamente, la policía cubana reacciona y aparece por Trocadero, mientras los escoltas, perplejos y sopesando el escándalo que puede generar el secuestro de la cubana, deciden abortar la misión.

Leo no hace más que reírse, no sabe si son sus nervios o la admiración que siente por Hemingway, pero Leopoldina Rodríguez llora y ríe a la vez abrazando a su amante.

—Pero cómo es posible, Ernest, cómo es posible…

—Los estaba siguiendo, grita el escritor, los vengo siguiendo desde que salieron de la casa, motherfuckers! Motherfuckers!!!!

Escoltados por la policía, pasan juntos lo poco que les queda de noche en el hotel Ambos mundos. Ella vuelve a ser su amazona, lo cabalga y lo guía hacia un lugar inenarrable del que ya no hay regreso, el abstracto lenguaje de los cuerpos cuando, en una fusión de almas, se elevan, alcanzan ese lugar inaccesible, donde ni la poesía con su abstracto lenguaje se deja definir. Ernest es nuevamente ese amante voraz, bárbaro y sofisticado a la vez, que saca el placer de su cuerpo, como ideas sobre su máquina de escribir.

Al amanecer ella confiesa estar muy nerviosa, sabe que este episodio tendrá terribles consecuencias, pero está dispuesta a asumirlo todo a su lado. De lo contrario, ¿qué sería de su vida? Ya lo probó una vez, ese lugar aburrido, desdibujado y triste al que jamás regresaría.

—Somos tal para cual, es lo que creo…

A lo que Hemingway responde:

—Sí, es verdad, somos tal para cual, two demons illustrated.

—¿Dos demonios ilustrados? Ese es un buen título, Ernest.

—¡Basta de dictarme! —le pide suavemente Hemingway a la cubana.

Una mañana de domingo, Campoamor es invitado a un brunch en la finca La Vigía. Ernest estaba al teléfono con su nuevo editor norteamericano quien intentaba, sin suerte, poner orden en la cabeza del escritor, mientras Mary conversaba relajadamente con Fernando.

—¿Usted también escribe, señora Hemingway? —indaga con amabilidad el cronista al ver un blog de notas y un lápiz abandonado sobre la mesa de desayuno.

—¡Oh! ¿pero qué dice? ¿Acaso me ha leído la mente? —Mary ve abierto los cielos y sin perder un minuto muestra a Campoamor su diario, remarcando claramente, que piensa editar una vez que Ernest no esté en este mundo.

Campoamor queda petrificado con su comentario, «una vez que Ernest no esté en este mundo» pero no le queda otra opción que leer fragmentos del diario de la futura viuda de su amigo. La llamada de Ernest se sigue demorando, Campoamor se adentra en la lectura, Mary, entusiasmada, va y viene por el patio mientras come compulsivamente unos pastelillos de guayaba y le pregunta al cronista «¿qué le parece?», Fernando solo puede soltar un «¡Mmm…» hasta que llega a un punto de no retorno y no le queda otra que preguntar. Con todo respeto, señora Hemingway.

—¿Ernest ha leído esto que usted ya ha decidido publicar? —En ese instante aparece Hemingway de muy mal humor y, al ver que apenas le atienden, pregunta qué diablos están leyendo, pero nadie se atreve a explicarle nada. El escritor toma el original de Mary en sus manos, justo en las páginas que han descolocado al cronista. Ernest comienza a leer en voz alta:

«Leopoldina afirmaba que era descendiente de Maximiliano, el emperador de México. (…) tenía una hermosa piel teñida de verde, ese verde de los latinos… y unos grandes ojos oscuros y lúgubres como el de los hijos de los potentados depuestos o asesinados. Encontré su conversación menos atractiva que su apariencia. Al sentarnos Ernest regresó a la barra a buscar su trago especial y Leopoldina dijo:

—No puedes apreciar el hombre maravilloso que es. Simpático y generoso.

—No, pero lo intentaré.

—Todos lo aman. Todo el mundo.

—Esa es mucha gente.

—Todo el mundo espera que seas buena y dulce con él. Todo el mundo.

—Eso es amable de su parte. — Estaba aprendiendo que a las personas de habla hispana les encanta repetir palabras para enfatizar. No conocía la palabra para «solícito». —¿Te gusta vivir en La Habana?

—No. Es una ciudad malvada. Depravada.

—Qué lástima. Todavía no he visto eso.

—Es diabólica, y es demasiado caliente —declaró Leopoldina.

—¿Pero no hace tanto calor como en París?

—No. No hace tanto calor como en París —estuvo de acuerdo. Luego me miró con recelo, sospecha en sus hermosos ojos, y me dijo que su hígado le estaba molestando».

Hemingway se enfurece y le pide a Mary que salga de su casa antes de que le pida el divorcio. Esto es algo sencillamente imperdonable para él, una traición a su confianza. Ella estaba advertida, con su intimidad y con su literatura no se juega. ¿Acaso no fue esa la pieza más importante al proponerle matrimonio en París?

Mary, abrumada por la crisis de ira, los gritos y los ademanes violentos de su esposo, hace las maletas y se va al aeropuerto de Rancho Boyeros ese mismo día. Hemingway no la despide, le pide a Campoamor que la acompañe.

«No soporto a las personas que esperan la muerte de alguien para lograr sus resultados», apunta el cronista en sus memorias.

Tras la partida de la señora de la casa, Leopoldina lleva parte de sus pertenencias a la finca, pero allí no se quedan demasiado tiempo, sino en Cojímar, entre pescadores, botes, pescado fresco, anzuelos y tarrayas.

Leopoldina lo ha logrado, alquilar una pequeña casa en Cojímar, muy cerca del embarcadero, de la gente humilde que verdaderamente tiene algo que contar al narrador que es Ernest Hemingway. Cojímar, ese lugar sagrado donde dejaron caer el ancla que sostenía El Pilar, es su nuevo hogar. Allí, flotando sobre la corriente, Gregorio y Ernest pescan a diario y es solo entonces cuando Ernest comienza a encontrar el camino. Escribe algunas notas, apenas unos bocetos, simples trazos de inspiración para esa novela, larga o corta, pero novela al fin, de la que tanto hablara Leo.

—¡Celebras el triunfo de un «algo» que no existe! —dijo Ernest cuando volvió a escuchar a Leopoldina hablar con gran entusiasmo del premio a esa obra que aún no había sido escrita.

—¿Y qué estás esperando? —preguntó la cubana contestándole con su misma ironía.

Al atardecer, en el puente de madera, el vestido blanco de Leo parece elevarla hasta las nubes, y entrada la noche, el genio del vino parecía dictarle a Hemingway el espíritu sagrado de una novela distinta. Cojímar estaba vivo, y era allí, en la sal de esas pequeñas cosas, el único lugar posible para entender las hazañas cotidianas a las que el escritor pertenecía.

Esa tarde, Leopoldina espera en vano que vuelvan de alta mar, cae la noche plateada sobre el embarcadero y es la brisa quien la registra de arriba abajo. Regresan los últimos pescadores por el camino de la playa, ante sus ojos, con el filo de un cuchillo que brilla bajo la luna, abren el vientre de los pescados para sacar las tripas y las huevas, limpian la sangre con agua salada, comparten «el crudo» y las cabezas, se despiden en silencio, y solo si ella pregunta le responden con certeza:

—Nadie ha visto El Pilar.

Sobre las heridas del embarcadero Leo lanza las barajas españolas que marcan una desgracia. ¿Para ellos o para mí?, se pregunta Leo, quien, en los últimos días no se ha sentido nada bien. Vomita en las noches, se marea al despertar y solo de pensar en la bebida, se le revuelven las tripas.

Ni Gregorio ni Ernest regresaron esa noche de la pesquería, y en la madrugada Leopoldina es internada con urgencia en la clínica del pueblo con un dolor agudo en la boca del estómago y vómitos de sangre. Al amanecer, el aliento a whisky y  pescado frito en la boca de Hemingway aviva los almendrados ojos de Leopoldina.

—Encontré la historia. ¿Qué haces ahí tirada? ¡Vámonos de aquí, los médicos no sirven para nada! —grita Ernest sacando a una muy débil Leopoldina de la clínica.

—Ochenta y cuatro días sin pescar nada, pero ese será su día de suerte. Sale muy temprano a pescar y de momento… —Nota que pica un Marlin—. Hay suerte —dice—, parece que se rompió el hechizo, entonces comienza la batalla. La lucha dura tres días, en los que mi pescador piensa en su vida y en el pez. Es él o el pez. El hombre se llamará Anselmo, como tu amigo… le salvamos la vida anoche en alta mar y me hizo la historia…

—Santiago —dice Leopoldina medio dormida por los medicamentos.

—¿Santiago?

—Sí, mejor Santiago —responde ella con certeza.

—¿Y eso por qué? —pregunta el escritor acurrucado como un niño a su lado.

—Porque iremos a Santiago de Cuba a ofrendar tu premio a la Virgen de la Caridad del Cobre.

Mientras Leo va mejorando, Hemingway escribe noche y día lo que él llamará El viejo y la mar, pero el escritor tiene sus rituales, no soporta escribir fuera de La Vigía, así que allí se encierra, solo y en silencio, de pie, descalzo, obsesionado en desarrollar su historia. Apenas duerme y apenas come, cada día lee fragmentos a Leopoldina por teléfono.

Es en el otoño, cuando a la ciudad la penetra el mar, que Hemingway termina de escribir su novela, y Leopoldina, hundiendo su dedo índice en la máquina de escribir, pone simbólicamente el punto final al original de la novela que se publica al año siguiente con un éxito de crítica y ventas nunca visto. Al leer la última versión del libro, camino al correo, Leopoldina lo mira emocionado.

—¡Mira que intestaste ignorar todo esto, cubano sato, pero te salió del alma! Esa es tu segunda piel, ¡te fastidiaste! Porque quieras o no ya somos parte de tu vida.

Hemingway se libera de la depresión y retoma su vida de siempre: escribir temprano, salir a pescar, discutir acaloradamente con Leopoldina, hacer el amor, visitar El Floridita, caer rendidos del cansancio y desvelarse buscando el próximo argumento. En 1953, se cumplen los designios de la cubana y Hemingway gana el Premio Pulitzer de literatura. Para Ernest este era el premio que Leo veía anunciado en sus barajas, pero ella, mirándole fijamente a los ojos le asegura que su Nobel ya estaba en camino.

Cuando al año siguiente eso por fin ocurrió les pareció tan natural como el hecho de amanecer juntos en La Vigía. Lo habían esperado y soñado tanto, que al llegar, solo fue dejarlo pasar y entenderlo como un milagro, una plegaria muy bien atendida. Campoamor narra en sus crónicas que fue Leopoldina quien le diera la idea para finalizar su discurso ante la realeza sueca, al pedirle que tuviera cuidado con lo que soltara ese día:

—Chico, ustedes los escritores hablan demasiado, lo tuyo es escribir, agradece y punto.

Así termina Ernest Hemingway su discurso de aceptación al Nobel:

—Como escritor he hablado demasiado. Un escritor debe escribir lo que tiene que decir y no decirlo. Nuevamente les agradezco.

Los días siguientes los pasaron en Cojímar, divirtiéndose de lo lindo con los pescadores, celebrando con quienes fueron, en realidad, los inspiradores de esta nueva etapa en la vida literaria del escritor. Los trovadores hacían cola para la canturía y la gente de Bacardí mandó de regalo varias cajas de ron para que, en La Terraza de Cojímar, en El Floridita, en El Pilar o en La Vigía, no faltara nadie con un vaso de ron criollo para celebrar. Un mes más tarde Ernest reaccionó a tanta locura cuando su editor lo llama a la finca para decirle que llegaba a La Habana de un momento a otro, y le adelanta que  tiene un excelente pedido, escribir el guion cinematográfico de El viejo y la mar.

Leopoldina le ruega a Hemingway que ofrende su medalla a la patrona de Cuba, la Virgen de la Caridad del Cobre.

—Yo hice esta promesa por ti y nos toca cumplirla —explicó la cubana,  cantando y bailando descalza ante él su danza de ofrenda a Oshún, la mismísima y poderosa santa elevada por los esclavos al panteón Yoruba.

A esas alturas Hemingway se había convertido en un hombre muy supersticioso y no quería que nada estropeara su buena racha, así que accede a ir con ella hasta el templo de la Caridad del Cobre, en Santiago de Cuba, y entregar la medalla personalmente a la Virgen, pero un terrible desenlace, anticipado por sus barajas españolas, le esperaba a Leopoldina. Ella jamás lo mencionaba, mucho menos a Ernest, pero a diario le aquejaba un extraño e intermitente dolor abdominal que apenas le permitía respirar. Casi a punto de salir rumbo a Santiago, Leo es diagnosticada con cáncer de hígado. Ante la espantosa noticia Ernest, al principio, se resiste a creerlo, pero ella misma se encarga de prepararlo para lo peor. Es tanta su fuerza interior que no parece una mujer que sufre una enfermedad terminal. Todo esto complica mucho más con la llegada a la isla de Mary, quien, tras el premio, decide acortar la distancia y recuperar a toda costa la convivencia con su esposo, quien, por su parte, lo único que desea es permanecer junto a Leopoldina, y así lo hace.

Leopoldina está muy mal, apenas tiene ánimo para levantarse y pasa el tiempo leyendo metida en su cama. Su madre, una señora delgada y nerviosa, pero fuerte de espíritu, ha venido para acompañarla en sus días finales. Ese invierno llueve torrencialmente, la casa permanece cerrada y la humedad se apodera de las paredes del apartamento. La luz apenas se atreve a jugar con los vitrales; Leopoldina está lista para partir, pero Hemingway se niega a entenderlo.

Esa tarde Ernest llega al apartamento acompañado de Campoamor, ambos están empapados por la lluvia, Hemingway ha estado escribiendo varias horas de pie, quiere avanzar en Islas en el Golfo, pasa horas pensando en la novela, desperdicia su tiempo hablando con su editor, escribe como un loco sin obtener demasiados avances. Ernest se enfurece al ver el cuerpo vencido de Leopoldina deshacerse sobre las sábanas de hilo blanco, la está viendo irse ante sus ojos sin poder hacer nada.

—¿Qué te pasa, Ernest? —pregunta Leopoldina con preocupación.

Campoamor le explica a Leo que Ernest ha tenido unas palabras con su editor. Resulta que ha criticado los diálogos de su nueva novela. Leopoldina le comenta a Ernest que ella misma le había corregido algunos diálogos en El viejo y la mar, pues el pescador no siempre hablaba con la naturalidad de un cubano sato.

—Ten paciencia con tu nuevo editor, tu punto flojo está en los diálogos, todos tenemos un punto débil, Ernest, acéptalo.

—No me cambiaste nada, esa novela fue perfecta desde el inicio —gritaba Hemingway.

Leopoldina se burla y lo llama mentiroso.

—No es así, al inicio ese viejo era tan falso como los perfumes que venden en el Tencent de la calle Galiano. Hoy es todo un héroe que tú y solo tú inventaste, como solo tú puedes hacerlo, pero acepta las críticas, por favor.

El escritor solo gritaba.

—¡No, no y no!

—Ernest, no eres un niño.

—Él existe y siempre existió —repetía Hemingway en un español entrecortado. Cuanto más insistía Leopoldina en que él no existía, más enojado se ponía Hemingway. Ambos conocían bien sus puntos débiles. Leopoldina estaba completamente exasperada cuando él le gritó que era una estúpida.

Usando su tono más agudo, Leopoldina le responde con una de sus terribles frases:

—Veamos si tienes el coraje de tu pescador después de que te arranquen las entrañas o te encuentres en una situación realmente desesperada, como yo ahora. ¡Sal de aquí!

Ernest decide marcharse, pero Campoamor se quedó con ella a sabiendas de que no le queda demasiado tiempo de vida.

Los días siguientes comienzan a ser una tortura para el escritor. Campoamor le ha dicho que necesita hacer las paces con Leo porque el tiempo apremia.

Ernest espera afuera con su chófer. Esto se repite cada día, Leopoldina está muy ofendida y no piensa recibirlo, Hemingway le ha dicho estúpida, y eso, a estas alturas de su vida, ella no lo piensa permitir.

Leopoldina debe ir a la clínica a ver a su médico, llueve a cántaros y hay un extraño frente frío habanero que mantiene a todos encerrados en sus casas. La Habana es un desierto, Leo espera un taxi en la puerta del edificio, pero el automóvil no acaba de llegar. Leopoldina baja las escaleras intentando parar un carro cualquiera, Hemingway la llama pero ella camina bajo la lluvia sin hacerle caso. Ernest la sigue por la calle y mientras lo hace le cuenta que se va a divorciar de Mary para casarse con ella, que es ella la mujer de su vida. Finalmente la detiene, la sacude para que reaccione y le entrega un anillo de oro con sus iniciales.

—Con Mary yo jamás he tocado el cielo, y contigo nunca he puesto los pies sobre la tierra. Leo y Hemingway se abrazan en plena calle.

En el apartamento de Leopoldina ha vuelto a salir el sol. Ella sabe que se irá y no desea que Hemingway se quede solo, entonces da un salto sobre la cama, se le ha ocurrido algo para quitarle la idea del divorcio a Ernest, y propone una mejor solución:

—Vamos a casarnos bajo el ritual yoruba, nos encomendaremos a Oshún, a nuestra Virgen, la Caridad del Cobre. ¿Qué te parece?

Hemingway acepta entusiasmado. La simbólica boda es más bien una despedida. El ritual yoruba es celebrado en la hacienda de Fernando Campoamor, con músicos, comida, regalos y muchísimos invitados. Leopoldina y Ernest bailan al compás de los tambores de fundamento, el enlace simbólico lo realiza un Babalawo, quien dicta los votos en lengua yoruba. Al final de la noche la piel de los novios está cubierta de miel, flores y canela.

—Queda muy poco, no hay nada que hacer —explica el médico a Fernando Campoamor.

—¿Cuánto? —pregunta con temor el mejor amigo de la pareja.

—Puede ser en cualquier momento, una semana o dos, no lo sé, solo Dios decide estas cosas  —contesta el especialista previniendo a Fernando—. Leopoldina ha sido fuerte pero este es el final. Prepara a Ernest.

Hemingway está desesperado, no soporta sentarse a esperar la muerte de Leopoldina. Ha recibido una carta de Fidel Castro, quien acaba de llegar de México, y lo invita a conversar sobre lo que está pasando en Oriente. Sería un encuentro breve, en un lugar sencillo, y le pide total discreción. El periodista que hay dentro de él necesita involucrarse, el hombre que ama a Leopoldina dice que no debe moverse de al lado de su cama.

Regresan sus batallas interiores, irse es la manera más fácil de decir adiós y de no enfrentar directamente el dolor de esa pérdida, pero quedarse es ser coherente con todo lo vivido.

¿Abandonarla? Campoamor no lo cree prudente, pero le propone a Ernest que se lo cuente a Leopoldina. Es el único modo de escapar, pues de eso trata su plan.

¿Podrá irse tranquilo y sin remordimientos? Leopoldina escucha la historia de Ernest, y lee la carta de Fidel Castro.

—¿Te parece que debo ir a entrevistar a este hombre?

—Tengo una mala noticia para ti, Ernesto —dice Leo intentando, termina las frases con muchísimo trabajo—. Tengo una mala noticia para ti: no eres el centro del mundo. No eres cubano, esta no es tu guerra, sigue tu camino y, sobre todo, cuídate la cabeza y escribe.

Esa noche, muy preocupada por lo que deja atrás, Leopoldina le tira las cartas a Ernest por última vez, le recuerda que su padre se suicidó y le ruega se atienda la cabeza y acuda a un médico. Leopoldina y Ernest se desnudan y acarician, y a su modo, se dicen adiós.

—Esto es hacer el amor —dice Leopoldina acariciando a Hemingway—. Lo otro era fornicar como las bestias.

Y comienzan a reír a carcajadas, intentando no dejarse vencer por el drama.

Hemingway está en la finca La Vigía. Escribe descalzo y de pie. Suena el teléfono, Ernest cierra los ojos y escucha la voz de su mayordomo René Villareal.

—Señor, es Campoamor.

Hemingway avanza con agilidad y toma el auricular:

—¿Fernando?… —Ernest lo escucha en silencio. Deja el teléfono descolgado y se pone las dos manos en la cabeza, sale despavorido, avanza por el exterior de la finca, llueve furiosamente como si todas las lágrimas de Leopoldina cayeran como lanzas sobre su cuerpo. Ernest apenas puede ver a su alrededor, se lanza a la piscina de La Vigía, baja lentamente hasta tocar el fondo con su cara.

Una tarde de tormenta de 1956 muere Leopoldina Rodríguez. Hemingway se sintió abandonado por la mujer que prometió acompañarlo para siempre. La muerte se llevó todo lo que prometía ser eterno, el escritor juró no creer en las promesas de los seres humanos, «¿Quiénes somos para prometer la eternidad?», escribió en una de sus temidas páginas en blanco.

Al día siguiente Hemingway se hace cargo de los funerales y, por explícito pedido de Leo, solo él asiste al sepelio en el cementerio de Colón en La Habana. El premio Nobel de literatura, vestido de blanco, presencia el momento en que un enterrador va lanzando palas de tierra sobre el féretro, dando santa sepultura al cuerpo de quien fuera su gran amor.

El enterrador contestó a las preguntas de Campoamor:

—Un hombre solitario que acompañó sus restos al cementerio pagó su entierro. Era canoso y barbudo, un americano que vestía una guayabera de manga corta, mocasines grandes y un pantalón bombacho muy ancho y me pagó mucho dinero para que nunca faltaran flores en su tumba.


Este relato es parte de la idea original de un argumento creado por la autora junto al escritor y director Alberto Alvelo para una serie del mismo nombre. La autora agradece la valiosa colaboración de Fidel Antonio Orta.

*Fuente: https://www.penguinlibros.com/es/revista-lengua/ficciones/wendy-guerra-ernest-hemingway-III

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