A Federico se le ha comparado con un niño, se le puede comparar con un ángel, con un agua (“mi corazón es un poco de agua pura”, decía él en una carta), con una roca; en sus más tremendos momentos era impetuoso, clamoroso, mágico como una selva. Cada cual le ha visto de una manera. Los que le amamos y convivimos con él, le vimos siempre el mismo, único, y, sin embargo, cambiante, variable como la misma Naturaleza. Por la mañana se reía tan alegre, tan clara, tan multiplicadamente como el agua del campo, de la que parecía siempre que venía de lavarse la cara. Durante el día evocaba campos frescos, laderas verdes, llanuras, rumor de olivos grises sobre la tierra ocre; en una sucesión de paisajes españoles que dependía de la hora, de su estado de ánimo, de la luz que despidieran sus ojos; quizá también de la persona que tenía enfrente. Yo le he visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas barandas misteriosas, cuando la luna correspondía con él y le plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos se apoyaban en el aire, pero que sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esa sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño de inspirado. No, no era un niño entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué “antiguo”; qué fabuloso y mítico! Que no parezca irreverencia: solo algún viejo cantaor de flamenco, solo alguna vieja bailaora, hechos ya estatuas de piedra, podrían serle comparados. Solo una remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele.
No hay quien pueda definirle. Su presencia, comparable quizá solo y justamente con el tifón que asume y arrebata, traía siempre asociaciones de lo sencillo elemental. Era tierno como una concha de la playa. Inocente en su tremenda risa morena como un árbol furioso. Ardiente en sus deseos como un ser nacido para la libertad. Y tenía para su obra futura un instinto tan primario de defensa, que no puede por menos de traerme a la memoria de un genio: Goethe. Con una diferencia, y es que Federico era incapaz de la fría serenidad con que aquel júpiter encadenó el complicado mecanismo de sus instintos y pasiones y lo redujo a ruedas dentadas al servicio de su rendimiento intelectual. En Federico todo era inspiración, y su vida, tan hermosamente de acuerdo con su obra, fue el triunfo de la libertad, y entre su vida y su obra hay un intercambio espiritual y físico tan constante, tan apasionado y fecundo, que las hace eternamente inseparables e indivisibles. En este sentido, como en otros muchos, me recuerda a Lope.
En Federico, que pasaba mágicamente por la vida, al parecer sin apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de genio alado que dispensa gracias, hace feliz un momento y escapa enseguida como la luz, que él se llevaba efectivamente; en Federico se veía sobre todo al poderoso encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría, conjugador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba con su presencia. Pero yo gusto a veces de evocar a solas otro Federico, una imagen suya que no todos han visto: al noble Federico de la tristeza, al hombre de soledad y pasión que en el vértigo de su vida de triunfo difícilmente podía adivinarse. He hablado antes de esa nocturna testa suya, macerada por la luna, ya casi amarilla de piedra petrificada como un dolor antiguo. “Qué te duele, hijo”, parecía preguntarle la luna. “Me duele la tierra, la tierra y los hombres, la carne y el alma humana, la mía y la de los demás, que son uno conmigo”.
En las altas horas de la noche, discurriendo por la ciudad, o en una tabernita (como él decía), casa de comidas, con algún amigo suyo, entre sombras humanas, Federico volvía de la alegría como de un remoto país a esta realidad de la tierra visible y del dolor visible. El poeta es el ser visible que acaso carece de límites corporales. Su silencio repentino y largo tenía algo de silencio de río, y en la alta hora, obscuro como un río ancho, se le sentía fluir, fluir, pasándole por su cuerpo y su alma, sangres, remembranza, dolor, latidos de otros corazones y otros seres que eran él mismo en aquel instante, como el río es todas las aguas que le dan cuerpo, pero no límite. La hora muda de Federico era la hora del poeta, hora de soledad, pero de soledad generosa, porque es cuando el poeta siente que es la expresión de todos los hombres.
Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo. Pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. Su corazón era como pocos, apasionado, y su capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble frente. Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo. Recordaré siempre la lectura que me hizo, tiempo antes de partir para Granada, de su última obra lírica, que no habíamos de ver terminada. Me leía sus Sonetos del amor oscuro, prodigio de pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento, puro y ardiente monumento al amor en el que la primera materia es ya la carne, el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción. Sorprendido yo mismo, no pude menos de quedarme mirándole y exclamar: “Federico ¡Qué corazón! ¡Cuánto ha tenido que amar, cuánto que sufrir!”. Me miró y se sonrió como un niño. Al hablar así no era yo probablemente el que hablaba. Si esa obra no se ha perdido: si, para honor de la poesía española y deleite de las generaciones, vista la consumación de la lengua, se conservan en alguna parte los originales, cuántos habrá que sepan, que aprendan y conozcan, la capacidad extraordinaria, la hondura y la calidad sin par del corazón de su poeta.
*Publicado en el número 19 de ‘El Mono Azul’, jueves, 10 de junio de 1937.