Comparto con mucha gente el deseo de que la operación Sumar salga bien. De ello depende, en gran parte, que podamos seguir obteniendo algunos avances sociales y se disipe la amenaza de un gobierno ultraderechista. Hay en el ambiente un cierto optimismo en el que se mezclan los deseos y, sobre todo, la figura de Yolanda Díaz. Estamos en tiempos de personalismos y saturación de imágenes, y las figuras importan. Quizá siempre ocurrió así; el culto al líder carismático viene de lejos.
La consolidación de Sumar podría tener, además, un efecto a largo plazo. El de posibilitar un espacio en el que confluyan un amplio magma de gente de izquierdas, en el que construir proyectos que van más allá del mero espacio electoral. Pero esta es una idea que se ha intentado desarrollar otras veces y que nunca ha cuajado del todo. Las dificultades son de distinto tipo. Como siempre, se mezclan cosas diversas, desde el papel que juegan algunos líderes hasta las propias constricciones estructurales que tiene que afrontar toda organización de izquierdas, sea un partido político o cualquier organización social. Como este es un tema complicado, me centraré sólo en las cuestiones iniciales, en los problemas que se plantean en los próximos meses. Que es donde nos jugamos gran parte de las posibilidades de supervivencia.
II
La cuestión más inmediata tiene que ver con Podemos. Una cuestión envenenada, tanto por el posicionamiento de Pablo Iglesias y sus colaboradores más cercanos, como por la propia historia de la formación. Nadie duda que la irrupción de Podemos, recogiendo el rebufo del 15-M, contribuyó poderosamente a cambiar el mortecino espacio en el que estaba Izquierda Unida. Se generaron unas expectativas que, sobre todo, se plasmaron en el éxito en las municipales de 2015. En ellas fue crucial la formación de candidaturas unitarias en las que se integró en muchos lugares Izquierda Unida y grupos locales. Aunque los buenos resultados siguieron en las generales, la trayectoria en cuanto a voto fue declinante, a medida que se hizo evidente que la nueva fuerza no sería capaz de generar el cambio milagroso con el que soñaba más de un votante.
El declive electoral ha corrido paralelo a los avatares de la propia organización. De un proyecto ilusionante se pasó a una continua pelea interna que se tradujo en rupturas y deserciones en masa. Gran parte del problema estaba en la forma en la que se concibió el proyecto y cómo se estructuró. Podemos se creó fundamentalmente como un club de fans generado a través de los medios de comunicación, y aprovechando la oleada de entusiasmo del período posterior al 15-M. Recibió un aluvión de personal en el que se encontraba gente variopinta: rebotados de muchas experiencias anteriores, personal que se había politizado recientemente, grupos de izquierda con su propio proyecto siempre dispuestos a capitalizar lo nuevo, rebotados del PSOE… Cada cual con sus ilusiones, sus obsesiones. La ausencia de una estructura dura facilitaba el crecimiento, pero al mismo tiempo no ayudaba a generar una cultura política seria, de compromiso, de trabajo sostenido de diálogo. La predilección por sistemas de votación telemática, al que bastante aficionada es la nueva izquierda, dudosamente ayuda a generar un mínimo de deliberación política y de diálogo organizado. Todo esto estalló pronto cuando las disensiones entre los líderes fueron creciendo y se puso de manifiesto la ausencia de un proyecto pensado para gestionarlas. El uso de las votaciones masivas como forma de dirimir las diferencias sirvió más para agudizarlas que para resolverlas. Pasado el clima de entusiasmo, y en un ambiente de mal rollo, la mayoría de gente volvió a su “normalidad”, y la organización como tal no ha dejado de debilitarse. En Catalunya, la irrupción del procés fue letal en una organización a la que habían acudido gentes diversas que, al ser interpeladas por una cuestión tan disruptiva, estallaron. No tengo un mapa global, pero intuyo que Podemos, en muchas partes, es una organización declinante.
Que Podemos sea una organización en declive no implica, sin embargo, que su no integración en Sumar no pueda ser letal. Por el clima de división que propicia, y por los votos que se pueden perder. Viendo lo que ocurrió en bastantes poblaciones en las municipales de 2019 (incluido Madrid), es fácil concluir que la división puede trastocar el proyecto. Seguramente, todo el mundo ha cometido errores en el proceso, pero la responsabilidad principal la tiene Pablo Iglesias. Poner como condición inexcusable la celebración de primarias abiertas sólo puede tener dos explicaciones: o se trata simplemente de una añagaza para justificar su posición, o piensa realmente que es el mecanismo que permitiría a su grupo recuperar el poder en la formación, sobre la base de una movilización de votantes a través de los medios de comunicación que controla. Se trataría, en este sentido, del mismo mecanismo de club de fans que funcionó en la fase de auge de los morados. Una fórmula que dio lugar a procesos tan bochornosos como la votación sobre la vivienda que se querían comprar el líder y la lideresa. No sé qué margen existe para negociar una salida airosa para todas las partes (ni si por debajo se mueven hilos que somos incapaces de desentrañar), pero todo el mundo que pueda debe ser capaz de forzar una salida a este problema.
III
Si se salva este escollo, queda el resto; la cuestión programática, el encaje político. Hasta ahora, Sumar no ha generado un debate de base. Básicamente, el proyecto se ha diseñado a partir de grupos de expertos a los que se les ha encomendado elaborar una propuesta para cada una de las áreas en las que se definió el proyecto. Los grupos han sido bastante amplios, pero se han creado a partir de la iniciativa del coordinador de cada grupo. He sido invitado a participar en dos de ellos; el clima ha sido bueno, pero he podido constatar que en cada grupo ha predominado el punto de vista de los profesionales que lo integraban. Y, a menudo, las visiones de cada ámbito suelen ser tan diferenciadas —o más— que las que existen entre grupos políticos. Diría que lo que predomina es un proyecto socialdemócrata avanzado (esto mismo es lo que expresa Yolanda Díaz en sus actos) y en el que los problemas pueden surgir principalmente en relación con la consideración de la crisis ecológica. Nada nuevo, porque esta es realmente una cuestión que rompe con muchas de las visiones de la izquierda, y fuerza a una revisión bastante general de los proyectos para la que mucha gente no está preparada.
La cuestión no parece crucial si se trata de presentar una opción electoral. Si opera el mismo sentido común y ganas de acuerdo que en las comisiones, es fácil que se alcance un consenso. En este sentido, esto parece lo más fácil, siempre que se logre resolver el problema con Podemos.
Lo que resulta más problemático es lo que puede ocurrir después de las elecciones. En el mejor de los casos, y si las elecciones van bien, se podría obtener un resultado que permitiera un Gobierno de coalición. Si van mal, la experiencia muestra que las derrotas casi siempre generan una dinámica enrarecida que suele traducirse en disensiones. Por eso, en el trabajo previo deberían visualizarse los distintos escenarios si lo que se quiere construir es un proyecto estratégico que vaya más allá de una coalición electoral. Pero situémonos en la situación optimista. Quedarían aún muchas incógnitas de cómo consolidar el proyecto, qué tipo de prioridades se plantean, qué es negociable. Y, sobre todo, cómo una amalgama se transforma en un proyecto transformador, que sea capaz de tener en cuenta tanto la acción institucional como la acción en la sociedad.
Hasta ahora, el proceso de escucha ha sido, más bien, de escucha de algunas élites de la izquierda (aunque estas sean gente modesta y con poco poder). Pero para consolidar un proceso hace falta bastante más. Y también, en este sentido, la experiencia de Podemos y de todos los proyectos fracasados de la izquierda deberían servir para evitar, al menos, algunos de los errores en los que uno y otra vez caemos.
*Publicado originalmente en mientrastanto.org, lea aquí el artículo original.
Barcelona, 1949. Economista, profesor y activista social. Profesor de Economía en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en Economía laboral. Miembro del equipo editorial de la Revista de Economía Crítica y de la revista digital Mientras Tanto.