La presidenta de Brasil Dilma Rousseff sorprendía esta semana a sus más estrechos colaboradores al confesarles una travesura: hace unos días, llevada por un impulso, se había protegido con un casco, montado en una moto y, sin informar a sus responsables de seguridad, se había lanzado a recorrer de incógnito las calles de Brasilia. La prensa se hizo pronto eco de la aventura y no falto el periodista analítico que explicase el episodio motociclístico como un intento de la presidenta de acercarse a la auténtica realidad brasileña, esa que hace unos meses le sorprendió por las calles con las mayores -y aparentemente inesperadas- manifestaciones que el país recordaba desde hacía décadas.
La explicación no estaría mal si no fuera por un pequeño detalle: si hay un lugar en este país menos indicada para aproximarse a la realidad brasileña, esa es sin duda Brasilia. No en vano esta ciudad tan futurista como provinciana, diseñada hace poco más de cincuenta años por Lucio Costa y Oscar Niemeyer, habitada en gran medida por funcionarios de ingresos desorbitados y diplomáticos (o aspirantes) aburridos de sí mismos, es conocida tradicionalmente como Isla Felicidad, una burbuja artificial tan cercana al Brasil auténtico que la rodea y abastece del servicio doméstico, como ajena a él.
Claro que también ocurre que en algunas ocasiones hallamos más autenticidad en la representación que en una realidad llena de ruidos e imperfecciones que distorsionan nuestras previsiones. Es por ello, por ejemplo, que Jean Floressas des Essenties -el protagonista del À rebours de Joris-Karl Huysmans- decidió interrumpir su viaje a Londres al considerar que todo lo que pretendía encontrar allí ya lo había logrado experimentar en las primeras etapas del viaje, antes incluso de haber llegado al Canal de la Mancha. De hecho, como bien saben los directores de cine y teatro, los gerentes de parques temáticos y los tours operadores, la mayoría de las personas carece de interés por los espacios reales y solo aspira a disfrutar de un buen escenario que no defraude sus expectativas. Por eso Dilma Rousseff prefiere tomar el pulso a Brasil desde Brasilia y Mariano Rajoy renuncia por unas horas a la pantalla de plasma, para mostrar a los españoles su cercanía con un paseo campestre por la ribera del río Umia.
Todo ello nos permite comprender mejor la importancia crucial que en nuestras sociedades adquieren los escenógrafos. Especialmente en una época la nuestra en la que la propia realidad hace tiempo que perdió sus contornos físicos para adentrarse por las geografías virtuales. No en vano, de la pericia del escenógrafo depende que el exigente espectador no se hunda en la decepción de percibir la artificiosidad de los decorados, o peor aún, su carácter trasnochado. Hollywood, siempre atenta a ese tipo de detalles, evitó estos inconvenientes con pragmatismo y en Lo que el viento se llevó optó por recrear el incendio de Atlanta mediante el recurso de pegar fuego a la escenografía de King Kong, no fuera que alguien cayera en la tentación de reutilizarlos y acabara al descubierto el cartón piedra.
La estrategia parece hoy haber sido asumida por los responsables financieros internacionales empeñados en presentarnos el estado del bienestar como decorado caduco listo para la destrucción. Es así como, pasado el tiempo de los recortes, se acerca la hora de los desguaces. Por lo pronto, Ulrich Grillo, presidente de la Federación de la Industria Alemana, ya ha propuesto que Grecia aporte su patrimonio nacional para pagar a los bancos. En España, ni siquiera han tenido que proponerlo porque el gobierno se ha apresurado por iniciativa propia a poner en venta hasta las bellas tierras de Almoraina. Y mientras tanto Rajoy paseando por el bucólico escenario del río Umia. Tal vez un último paseo antes de subastarlo.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.