“Podría pasarme la vida lamiéndome las heridas y aún no cicatrizarían. Mejor me levanto y salgo de este estéril letargo. Y vuelvo a empezar a creer que hay alguna opción de ganar. No me importa si eres listo o idiota, te voy a querer igual. Si apareces ahora mismo entre los peces, te voy a perdonar cualquier pecado mortal”

Película tras película, ya sea en la escritura, ya sea tras la cámara, el cine de Jonás Trueba se convierte en un gozoso reencuentro y en una clara confirmación de que el dinero no lo es todo para hacer arte. Si sus guiones con Victor León en “Mas pena que gloria” y “Vete de mí” unían lo ácido y lo sarcástico mezclado con lo melancólico del eterno adolescente, sus tres películas “Todas las canciones hablan de mi”, “Los ilusos” y esta “Los exiliados románticos”, mantienen una unidad interna que las dota de armonía, de una serenidad contenida fruto, quizás, de la ausencia de ambiciones, de limitarse a recoger imágenes de la cotidianeidad, reflejar las dudas y temores de jóvenes, fundamentalmente del sexo masculino, enfrentados a la inevitable llegada del paso adelante, de tener que decidir y afrontar que hace tiempo que se superaron los 30 años de edad y el futuro ya no espera.

No se puede ser original reconociendo el inevitable aire “nouvelle vague” de la película, la subyacente corriente rohmeriana de la misma, película breve, brevísima, apenas bocetos de situaciones que empiezan y terminan rápidamente. Como los cuentos que se desgranan por los actores referidos a la gran escritora Natalia Ginzburg, la película es un conjunto de breves relatos, tres breves proverbios y comedias en los que nuestros protagonistas románticos no van a hacer uso de pistolas para emular a Werther, ni a los reales Larra o Kleist. Su romanticismo es fruto del miedo y de una adolescencia estirada de la que solo saldrán si son capaces de unirse a una mujer que los espabile. Trueba podría apabullar con sus referencias cinéfilas, literarias, musicales, filosóficas y sin embargo, todas ellas, están integradas en el relato de manera sutil y nada pedante, son conversaciones de gente normal en las que el cliché, o el lugar común, o las ganas de agradar a alguno de los presentes, superan el verdadero conocimiento sobre el tema que se quiere exponer. Porque la película trata de la seducción, de convencer y convencerse que las historias no han acabado y esas mujeres son lo mejor que tienen para el futuro, por eso hay que ir a buscarlas allá donde se encuentren, un ejercicio de solidaridad masculina para dar confianza a cada uno de los tres ante los retos que tienen por delante, emprender el camino de vuelta a Madrid acompañados o, en su caso, convencidos del final de una historia.

Trueba refleja una realidad de nuestra nueva Europa, las parejas transfronterizas hijas de los Erasmus, de las nuevas generaciones de españoles capaces de hablar dos idiomas y de desplazarse cientos de kilómetros para decir a una persona “te amo”, o para que te lo digan. O para quemar el último cartucho sin mojar de una relación  de escaso futuro. Los tres protagonistas usarán, o escucharán, el italiano, el alemán, el francés, y brevemente, desde una posición neutral, el inglés, como esa isla inconquistable que observa lo que ocurre en el continente pero sin implicarse demasiado en él. Y el referente rohmeriano es tan evidente que Trueba no oculta rodar en lugares propios del cine del francés, como el jardín de Luxemburgo o el lago de Annecy de “La rodilla de Clara”, pero también hay momentos que recuerdan a otras cosas, como ese deambular de la furgoneta por Toulouse que, inevitablemente recuerda el caminar del protagonista de “En la ciudad de Sylvia” por el Estrasburgo de Guerín, como en Rohmer, los personajes hablan, y en ese hablar y dialogar se revelan los hilos de la urdimbre sobre la que está tejida la película, en las relaciones pasadas y las futuras entre las parejas y los amigos, situadas rápidamente en un momento del presente en el que se va a decidir el futuro más próximo. Hablar mientras se camina, hablar mientras te escuchan los que no deberían, abrir tu interior con el temor al fracaso y al ridículo, sentirse libre por un momento y fugazmente feliz.

Pero la película también podría entenderse como un largo videoclip, como la excusa perfecta para dotar de imágenes a la canción de Tulsa que sobrevuela toda la película. La “Oda al amor efímero” no deja de ser la constatación de la endeblez sentimental de estos personajes, dubitativos entre decidirse por una mujer o temer atarse para siempre, no saber si lo que quieren es lo mismo que por lo que son queridos. Hay amargura y un poso de melancolía impostada en estos hombres a medio hacer camino de Francia, no advertimos el verdadero dolor de la ausencia, del desamor, de la traición. Ni tan siquiera podemos advertir si ellos son fiables, si su viaje responde a una convicción o a un instinto tan primario como el de necesitar pareja mientras la vida pasa. Trueba concluye su discurso con la debilidad innata del género masculino, con un patetismo congénito originado, seguramente, por la asunción de roles ancestrales. Trueba, en sus películas, opta por hacer más fuertes y emocionalmente más seguras a las mujeres, y sus hombres deambulan por la pantalla entre el mito del eterno adolescente y el miedo a ser amados al tiempo de temer la soledad. En el diálogo final entre las dos mujeres se encierra la filosofía de las imágenes, “solas iríamos más rápido pero no llegaríamos tan lejos”, discutible afirmación cuando el acompañante puede ser una rémora cuyo peso te arrastre al fondo.

Las heridas que la canción lame no sangran, son heridas superficiales que los protagonistas engrandecen y transforman en desgracia y pesimismo, pero ese toque romántico que exilia a los actores de si mismos, no impide a Trueba soltar perlas sobre la situación del país en el que vivimos, el agotamiento de la vieja Europa, el fin de la prensa como tal. Y para ello nada mejor que la ironía, “He comprado el Diario Vasco, era esto o El País”, frase lapidaria que recoge el sentir de millones de españoles. Por eso el cine de Trueba se mantiene fresco y necesario como reflejo de un país y de un estado de las cosas, son reflejos de una generación a punto de perderse y de no encontrar asidero en el escalón siguiente, exiliados de si mismos y despreciados por su propio grupo dirigente que los expulsa del sistema. Vistas dentro de 20 años quizás hayan perdido su sentido, resulten viejas y poco atractivas, pero hoy por hoy, las películas de Jonás siguen incidiendo en que hombres y mujeres son necesarios, que las parejas son necesarias para avanzar. Mientras tanto, a su alrededor, las cosas importantes siguen pasando y afectando, y ahí dejan su poso y su impronta, aunque no nos demos cuenta, el nuevo orden nos desplaza de nuestra casa y nuestro ambiente, nos facilita el viaje pero, al tiempo nos obliga a montarnos rumbo a Westfalia. El “Sturm and drag” precisaba de un sentimiento trágico y telúrico que estos exiliados románticos no tienen, pero es que son románticos españoles, y una cosa es sentirse dolorido y otra hacerse daño.

En el aparente reflejo de la felicidad conseguida, aun cuando el resultado final no haya sido el deseado, cada uno de estos hombres y mujeres se aproxima al abismo de la edad, al aumento de las obligaciones, de los deseos insatisfechos, de las dudas vitales reales. Mientras haya juego habrá motivos de optimismo, pero cuando se acabe la risa apenas quedarán motivos para levantarse. Aprovechar el momento aunque sea mostrando el lado más patético, cinco en la carretera dando fin a un verano, objetivo cumplido hasta que llegue la nueva etapa, la luz de otoño apague la libertad del calor y el frío invierno congele la sangre donde más daño puede hacer, en la propia vida, porque siempre puede pasar que una mujer desnuda se acerque a ti después de que te hayas quitado las gafas.

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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