“No camines delante de mí, puede que no te siga. No camines detrás de mí, puede que no guíe. Camina junto a mí y sé mi amigo.”

Albert Camus.

I

Cuando Hitler llegó a casa acompañado de Freud hizo un ridículo tan grande que, susceptibilidades aparte, lo ocurrido es digno de contar. Para empezar, aquel día, el objeto de sus vehementes demandas era enseñarle sus recientes obras sobre indios y vaqueros, mediocres cuadros al óleo, que solía pintar sólo si sentía entusiasmado, es decir, cuando se le encendían los ojos y se sabía poseído por una grande inspiración. No obstante, muy poco tiempo pasado el instante en el que ambos franqueaban la entrada, su sobrino Pablo –que oía los gritos desde lejos– comprendió que probablemente aquella algarabía estaba motivada porque esas pinturas, eran las mismas que su flamante tirachinas un rato antes, acababa de atravesar. Por eso, en los momentos siguientes, el furor de la persecución y del escándalo, podía sentirse en toda la casa, e incluso subía por la escalera que conducía hasta la planta de arriba. Sin embargo el crío tuvo mucha suerte, y al parecer se libró de sufrir el peor acceso de ira, por supuesto en virtud de su celeridad a la hora de escapar. Entretanto Freud, amigo de la familia y a la sazón psiquiatra de la Seguridad Social, contemplaba la escena, acariciándose sus luengas barbas, mientras se le antojaba digna de un fino sentido del humor. Todo para que al final Adolf se diera por vencido, pues ante la perspectiva de terminar exhausto, abandonó la carrera, conocedor de que era un domicilio grande, y ofrecía innumerables habitaciones donde un niño puñetero podía desaparecer durante horas, máxime al hacerlo como una centella, pues en tal caso, su hipotético perseguidor ni siquiera contaba con un mínimo rastro que seguir.

Más tarde, pasado el barullo inicial, nadie cayó en la cuenta de preguntarle al verdadero protagonista de la travesura, su sincera opinión al respecto; lo que hubiera llevado al crío a proclamar a voz en grito: “No corté más rabos porque aquellos voluminosos bodrios estaban por doquier, pero de todas formas, para cualquier matador profesional de lagartijas como yo, muy difícil habría sido no acertar de rebote a una docena de tantos como había”

Sin embargo, a pesar del monumental enfado y de las amargas quejas de Hitler, la mente de Pablo, infantil, pero con una óptica aguda, dedujo que el adulto también desvariaba, es decir, que su irritación estaba magnificada—tal vez quién sabe—por el sentimentalismo, o sea porque aquella galería de pinturas representaba de forma inconsciente un cementerio, en los errados blancos estaban enterrados los más bellos sueños de su juventud, y es que, no en vano, continuaban allí desde que lentamente, poco a poco, con la triste imposición de las demandas de la vida en comunidad, estudiar primero, y trabajar después, habían emigrado de su alma quedando abandonados a su suerte, en las llanuras ocres de aquellas vastas pinturas. En efecto, el chico al perder la calma, y así la presencia de ánimo imprescindible, había sucumbido al pánico, toda vez que la mala fortuna de aquella instintiva demostración de poder, había activado sin querer un ancestral arcano que sacaba la peor faceta a nivel individual de aquel hombre, a menudo tan civilizado. En cierto modo, era como si hubiese abierto la caja de Pandora, de hecho, en el peripatético tono de sus quejas, había algo que se asemejaba a un dolor guardado durante largo tiempo, algo que había sido acumulado para permitirse ahora prorrumpir primero en el insulto, y seguidamente en la amenaza, no en balde, anunciaba su firme propósito de sofocar a toda costa, aquella magnífica burla, y para ello prometía llegar, si fuera preciso, a la más cruda violencia. Sin embargo, ni siquiera así, la inocente mano de un niño libraría al mundo civilizado del dudoso honor de contemplar el horrible resultado de su incomprensible afición a la pintura. Pues sus pueriles obras, perdida en la noche de los tiempos, la razón de sus cicatrices y heridas, continuarían por los siglos de los siglos allí expuestas, tal vez hasta que una mente privilegiada consiguiera que todos, sin excepción, siguieran sus designios, y convocados al objeto de librarse de ese sentimiento, y de aquello que en ellas se representaba, organizara una conflagración global que destruiría la ciudad, el país y el continente, continuando más tarde con el mundo entero, siempre bajo la honorable y fanática consigna de eliminar también sus propias ponzoñas, contagiando ese anhelo de tirar de la cisterna del mundo, a todos los acérrimos emprendedores de una importante y renovadora Tercera Guerra Mundial. No obstante, antes de que acaeciera todo ese inevitable destino, al que fatalmente la humanidad estaría entera sin duda abocada, si alguien con una mirada limpia y curiosa, mantuviera su atención un instante de soslayo, evidentemente, el risible escenario de aquella travesura, le mostraría a Hitler, como un idiota, todavía sumido en un notorio estado de consternación a causa del ultraje, mientras Freud, por otra parte, aparecería entusiasmado, extrayendo una curiosa teoría psicoanalítica sobre aquella temeraria incursión en la pintura. Tanto es así, que su incansable espíritu analítico, ya conjeturaba por ejemplo, una nueva y descabellada hipótesis: la de si debido a que en su rutina diaria no viajaba a ninguna parte, Hitler en sus obras era un viajero incansable. Pues en el embrujo pasajero de las exóticas visiones de aquellos paisajes áridos y de infinitas geometrías, también estaban implícitas las principales obsesiones de su vida corriente. Es más, habida cuenta de que allí necesitaba de todas sus teóricas seguridades –las actuales e irrenunciables comodidades de la sociedad del bienestar– sólo se le ocurría una explicación para su obra, es decir, para esa ingente cantidad de cuadros, que llevaba pintando infatigablemente desde su más tierna juventud: en algún remoto rincón de su conciencia, existía un deseo inconsciente, tal vez una intensa búsqueda insatisfecha, es decir, una violenta y soterrada excitación, que como un mecanismo imparable, impulsaba a aquel hombre a escrutar el horizonte y al final, le producía el vivo deseo de convertirse en un legendario pistolero errante. Por otra parte, no buscaba una travesía fácil, ya que aquél, se trataba de un viaje incierto y tortuoso, por una tierra lejana, abyecta, y a menudo hostil. Sólo que desde su punto de vista, merecía la pena, pues él se encontraba en la idílica avanzadilla de la bondad y el heroísmo; donde todo el progreso de la humanidad estaba de su parte. En efecto, en su mundo onírico, sólo existían los buenos y los malos. No en balde, resultaba harto llamativo que en la mayoría de las escenas sólo aparecieran arquetipos fuertemente armados, y por el contrario los indios sólo estuvieran representados como una amenaza, o sea como un vago peligro inminente. De hecho, Freud, el eminente psiquiatra, había llegado a comprender en toda su profundidad la verdadera naturaleza de ese singular rasgo de su particular universo pictórico, desvelando así, una relación intrincada y por supuesto nada casual. Y es que, como era de sobra conocido para sus familiares, amigos, y compañeros de trabajo, el enojado Hitler, siempre sentía una inmensa debilidad a favor de la civilización occidental. Tanto es así que creía sin ambages en su preeminencia y por ende, en su legítima superioridad. Razón fundamental por la que quizá, en el mundo de la ficción, se inclinara tan ostensiblemente por la conquista del Oeste, y sobre todo, hacia ese imaginario cinematográfico de jinetes “solos” vencedores míticos entre los polvorientos páramos y promontorios del nuevo mundo, a lomos de los peligros primitivos de la naturaleza y lo salvaje.

Por el contrario, puestos a confesarse políticamente en el mapa mental del imaginario colectivo, Pablo –tirachinas en mano– mientras cambiaba de habitación, siempre con el mayor sigilo, porque andaba sumido en la intempestiva tarea de renovar su escondite, se identificaba mucho más con la naturaleza universal, y por lo tanto despreciaba por igual a todos los que no se resistían al humillante trato de los supuestos adultos. Pues, cada vez que jugaba al aire libre, desde el primer momento, justo cuando sumergía su cabeza desnuda bajo la exuberante visión que le ofrecían aquellos hermosísimos pagos, ya se sentía en casa –como en un cuadro de Macondo– inmerso en el natural paisaje primigenio, que en algún momento había olvidado responder a la voz de los hombres, que le preguntaba de forma insistente, por todos y cada uno de sus nombres. Pero había llegado la hora de crecer, y por decirlo así, aquel niño lo hacía dejando detrás una hermosa reputación de travesuras y comedias, no en vano, había llegado a considerarse una especie de personaje impostado, una suerte de héroe, de soldado, o de guerrero mítico. De hecho, a menudo, cuando le venía en gana, y sólo para divertirse, le gustaba hacer rabiar a los mayores, golpeando con su boca abierta, y con los dedos de una mano enhiesta, para ejecutar el ensordecedor grito de guerra de todos los niños. Y es que, desde siempre, sentía una latente inclinación por el pillaje, el incendio, o asalto sorpresa a las aburridas propiedades adultas. Hasta tal punto, que no era extraño que el mundo artificial creado por los mayores le pareciera exento de vivacidad y de alegría, es decir, muy raro e insensible. No obstante, Pablo, si echaba la vista atrás, la primera apoteosis del sentimiento de estafa que le producía la sociedad, llegó con el dolor indecible que le produjo de pequeño, la picadura de una avispa. Y por supuesto, tal presunta negligencia, quedó vengada inmediatamente en la espinilla de su abuela. Por tanto, a pesar de su esmerada educación civil y religiosa, podríamos decir, que el carácter de aquel niño, no apuntaba a llevarlo en el futuro, al molde de un ciudadano ejemplar, o la horma de un canonizado beato. De hecho, no le gustaba la domesticación a la que a veces se veía sometido, ni ese largo extrañamiento de la madre naturaleza. Por poner otro ejemplo bastante simple: cuando volvía del colegio, siempre lanzaba con un virulento gesto de rechazo, los libros dentro del umbral de la casa, y así, sin más, se marchaba a jugar a la calle evitando comunicar a sus familiares que había vuelto sano y salvo de aquella vasta contrariedad, que por cierto, diariamente le secuestraba, y le robaba tanto de sus mejores momentos y energías. Entonces, ellos, a su infantil modo de ver, sólo podían aspirar al papel secundario de colonos o simples moradores del lugar, mientras resignados escuchaban el ruido, y temerosos la recogían sin decir nada, pues deducían que el niño como siempre, se había escapado para jugar con sus más cercanos amigos y vecinos. Naturalmente, aquella acción, para cualquier observador profano en la materia, –el amigo Freud por ejemplo—resultaría bastante asombrosa por la manera tan displicente con la que el niño anunciaba su momentánea libertad, y el modo tan elocuente en el que expresaba haber cumplido con su filial parte en el contrato social.

– ¿Por qué ha hecho eso? ¿Acaso no le inspiran delicadeza la belleza de mis formidables cuadros? Dijo de repente Hitler. Al menos podía concederle que lo que pretendían plasmar se antojaba bello. Sin embargo, ni que decir tiene, que el desprecio del travieso chico, se producía porque poseía una sensibilidad fuera de lo común, hasta el punto, que al posarse en ellos, su mirada profunda, como la de un avezado marino que blandiera sobre tormentosos cielos su enorme catalejo, parecía atisbar un lugar, un puerto firme al que arribar entre la desatada tempestad de la conciencia colectiva, es decir, que mirándolos con detenimiento, sabía adivinar lo alejada y perdida que estaba de allí, la mano de su pobre autor, el tío Hitler. Porque al margen de su inicial indiferencia sobre ellos, es decir, tras la llamativa furia desplegada por su pariente, sólo en el último cuarto de hora, como venganza, se había tomado la molestia de someterlos a su infantil escrutinio. Pues aunque todas sus ilusiones apuntaban hacia otra parte, puesto que le interesaba con mucha mayor fuerza y más clara nitidez, LA VIDA, la sensibilidad de aquel “niño terrible” estaba especialmente dotada para el arte. Asimismo, si había que evitar las chanzas y ponerse serios, también podía hablar con propiedad, es decir, podía distinguir sin el menor esfuerzo, una amplia gama de matices en cuento a los artistas y a sus obras. Además, en última instancia, al calor de los gritos de aquella escena, se había ido forjando un criterio categórico al respecto. Y con aquella profunda y repentina irritación, su consciencia infantil había aumentado frenéticamente la actividad de sus incontables redes neuronales, y todo eso le traía al pensamiento numerosas críticas, y objeciones muy procedentes, formuladas a propósito. Freud, mientras tanto callaba, pero en su fuero interno estaba de parte del niño. Pues siendo pragmáticos más bien le había ofrecido la excusa perfecta para quitar de en medio aquellos deleznables “Centauros del desierto.” De hecho, sus protagonistas nunca iban a recuperar a la muchacha y a su belleza perdida. Era mejor aceptarlo, y ya que se trataba de un hecho ineluctable, pasar página y continuar adelante. Sin embargo, para su tío Hitler, que había vivido y vivía siempre a horcajadas sobre su delirio de grandeza, hacer eso no era tan fácil, y a veces vacilaba… No obstante, como en todo, en el arte, también había gente que tenía suerte, y otra que no. De hecho, a veces, sin resignarse del todo, de nuevo intentaba contarse entre los afortunados. Pero sencillamente, desquitando la adulación y la vanidad, al final debía ser fácil discernir lo que sucedía: algunas personas tenían talento y otras nunca lo tuvieron. Además no quedaba nada de lo que avergonzarse, pues entre tantas adversidades, y tras un apresurado y demasiado específico periodo de formación, su querido amigo, no había tenido tiempo alguno para ilustrarse y cultivar su sensibilidad, o sus potenciales facultades artísticas. Porque no hay que olvidar que el mundo del arte, amén de la inspiración, habitualmente también se necesitaba una dedicación exclusiva. Además de ser necesario desarrollar la sensibilidad en un proceso ininterrumpido, que no en vano, solía provenir desde la más tierna infancia. Entonces, a la vista de todas estas cuestiones previas, su tío, desprovisto de cualquier halo divino, lo tenía muy complicado. Pues, aunque tuviese un talento del que carecía, no debía conformarse con unas horas a la semana, porque el curso de pintura por fascículos de SALVAT, no era suficiente. Pues partiendo de sus famosos e infantiles monigotes, sólo tras unas desafortunadas tentativas de aficionado, y ya estaba tan orgulloso de sus cuadros que se le antojaban pequeñas obras maestras. ¿Cómo iba a mejorar o evolucionar así? Sin embargo le gustaba su gratuidad. Porque Hitler, con el paso del tiempo, había terminado convirtiéndose en un grande y verdadero egoísta, y por supuesto aquellos abigarrados cuadros eran suyos, solamente suyos. Por otra parte, Freud, en cierto modo estaba de verdad en un aprieto, sobre todo si algún momento era preguntado por su opinión al respecto. Porque, a buen seguro adivinaba que decirle en la cara que sus cuadros eran malos, equivalía a descubrir que las obras del museo del Prado fueran falsas. No obstante, una cosa era cierta, con su patético comportamiento de aquella tarde, el severo adulto, había desvelado la verdadera naturaleza de su juego. En efecto, Pablo a raíz de tales acontecimientos, había descubierto algo que el enorme cariño que le procesaba, le había impedido ver hasta entonces: bajo un criterio riguroso Hitler carecía de talento, y aunque poseía cierta soltura al dibujar jinetes, y ponía sobre ellos una intensa pasión, en general era una persona vulgar y corriente, y lo que salía de sus trazos bastante mediocre. Además, en ese sentido, no era del todo consciente de lo que pasaba a su alrededor, pues había llegado tan lejos en sus tamañas tonterías que ya nadie se atrevía a decirle la verdad. Tanto era así, que el niño, a veces, en unos sueños muy vívidos, había presenciado a Pablo Picasso revolviéndose en su tumba, tras ciertos comentarios jactanciosos de su tío, amén de numerosos murmullos al respecto escuchados en incontables ocasiones, sobre la mayoría de cafés parisinos frecuentados por lo más granado de los pintores de todas las épocas. Y efectivamente, no quedaba ahí la cosa, pues a propósito de esas pinturas adolescentes, a sus espaldas, todos cuantos habían tenido ocasión de contemplarlas cuchicheaban y se reían. Por eso familiares, amigos y vecinos, a pesar de que eran muy condescendientes cuando él estaba presente, por la espalda hacían innumerables bromas que silenciaban entre ruidosas sonrisas sardónicas. Porque para expresarlo sin rodeos, el mayor acierto de su vida había sido no dedicarse profesionalmente a la pintura, pues era evidente que aquellas veleidades pertenecían al peor de todos los pintores sobre la faz de la tierra, es decir, eran sólo esbozos malogrados, y además ni siquiera originales, sino meros subproductos propios de un adolescente deslumbrado con los actores y las películas de Hollywood. De hecho, sólo una película –la diligencia de John Ford—parecía ser el origen de toda aquella ingente obra anodina. No obstante, el film al menos era bastante más inteligente y entretenido que la cansina y horrible saga compuesta por todos sus queridísimos cuadros.

Por otro lado, Freud desde aquella terrible y colérica reacción, había comenzado a comprender algunos rasgos de la personalidad de su amigo, que le parecerían aterradores como los sueños opacos de los espantapájaros. Porque el psiquiatra, inspirado, veía ahora a Hitler como alguien polifacético, o sea, llegaba a atisbar cierta cara insensible, e incluso un lado psicopatológico subyacente, en un eventual futuro comportamiento de su taciturno colega. Pero ahora, también miraba de forma diferente los cuadros, es decir, buscaba el motivo por el que desde siempre, sus sueños fueron prolíficos pero borrosos, no muy claros y diáfanos, carentes de relieve y perspectiva. O estaba loco, o tal vez necesitaba gafas, pues al mirarlos no había que demorarse demasiado en su plasticidad ni perderse en sus dimensiones, sino más bien contemplarlos en lontananza, como grandes esbozos sin perfilar. Eran trazos rudimentarios y pueriles, que protegían diligencias, y asemejaban fantasmas ominosos que implorasen con sus ademanes un mundo real en el que habitar. Y detrás de sus quehaceres, acaso de una manera muy vaga e indeterminada, sugerían una encrucijada de malas intenciones en las que se entremezclaban sombras chinescas y vagos rostros de jinetes en la oscuridad. Tal vez resultara aconsejable realizar cierto seguimiento de la evolución de su futura conducta. No obstante, había una razón para la esperanza. Hitler, aunque fuera como aficionado, había continuado pintando, y quizá por eso, el arte como un milagro, esta vez le habría salvado. Por lo tanto, con los conocimientos que él poseía en aquellos momentos, lo que incluía una vasta cantidad de las circunstancias y sentimientos de su enfurecido compañero, si por una peregrina razón, Hitler, nunca participase en un nuevo holocausto o escarmiento colectivo, que le granjease fama nacional o internacional, le gustaría le permitieran si fuese posible antes, hacerse eco en los periódicos locales, del motivo de ese nada modesto avance personal en su nuevo proyecto de vida. Tarea que pretendía hacer con un artículo satírico, sobre aquella peculiar obra pictórica. Porque después de todo, ahora poseía una tesis de una lógica irrefutable: desde aquellas malignas colinas del far west, el eminente psiquiatra podría conjeturar lo que acaeció con anterioridad, es decir, que al pintarlos, pese a todo, aquellos sueños se tornaron en insoportables pesadillas, y tras depositar parte de su alma en aquel camposanto de los sueños y las ilusiones, a la vez, el mismo espíritu demoníaco que un día poseyó a Hitler, acabó encerrado en un lugar oculto y muy profundo, dentro de su cabeza. Sin embargo, eso no fue todo, pues allí, esa exaltada faceta de su personalidad, se había enfrentado –en una dolorosa cura de humildad—a la vida moderna, haciéndose mucho más realista y más consciente de sus defectos y limitaciones. De hecho, más tarde, quizá ese genuino amor por las pistolas y la aventura que desde siempre le había arrebatado, se sublimó a través de su ocupación profesional, pues algo atrás, el joven poseso, en un momento de lucidez y prudencia, y a la vista del paro endémico que padecía la región, decidió labrarse un futuro profesional como cabo de la excelentísima Benemérita. No obstante, desde que Pablo y Freud comenzaron a intercambiar ideas, llegaron a la conclusión que al margen de su afición a la pintura, a día de hoy, también había que reconocerle algunos méritos al nuevo Hitler. Y acaso, era necesario antes, imaginar sus orígenes, es decir, un prólogo sobre el clásico chico de pueblo perdido en la gran ciudad. El sueño americano realizado a la manera pueblerina. Tanto es así, que a tenor de lo que le había escuchado referir hasta la saciedad en innumerables ocasiones, al mudarse a la capital, se vio obligado a sobrevivir en una ciudad dura, sumido en una enorme carestía, que abarcaba las necesidades más básicas. Dicho de otro modo comenzó siendo un vagabundo. Eso era lo que en el esquema mental que dictaba el sentido común de su generación, se llamaba hacerse un hombre o madurar. Aquello, sin duda, debió de provocarle un gran sentimiento de inferioridad, frente a los muchachos judíos que paseaban sonrientes y orgullosos con sus ropas caras, del brazo de hermosas mujeres en el lado brillante de Madrid. Pero allí, estudiando, enterrado entre las mantas, ya que ni tan siquiera contaba con el dinero suficiente para pagar un abrigo o la calefacción, sólo con su esfuerzo y su inteligencia, consiguió aprobar a la primera, una dura oposición y hacerse cabo de la Guardia Civil. De tal manera que su primigenio complejo de inferioridad, en poco tiempo desembocó en un estupendo complejo de superioridad. Por lo demás, partiendo de esa hipótesis inicial, se entendía que su opción vital al principio, durante un breve periodo, debió proporcionarle algún que otro momento de esplendor. Y no hay que olvidar que seguramente durante su destino en Barcelona tuvo que afrontar ciertas situaciones de riesgo. Razonaba Pablo de forma inconsciente. Eran tiempos terribles en los que los horrores del terrorismo estaban en boga. Pero más tarde, pese a instalarse en un periodo de relativa prosperidad, su venerada civilización occidental, debió de resultarle exenta de calidez e incluso bastante amarga. Pues con ella, también apareció el miedo a la libertad, y una cierta inclinación a volverse taciturno. Asimismo, esos amargos sentimientos llegaban hasta tal punto que combinados con una sobrevenida fatiga vital consiguieron que al final, el otrora mejor tirador de su promoción sólo se inclinara por una vida cómoda sustentada con el beneficio de las numerosas ventajas del funcionariado. Porque la mirada inquisitiva del chico, se clavó justamente en sus ojos cuando su vida –se había emparejado con una bella sobrina que al poco se reveló esquizofrénica—había entrado en decadencia. Además, a la larga, la deriva a la que lo arrastraba aquella rutina perversa tenía también sus fatales consecuencias, pues en el día a día, Hitler no protegía ninguna diligencia de la compañía Wells and Fargo, ni tampoco le habían encomendado nunca capturar a John Wesley Harding. Es más, por lo que él sabía, apostaba a que no había ninguna aventura. Muy al contrario, en un indecente desperdicio de gallardía y arrojo, aquel hombre valiente se pasaba el tiempo bastante apocado, con cara de aburrido en un cuartel de un minúsculo pueblo llamado Coria del río, sobre un anodino despacho rodeado de papeles, y donde a veces daba la impresión de que apostataba de su profesión. No obstante, Hitler, aquel adulto inimitable, no podía soportar que su amigo y su sobrino, hubieran hecho tan buenas migas, y en aquellos precisos momentos protestaba con vehemencia, subido en lo alto de una silla. En efecto, cansado de llamar la atención de ambos interlocutores, recurriendo sin éxito, inclusive a su célebre poder de seducción, les brindaba numerosos halagos entretejidos con melifluas palabras. Hasta que al final, frustrado, había comenzado a soltar una arenga en contra de los psiquiatras y sus raras teorías, comportándose como un ridículo payaso, mostrándose cariacontecido, enojado, al tiempo que maldecía ejecutando ciertas tentativas de dar a alguien una bofetada, avisos que realizaba una y otra vez, lanzando en todas direcciones, golpes contra el aire.

– Oye, Pablo, te das cuenta de cosas que otros chicos de tu edad ignoran por completo. ¿Te has planteado lo que te gustaría ser de mayor? ¿No te gustaría hacerte psiquiatra? Le preguntó Freud.

– No. Creo que en todo caso, me gustaría ser escritor. De hecho ahora mismo me estoy leyendo “El guardián entre el centeno” de Salinger. Respondió Pablo.

Entretanto, Hitler continuaba quejándose con amargura. Un grupo de vecinos comenzó a salir de sus casas, y a congregarse para ver a qué obedecía aquel ruidoso escándalo. Por supuesto –ellos que eran mucho más toscos y vulgares– desde el principio quedaron seducidos por la burda maestría que desplegaba Hitler como agitador y como apaciguador de sus propias agitaciones. Pues, aquel hombre, les había ganado con su pura maldad, que como en un espejo, reflejaba lo que habitaba en el lugar más oscuro de sus corazones. El líder ya tenía sus primeros seguidores. Pero, naturalmente, eso no iba a impedir en modo alguno que los otros, Pablo y Freud, compartiesen ávidamente sus conclusiones, pues al fin y al cabo, conocían demasiado bien a aquella personalidad y sus intransigentes posiciones aderezadas con sus numerosos cambios de humor. De hecho, muchas de sus rarezas se explicaban porque Hitler pertenecía a esa generación inigualable, que había crecido viendo a John Wayne y Clint Eastwood en las pantallas de cine, (hasta se había comprado un Magnum 44 para emular a éste último) pero lo hizo coartada entre la miseria moral de los últimos coletazos de la postguerra, y la leve lasitud del deber cumplido, cuando al fin, sus dormidas capacidades alcanzaron su plenitud, y con ello el poder, justo en las postrimerías de la dictadura franquista. Por lo tanto, sin perjuicio de las espléndidas excepciones que brillaban de hito en hito, en uno u otro lugar –en esos momentos se le veían a la cabeza, el eminente Antonio Escotado, el gran Juan Marsé o la singular Pilar Miró– en la práctica, la mayoría de los que pertenecían a ese particular elenco de la humanidad, no participaban del verdadero arte y carecían de cultura, debido a lo que su idea de la diversión era un tanto aburrida, mientras que en cambio su noción de la disciplina estaba exacerbada, y en ellos, la severidad era un concepto mucho más primordial, situado en las bases más profundas de su personalidad. Por eso, en cierto modo, las circunstancias que les habían tocado vivir les habían embrutecido y su sensibilidad estaba completamente fosilizada. Pero además, por si esto fuese poco, para acabar de complicarlo todo estaba la colosal crisis de valores con la que se habían despertado una mañana dentro de un mundo algo mojigato, que sin embargo les hacía sentirse como llaneros solitarios cabalgando en la indigencia espiritual en la que les dejaba toda aquella moralidad cristiana comúnmente fagocitada, y por ende exigida por la sociedad bien pensada que les rodeaba, que no sólo era falsa y mezquina, sino además, un claro impedimento para desarrollarse y prosperar en un mundo capitalista y despiadado, en el que en la práctica, cada uno iba egoístamente a lo suyo.

Por el contrario, la tierna vida del Pablo se expresaba ya de forma diferente—pues nació justo el año que murió el dictador—y aunque todavía no podía explicarlo con las palabras más apropiadas, llevaba implícita la semilla del cambio, y por eso ya comenzaba a sentir la rebelión con meridiana claridad, tanto que deseaba deshacerse cuanto antes de los prejuicios constantes y la insatisfacción postrera, que arrastraba la generación precedente. De hecho, más tarde, cuando se hiciera mayor –el niño—comprobaría los beneficios inapreciables de su primitiva revolución infantil contra sus normas y sus terrores nocturnos. Ellos pertenecían a lo típico, a la común vulgaridad, y estaban embrutecidos por los innumerables obstáculos y adversidades cotidianas, que les alejaban para siempre de lo extraordinario, es decir, de los placeres más estremecedores y de las aventuras más insólitas. Porque aquel pequeño piel roja, muy pronto, cuando se desarrollara por completo, lucharía por algo que los incrédulos añorarían toda su vida de forma íntima y calculada: hacer que sus sueños se hicieran realidad, es decir, vivir una vida inspirada y plena, un logro supremo que ellos sólo concebían detrás de la pantalla, y que a veces les mandaba limosnas de forma cruel y recurrente, como una vampiresa multicolor jugando al bacará entre el despreocupado erotismo del celuloide. Se refería a una plenitud espiritual que ellos desearían por todos los medios que nadie próximo nunca consiguiera. El lujo infame de conocerse a sí mismos hasta participar de una libertad desconocida, boleto imprescindible para iniciar un viaje alucinante donde aprehender las cosas más bellas y el mundo del arte.

Pero dejando de lado por ahora esa acallada contienda generacional y aquellos amargos sentimientos del tío Hitler, primero habría que hacer una composición de lugar: la travesura había sucedido en un fin de semana histórico, durante los años ochenta, una época ahora idealizada, y recordada entre grandes dosis de nostalgia. Aquel tiempo tardío, en el que la guerra fría producía—en jardines olvidados—descuidos tan apasionantes como “la movida madrileña.” Un tiempo de luces y sombras, un lugar de heridas y cambios, en el que en el que la España nuestra, por fin, volvía tímidamente su mirada hacia una juventud contestataria, que en otras regiones del planeta, se había levantado en mayo del sesenta y ocho, pugnando por un mundo mejor. Porque gracias a los beatniks, a los hippies, y a la relajación de esa censura pertinaz, ahora sus logros sociales y sus avances culturales, cruzaban por fin la frontera intergeneracional, algo disipados, pero todavía presentes y con el poder de entrometerse en una brillante mirada dirigida hacia los nuevos retoños. Esos mismos que, como es ley de vida, algún día, cuando crecieran y se hicieran mayores, dirigirían el país recordando con ternura, aquellos sábados por la mañana que habían dedicado a ver “La bola de cristal,” y todas las maravillosas e inciertas tardes de la adolescencia, pasadas al calor del tocadiscos, escuchando los fabulosos vinilos del recientemente desparecido “Lou Reed.”

Efectivamente, todos esos cambios se estaban produciendo en la España de la transición, esa misma que ahora se estaba quedando obsoleta, y pedía de forma clamorosa una renovación. Y aquella expeditiva manera de pasar página, sin cerrar del todo los problemas, y las heridas del pasado, sucedía al compás que su tío Hitler se iba convirtiendo poco a poco, en un verdadero misántropo, de hecho, sus relaciones con la familia y con los amigos cada vez eran más forzadas y superficiales. La impiedad crecía dentro de su corazón de piedra, justo como una hiedra venenosa. Cada vez se hacía más raro y despiadado. Pues dentro de ese bucle de la desesperación, incluso se había visto atrapado para siempre, lo que le había enseñado a no dar demasiado valor a su propia vida. En realidad, parecía que ya sólo toleraba a sus perros, tenía dos. Aunque por supuesto, si se había vuelto tan solitario y cada vez soportaba menos el trato humano era debido a su antigua y desaparecida gran humanidad. Y el origen de toda aquella profunda metamorfosis, era de suponer que se encontraba en la obligación que se había impuesto a sí mismo de cargar con una loca doctrina militar el resto de su vida, un gesto de filantropía que pesaba demasiado. Por el contrario, Pablo, era joven y desenfadado, y en aquellos momentos no tenía tiempo para pensar en esas cosas… era feliz, aunque consciente de que el silencio se había hecho en la habitación. Entonces, el chico aguzó los sentidos, pues el susodicho había vuelto del portal de la calle, donde un rato antes se había granjeado sus primeros seguidores. Y todo el mundo sabía que Hitler era muy peligroso cuando se callaba. Mucho más que cuando soltaba arengas a diestro y siniestro. En efecto, ya se estaba hartando de aquellas raras teorías, y de contemplar sus cercenadas pinturas, hasta tal punto que se estaba poniendo muy colorado, cuando lo sorprendieron por primera vez, mirando de soslayo la escopeta de dos cañones que permanecía colgada encima de chimenea.

– ¿Tan graves eran los daños? Preguntó una voz femenina.

– Pues sí. Las municiones eran garbanzos. Respondió Freud.

Por fortuna la suerte quiso que les acompañara una perfecta intercesora, y después de la providencial aparición de su querida madre—venida de la cocina asustada por las voces—ella consiguió que la acariciada idea de la venganza quedara sin efecto.

[sigue en Los jóvenes que no caminarán detrás de Putin (volumen dos)]

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

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