El asesino siempre acaba volviendo a la escena del crimen. O al menos eso dicen. La mayoría de las veces, ese temerario regreso está motivado por la necesidad de eliminar huellas, limpiar de cualquier rastro inculpatorio el espacio donde se materializó el delito. Sin embargo, en otras ocasiones, detrás de este peligroso y poco recomendado gesto se esconde una narcisista inclinación a regodearse en la contemplación de la propia obra. Inclinación, en fin, más intensa e irresistible cuanto más sangriento es el resultado de las acciones, convencidos por Thomas Quincey de que el asesinato puede llegar a ser considerado una de las bellas artes. Y todo creador, en última instancia, quiere ser recordado por su obra.
Porque estos criminales, al final, se consideran más merecedores que el resto de esos cinco minutos de gloria que, según Andy Warhol, cualquier mortal debería democráticamente disfrutar en la vida. Por ello, en ocasiones, se entregan al exhibicionismo de sus actos deseosos por saciar su sed de reconocimiento. Durante décadas esa aspiración pasaba por entrar en la fama a través del tubo catódico de la pequeña pantalla, máxima encarnación entonces del éxito, aunque fuese con el dudoso glamour del género negro y suburbial. Eran los tiempos del “qué demasiao, de esta me sacan en televisión” con que José Joaquín Sánchez Frutos, alias El Jaro, aquel macarra de 16 años y ceñido pantalón, se despidió del mundo tras ser reventado de un disparo en su último atraco. Corría en España el año 1979 y al Jaro le sorprendió la muerte sin tener tiempo de regresar a la escena del crimen.
Hoy, con las nuevas redes sociales estos enloquecidos deseos de gloria encuentran un fácil cauce para su manifestación, al alcance hasta de los ególatras de la crónica de sucesos menos exigentes. Lo hemos podido comprobar con los miembros de Rockstartz y The Very Crispy Gangsters, dos bandas callejeras del neoyorquino barrio de Brooklyn a las que el afán de notoriedad ha terminado por llevar a la perdición. Cuarenta y nueve de sus integrantes fueron así recientemente detenidos después de caer en la tentación de vanagloriarse de sus más destacadas hazañas, incluido algún que otro asesinato, a través de Facebook.
En cualquier caso, este anhelo de notoriedad no parece limitado a los gansters de medio pelo. También los criminales de guante blanco se muestran periódicamente inclinados a hacer un alarde de sus grandes gestas. Solo que en estos casos la relación de sus proezas no es toscamente relatada en las páginas de sucesos o en el Facebook, sino que se proyecta urbi et orbi desde las páginas de Forbes que, precisamente, estos días nos daba cuenta de los hombres y mujeres más ricos de Estados Unidos. El clan que encabeza Bill Gates se regodea así en el erotismo de las cifras para restregarnos con esos titulares en papel couché que, mientras nosotros andamos ahogados por la crisis, ellos incrementan sus fortunas un 13%.
De este modo, son capaces de alardear con los números de su crimen perfecto y la seguridad que da el sentirse inmunes, perfectamente a salvo, sin tener que preocuparse por limpiar la sangre de los cuchillos. Porque, claro, ellos nunca usan cuchillo en sus rebanadas a la yugular de la economía. Y sabedores también de que si tienen que huir lo harán en primera. No en vano, estos mismos días, la Agencia de Fronteras de Reino Unido admitía que está estudiando la fórmula que permita a los ricos evitar las colas en los aeropuertos. Así pues, pueden mostrar en público sus botines y degüellos sin temor a ser detenidos. Y más ahora que hegemonizan las redes cibernáuticas y los noticiarios. Porque al resto, víctimas y criminales de segunda, cada vez tenemos más vetado nuestro minuto de gloria. Aunque volvamos a la escena del crimen con inocentes alevosía. Aunque nos revienten de malamuerte en un mediocre atraco. Hoy ni por esas nos sacan en televisión.
Periodista cultural y columnista.