Manuel Azaña, el último presidente de la Segunda República española, pasó sus días finales en Montauban, Francia, donde falleció el 3 de noviembre de 1940. Su exilio, tras la derrota en la guerra civil española, no fue solo un destierro físico, sino también un abandono moral y político que lo dejó solo en sus momentos más oscuros. A pesar de su relevancia histórica, Azaña enfrentó persecución, enfermedad y el desdén de quienes alguna vez lo aclamaron, con el gobierno mexicano como su único refugio real.

El exilio: un camino hacia la soledad

Cuando la República cayó en 1939, Azaña cruzó los Pirineos junto a miles de exiliados, dejando atrás una España fracturada. Su salud ya estaba minada por un ataque cardíaco sufrido en febrero de 1939, y el peso de la derrota lo aplastaba. Inicialmente, se instaló en Collonges-sous-Salève, cerca de Suiza, pero la invasión alemana de Francia en 1940 lo obligó a huir nuevamente. El 25 de junio de ese año llegó a Montauban, una ciudad del suroeste francés que se convertiría en su último refugio. Allí, residió primero en el 35 de la rue Michelet, pero su estado físico empeoró rápidamente, limitando su movilidad y sumiéndolo en una fragilidad casi absoluta.

El 15 de septiembre de 1940, Azaña se trasladó al Hôtel du Midi, un edificio que albergaba la legación mexicana en Montauban. Este cambio no fue casual: era una maniobra desesperada para protegerse de las garras del régimen franquista y de la Francia de Vichy, que colaboraba con Franco. Sin embargo, este traslado también simbolizó su aislamiento. ¿Dónde estaban los republicanos que habían jurado defenderlo? ¿Dónde estaba el apoyo internacional que merecía un líder de su talla? Azaña, enfermo y acosado, parecía haber sido borrado de la memoria colectiva de su causa.

El papel clave del gobierno mexicano

En medio de esta desolación, el gobierno mexicano emergió como el único aliado verdadero de Azaña. Bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, México no solo había apoyado a la República durante la guerra, sino que mantuvo su rechazo al régimen de Franco tras la derrota. Azaña recibió la ciudadanía mexicana y fue nombrado Embajador Honorario, un título que convirtió su habitación en el Hôtel du Midi en territorio mexicano, custodiado por personal militar de esa nación. Este gesto, detallado en reportes de La Dépêche de Toulouse, fue un salvavidas diplomático que lo protegió de ser capturado.

Un testimonio conmovedor de esta protección aparece en una carta del Dr. Felipe Gómez-Pallete, médico de Azaña, fechada el 3 de octubre de 1940 y dirigida al embajador mexicano Luis Ignacio Rodríguez Taboada. Publicada en La Dépêche, la misiva describe el estado crítico del expresidente —problemas cardíacos y respiratorios— y agradece a México por su apoyo. «Sin ustedes, habría caído en manos enemigas», escribió el doctor, reflejando la gratitud de Azaña. Pero este respaldo, aunque vital, no borra el hecho de que México fue una excepción en un mar de indiferencia. Mientras una nación extranjera lo amparaba, sus compatriotas lo olvidaban.

La persecución franquista: el acecho de Pedro Urraca Rendueles

El régimen de Franco no estaba dispuesto a dejar a Azaña en paz, ni siquiera en su exilio. La policía franquista, aliada con la Gestapo y las autoridades de Vichy, lanzó una cacería implacable contra los líderes republicanos. En este contexto emerge Pedro Urraca Rendueles, un agente de la Dirección General de Seguridad enviado a Francia en 1939 con una misión clara: capturar a los «rojos» más prominentes. Apodado «cazador de rojos» por El Norte de Castilla, Urraca fue un ejecutor frío y eficiente, responsable de la detención de figuras como Julián Zugazagoitia y Lluís Companys, ambos entregados a Franco y ejecutados.

Aunque no hay evidencia directa de un intento de captura de Azaña en Montauban, su nombre estaba en la lista de objetivos prioritarios del régimen. Un indicio de esta amenaza es el arresto de Cipriano de Rivas Cherif, cuñado de Azaña, en julio de 1940. Urraca lo detuvo en Francia y lo deportó a España, donde fue condenado a muerte —sentencia luego conmutada—. El periodista francés Pierre Lazareff, en un artículo para Paris-Soir del 5 de noviembre de 1940, escribió: «Azaña vivía bajo la sombra del miedo, pero la bandera mexicana lo salvó de caer en manos de sus perseguidores». La protección mexicana frustró a Urraca, pero la pregunta persiste: ¿por qué nadie más levantó un dedo para defenderlo?

El abandono: una crítica a la soledad de Azaña

El exilio de Azaña no solo fue una lucha contra la persecución, sino también contra el abandono de quienes debían haberlo sostenido. Nacionalistas y republicanos lo acusaron de desertor tras su renuncia en 1939, una crítica que se endureció tras su muerte. Su entierro en Montauban, con la bandera mexicana cubriendo su ataúd en lugar de la republicana, fue un golpe simbólico que selló su aislamiento. La Dépêche, en su edición del 6 de noviembre de 1940, reportó: «El presidente Azaña fue enterrado ayer en Montauban, bajo la protección de México, pero sin la presencia de sus compatriotas republicanos». Este detalle no es menor: es una condena al desamparo que sufrió.

El historiador Santos Juliá, en Vida y tiempo de Manuel Azaña, argumenta que el expresidente fue abandonado por sus propios compañeros, quienes lo veían como un recordatorio de la derrota. En una carta a Ángel Ossorio y Gallardo, Azaña confesó: «Me siento solo, olvidado por aquellos que una vez me llamaron líder». Sus palabras son un eco de la traición que sintió, un grito ahogado por la indiferencia. Incluso su deseo de ser enterrado en España, expresado a menudo según las memorias de Rivas Cherif, quedó incumplido, añadiendo una capa más de tragedia a su destino.

Testimonios y fuentes periodísticas

Las voces de la época refuerzan esta narrativa de soledad y lucha. La Dépêche, en su edición del 4 de noviembre de 1940, describió la muerte de Azaña como «el fin de un hombre que llevó el peso de una República caída». Pierre Lazareff, en Paris-Soir, afirmó: «Azaña murió en el exilio, protegido por una nación amiga, pero olvidado por la suya». Estas crónicas, escritas al calor de los eventos, capturan la melancolía de su final.

Las memorias de Cipriano de Rivas Cherif, publicadas en Retrato de un desconocido, ofrecen un vistazo íntimo a la angustia de Azaña. «Quería volver a España, aunque fuera en un ataúd», escribió Rivas Cherif, recordando las conversaciones con su cuñado. Este anhelo frustrado es un testimonio más de cómo el exilio lo despojó de todo, incluso de su última voluntad.

Un legado marcado por el abandono

Los últimos días de Manuel Azaña en Montauban son una crónica de resistencia y desolación. Protegido por México, acosado por la policía franquista y olvidado por sus aliados, su muerte el 3 de noviembre de 1940 marcó el ocaso de un líder que encarnó las esperanzas de la República. La bandera mexicana sobre su ataúd no fue solo un acto de protección, sino un símbolo de su abandono por parte de España. Hoy, Montauban lo recuerda con conmemoraciones anuales, según Montauban Tourisme, pero su figura sigue siendo un recordatorio doloroso de cómo incluso los más grandes pueden ser dejados solos.

Azaña merecía más: más apoyo, más lealtad, más reconocimiento. Su exilio no fue solo una huida, sino una condena al olvido por parte de aquellos que debían haberlo sostenido. Su historia nos interpela: ¿qué dice de nosotros que hayamos permitido que un hombre de su calibre muriera tan solo, bajo una bandera que no era la suya?

ENTIERRO MANUEL AZAÑA

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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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