altLos cronistas del papel couché se aprestan a borrar su historia, sus convicciones, su determinación. Todavía está fresca la decisión de Washington de eliminar su nombre de la lista de terroristas

 

Los cronistas del papel couché se aprestan a borrar su historia, sus convicciones, su determinación. Todavía está fresca la decisión de Washington de eliminar su nombre de la lista de terroristas

 

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Mandela ha muerto. El símbolo, el preso, el terrorista, el libre, el hombre. Mandela ha muerto tras meses de angustia postergada. Libertad postergada. Las bellas estrofas de N’Kosi Sikelei desplazaron al hombre blanco de los despachos de gobierno para afianzarlo en los consejos de administración de un nuevo Johannesburgo emergente dentro del complaciente club de los Bric. La matanza de Soweto es ya un capítulo olvidado en la gran historia de la ignominia africana. La masacre de los mineros de Marikini un episodio reciente pero olvidado ya antes de escribir.

 

Mandela ha muerto y las plañideras oficiales ya entonan su llanto. Los cronistas del papel couché se aprestan a borrar su historia, sus convicciones, su determinación. Todavía está fresca la decisión de Washington de eliminar su nombre de la lista de terroristas. Ahora, controlado el peligro de su libertad y la del pueblo sudafricano, los jefes de gobierno entonarán sus loas al personaje que las cadenas de televisión  inmortalizarán transformado en un venerable anciano de sonrisa beatífica, camisas estampadas y conciertos en directo de Sting y Paul Simon. El anhelo de justicia y puño en alto serán eliminados oportunamente o, en el mejor de los casos, presentados como una muestra de la ingenuidad juvenil. O un nefasto influjo del pérfido radicalismo de Wennie.

 

Mandela ha muerto pero su memoria será reivindicada por todos. Hasta por el mismo Partido Popular que hace solo unas semanas votaba en el ayuntamiento de Toledo en contra de que la calle 18 de Julio cambiara su vergonzante nombre por el del hombre que contribuyó a desmontar el sistema del apartheid. Hoy, muerto el difunto, las cosas cambian y los mensajes institucionales se llenarán con bonitas palabras de diálogo, moderación. Y mayúsculas, grandes mayúsculas, esas tan recurrentes cuando se quieren ocultar tantos caminos que siguen pendientes de ser andados.

 

Mandela ha muerto. Hasta el ministro Jorge Fernández Díaz honrará su memoria. Y nos recordará aquellos tiempos superados de segregación racial mientras sigue desplegando concertinas por la frontera africana, cortantes barreras que pongan a cada uno en su sitio. Pero no por racismo, sino para evitar males mayores. Que nadie haga denuncias demagógicas antes de tiempo, críticas simplistas o insinuaciones fuera de lugar como la comisaria europea de Interior Cecilia Halmstrom. Si las vallas con cuchillas son usadas para proteger las propiedades privadas, nos destaca el ministro, ¿por qué no van a poder aprovecharse para defender nuestro territorio? España, una vez más, concebida como un cortijo.

 

Mandela ha muerto. Y mientras las concertinas siguen cortando la carne negra. Frenando la sucia presencia de la injusticia a las puertas de nuestras casas. Buscando desesperadamente con cada corte, con cada miembro herido, impedir que se cuele en nuestras pesadillas algún peligroso individuo de piel enlutada y determinación firme, como la que durante toda una vida tuvo el líder sudafricano. Alguien que llegue a pensar que los sueños de Mandela, o los de Malcom X, o los de Thomas Sankara, o los de Martin Luther King no eran bellos espejismos oníricos, sino proyectos por los que pelear. Alguien que pudiera atreverse a creer que, a pesar de todo: Mandela vive, la lucha sigue.

 

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