Medio sol amarillo es el amanecer de una esperanza, el asomo de un rostro de oro entre gritos de sorpresa que se convertirán en llantos. Chimanada Adichie “comprendió las palabras de la furia” y construyó una historia de amor entre la guerra, el kwashiorkor y el abandono. Diseminó los hachazos de una realidad que ha talado un árbol llamado Biafra. Biafra (la efímera), nos dice Chimamanda, contiene al mundo, está donde todos estamos. No obstante, su relato es como una isla ardiente en el centro del océano, una llamarada terca que rebosa lentamente en mitad de la noche, y es que, Adichie insiste: “el mundo guardó silencio cuando morimos”, cuando todo un pueblo (el pueblo igbo) se meció sobre el párpado abierto del hambre y se oyeron los estruendos de las bombas, como enormes pisadas de los porteadores de pesadillas que se acercan, cuando el fuego es término arterial de todo cuerpo.

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Al levantarse el sol, Biafra se puso a tejer sus esperanzas y las  destejió por la noche porque de súbito estalló la guerra, aunque antes se había desatado la furia de las miradas, la explosión de las ideas de patria, la guerra de las palabras, los insultos, los crímenes y las masacres. Primero quisieron pensar que era juego; después, vieron que la cosa era siniestra. El aire quedó ligeramente envenenado. Cuenta la escritora, sin rencor, como germina el terror en el momento en el que la novela sola se enciende y traza desde dentro, a medida que leemos, sin acritud, el telar de la sangre bajo el peso de las palabras. La historia que ella nos dice es un recordatorio que brama una guerra civil que esparce incontables fragmentos de masacres, de hambre y de otros quehaceres de violencia y, entre el miedo, el amor.

Los personajes, un coro igbo en la beligerancia, son los mínimos porque es desastroso ser multitud inútilmente y porque sólo uno basta para asegurar el conflicto, no obstante, esos pocos, es decir, todo el pueblo igbo, está atrapado en las turbulencias de la Nigeria que ha vivido dictaduras y falsas democracias desde 1966, un año antes de que se iniciara la guerra civil en una zona petrolera.

Es el joven Ugwu quien abre el telón con su sentimiento perpetuo de asombro mientras trabaja para el profesor universitario Odenigbo; es el lazarillo de la historia inédita, para quien ninguna experiencia pasa inadvertida; acumula los hechos y con ellos nos relata la herencia que recibieron de los colonizadores, quienes crearon fronteras artificiales, dando lugar a conflictos que aún no terminan. Ugwu, para sorpresa de quienes lo siguen, expondrá en su libro, “virtual”, la amenaza, el engaño y el asesinato británicos para obtener monopolios.

Olanna,  distraída del mundo, tiene que aprender a esconder su belleza entre el humo de los bombardeos y entre la multitud. Escruta la vida a la espera de encontrar las palabras, los signos que le han de ayudar a identificar el origen del mal, que la ayudarán a conjurar la suerte que sin ningún plazo les es concedida a quienes viven en Biafra. Deja vagar su mirada asustada sobre las cosas del mundo, y sabe que no puede escapar ni a la luz, ni a la violencia, no hay huida posible, no hay paso atrás. Olanna, quien por amor abandonó su privilegiada vida en Lagos para vivir en una polvorienta ciudad al lado de Odebingo, muere de a poco en ese amor. Cada vez que ama vida y muerte están presentes: amanecer y noche,  paraíso y sepulcro porque la otra muerte, la que acaece en la guerra, no es  sorpresa. No había ya lugar para el yo, su sentimiento no se aplicaba ya a su minúsculo destino lineal. Todo es de nadie, nadie es de todos. Ya no quedaba una cosa sola.

Olana, dice Ugwu, es quien vive y relata la historia de la mujer que, perdida entre otras mujeres que lloraban y rezaban, en silencio acariciaba con suavidad una calabaza que mantenía tapada  sobre su regazo, la mujer que, sentada en el suelo del vagón de tren, levantó la tapa de la calabaza cuando cruzaron el Níger, y le pidió a Olanna y a quienes estaban más cerca que miraran dentro, y Olanna vio cómo el color de las manchas de sangre de la túnica de la mujer se mezclaba con el de la tela para adoptar un tono cinabrio. Olana describe los diseños grabados en la calabaza, “las Kneas sesgadas que se entrecruzaban”, y también detalla la cabeza infantil que hay dentro de la calabaza: las trenzas despeinadas que caían sobre el rostro de tez marrón oscuro, los ojos completamente en blanco pavorosamente abiertos, “la boca como una minúscula O de sorpresa”.

Medio sol amarillo es también la novela de Odebingo. Es el aprendizaje del universitario (el compañero de Olanna) zarandeado por las complejidades y avatares de que fue víctima Biafra, y, por otro, es el desarrollo de una aguda reflexión acerca del papel, la forma y la importancia de los intelectuales en los momentos críticos de la vida social. Ambas líneas argumentales se apoyan constantemente la una en la otra para mantener siempre vivo el interés del lector y le ofrecen una profunda y penetrante mirada sobre la condición del hombre en un mundo convulso.

La vida de Odebingo se articula como una lógica de la ambigüedad, propia de la existencia en la guerra, frente a la lógica unívoca y, en ese momento, caduca de la razón y el humanismo de la izquierda ilustrada. Es insoportable para Obedingo ser dos, inútilmente, y por eso deja gozar a su tristeza, nadar a contracorriente en la crecida de otra voz que no lo alumbra en su ceguera, pero que sí enciende, tal vez, más allá de él mismo.

La hermana de Olanna, Kainene, le añade a su vida, en armonía con su clase social, el contraste. Nunca abandonará su sentido hedonista, se une a la causa de Biafra o quizá, por amor a pesar de una traición, a la causa de su hermana, junto con su joven enamorado, Richard, quien es un testigo desconcertado de la guerra. Kainene, en su audacia pragmática, desaparece de la historia.

La narración tampoco se plantea para que conozcamos a fondo los horrores de la guerra o los tormentos del amor. Es una conjunción de vidas, en donde aparece la antinomia, la dualidad, la complementariedad y la coincidencia, sin que se llegue a una reconciliación definitiva porque los momentos opuestos pasan continuamente en cada uno de los personajes (¿en el inocente Ugwu anida un violador). Es como una acuarela, trazada con delicadeza, hecha para sugerir. El tema contundente es el kwashiorkor (“una palabra compleja, una palabra que, más que fea, era pecado […] había fotografías [del kwashiorkor] llenando tu Life”) en los niños. El final viene a caer sobre los escenarios como el pesado telón de los finales de las representaciones teatrales, separándonos del mundo de la ficción y devolviéndonos a nuestra realidad, pero lo que prevalece en el recuerdo son las cálidas escenas de las vacilaciones, los temblores tímidos del amor, el halo de la omnipresente culpabilidad, de la violencia. Chimamanda Ngozi Adichie, “desde la profunda zona del dolor diseminado”, ha escrito una historia de amor y desesperanza.

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