Sépanlo, en la etiqueta de la caja donde están las cintas definitivas se lee: «Bach / The Goldberg Variations / Glenn Gould».
Escuchen: el aria en el que están basadas las treinta y una variaciones es una sarabanda. Una danza lenta del período barroco, una enigmática y lírica melodía en dos secciones de igual peso específico y átomos perfectamente afinados.
Cada una de las variaciones responde al patrón armónico del tema original; por lo tanto, la línea del bajo es similar para todas ellas. La primera variación obedece los dictámenes de un estilo conocido como invención en dos partes.
La segunda variación es, en cambio, una invención en tres partes, con las dos partes superiores conversando con orgullosa modestia por encima del bajo que, por un momento, parece algo molesto por no ser más el centro excluyente de toda atención.
Cada tres variaciones hace su aparición un canon, donde la segunda de las dos partes instrumentales obedece y repite, casi obsecuente, los ademanes de la primera con exactitud y a una distancia de cuatro segundos en el tiempo y en el espacio.
Menos de un minuto más tarde se presenta una más breve y más estridente variación cuyas cuatro partes encajan, idénticas, una sobre la otra, como una hilera de amantes agotados que se dejan caer desde las cumbres del éxtasis.
Entonces, sorpresiva pero nunca maleducada, golpea la puerta una inesperada variación mal disfrazada de moto perpetuo, desenredándose en giros que convergen hacia el centro mismo de la música.
Siempre ejecuto esta última parte con una sola mano. Grabé las Variaciones por primera vez en un tórrido junio de 1955 (yo y mi silla y mis toallas y mis botellas de agua mineral y mi botiquín portátil) y ayer volví a grabarlas, diferentes, tantos años después, 1981, en el mismo lugar de entonces: la vieja capilla presbiteriana que la Columbia convirtió en estudio de grabación. En la calle Treinta, Manhattan. Las «nuevas» Variaciones –me gusta pensar en ambas versiones como el Viejo y el Nuevo Testamento de la misma historia– ocupan más tiempo y espacio e incluyen más murmullos. Mi voz cansada, el descubrimiento de la lentitud, la meditación por encima de la acción, la ausencia de toda necesidad de impresionar a todos, la sabiduría que se alcanza con la edad y cerca del fin. Ya no tiene sentido correr, mejor caminar, observar el sonido de cada una de ellas con rayos X en los oídos. Trabajarlas en segmentos. Grabarlas de una en una. Desarmarlas para armarlas mientras me filman para un documental que –sus responsables no pueden siquiera sospecharlo– acabará siendo la crónica de cómo la materia de un hombre se dispone a convertirse en el fantasma del sonido.
Las notas de arriba y abajo me obligan, en ocasiones, a cruces y saltos de varias octavas. Lo que no me causa demasiados problemas. Arriba y abajo y cruces y saltos de varias octavas pero no importa; que mis manos brillen en la oscuridad facilita todo el asunto.
El sonido de los dígitos del teléfono rompiendo la noche envasada al vacío y tu descanso seguramente merecido pero, bueno, aquí estoy yo otra vez.
Hola. Hola. Hola. ¿Hay alguien allí?
Ésta es la llamada imprevisible aunque no del todo sorprendente. El corredor solitario ataca de nuevo, rebotando en los satélites, acelerando su camino en los cables y en los postes y en los lejanos auriculares del mundo y en la electricidad del aire que alguna vez fue acústico.
Ésta es la voz misteriosa y ermitaña y –aun así– amigable y digna de tu confianza.
Ésta es la Gran Cuenta Telefónica y el eficaz pie para el clásico comentario, para parlamentos como: «Dios mío, te apuesto lo que quieras a que es otra vez G.G.».
¿Atenderás el teléfono, amigo mío? ¿Sí?
Escucha entonces.
Escucha entonces la música que me dispongo a interpretar en este instrumento, que no es un piano ni un clavicordio.
No: es un piano neurótico que insiste en creerse un clavicordio.
A veces –cada vez más seguido, a medida que se acerca el fin de todo lo que conocemos como real–, recibo inequívocas señales de que Oppie no ha muerto, de que aparecerá como uno de esos muñecos de resorte saltando desde el filoso doble fondo de una caja de colores estridentes, desde un inédito ángulo de mi memoria cansada.
Pero no, Oppie está muerto.
Tan muerto como la posibilidad de cambiar la historia, o de revisar las fórmulas, o de volver a unir lo que jamás debió separarse.
Una vieja postal enviada por Oppie, entonces. Un premio consuelo, algo que se encuentra en un cajón mientras se busca cualquier otra cosa.
Miren: en la postal está Jesucristo, de pie junto al automóvil conducido por una pareja de perfectos adolescentes. Junto al camino hay una señal de carretera con una flecha de dos cabezas. «Muerte», dice una; «Vida», dice la otra. Jesucristo, por supuesto, señala en la dirección de la vida. Jesucristo tiene un brazo extendido, el brazo derecho (Dios es diestro, el Diablo es siniestro; siempre es así), apuntando el camino derecho y correcto, hacia adelante, el camino que conduce a la vida. La muerte va marcha atrás, la muerte es para los cobardes. La muerte escribe historias terribles y definitivas con su zarpa izquierda.
Del otro lado de la postal, bajo un sello con el rostro del domador de relámpagos Benjamin Franklin, sonríe la complicada caligrafía de Oppie. Caligrafía de quien está más habituado al nervioso y veloz trazo de las fórmulas científicas que al reflexivo y frío dibujo de las fórmulas afectivas.
Lean:
Este señor es un mentiroso, G. G. Nunca confíes en individuos con barba y túnica que te señalan cualquier cosa a un costado del camino. Nunca aceptes caramelos de desconocidos (yo cometí el error de hacerlo). Nunca experimentes con ciertos elementos peligrosos. Nunca te apartes de los consejos y dictados del manual de instrucciones. ¡Aleluya!
Ésta es tan sólo una de las muchas «Postales con Jesucristo» que me envió Oppie desde el momento en que consiguió ubicarme a partir de mi famosa y primera grabación de las Variaciones. Postales que, vistas a contraluz, revelan un transparente pedido de disculpas nunca del todo formulado.
Ahora, un recorte de un libro que siempre me hace sonreír. Una foto en donde aparecen, en 1938, el científico Otto Hahn anotando algo en un block de notas y la doctora Lise Meitner, que lo observa entre admirada y piadosa, con esa típica mirada a la Marie Curie que parecen vestir todas las mujeres interesadas en las secretas leyes que rigen este planeta. Lo divertido no es la foto en sí sino lo que se puede leer al pie: «Berlín, 1938: Otto Hahn descubre un fenómeno que no puede explicar. A su lado, Lise Meitner le explica que acaba de dividir el átomo».
¿No es divertido?
Es divertido porque es mentira.
Nadie dividió el átomo.
Nadie va a dividirlo nunca, por la sencilla razón de que el átomo no existe. O por lo menos no existe tal como nosotros lo imaginamos.
El átomo es un espíritu científico y no santo, una ilusión óptica que convence a los mortales de que entienden algo cuyo secreto les estará siempre vedado. Pero me estoy adelantando demasiado y esta música requiere de un tiempo más calmo para su comprensión y disfrute.
La vieja postal, las resignadas pupilas de la dulce Lise y, ahora, la célebre foto de Oppie modelo 1958. Oppie congelado en el aire, saltando frente a la cámara de ese fotógrafo adicto a capturar celebridades en suspensión y ajenas por unos segundos a los impostergables imperativos de la gravedad. Y estas palabras de Oppie acompañando a esa foto: «En el aire, lejos del suelo, todos son auténticos; la verdad aparece, siempre, cuando no se la puede apoyar en ningún lado».
Oppie en el aire, entonces: el índice extendido, desafiante, a los cielos y a todo lo que pueda esconderse en las alturas. Atrás, a sus espaldas, un pizarrón rebosante de fórmulas nos recuerda que, después de todo, Oppie tiene poco que ver con este mundo, con el suelo que pisamos cada mañana. Oppie y las fórmulas de Oppie prefieren ocuparse de la luz que viene de muy lejos, de otra parte antes que de nosotros quienes no somos más que la sombra que proyecta esa luz al chocar contra materia más o menos sólida, más o menos verdadera y real.
La furia de la pupila de Dios incendiando el ojo de Oppie.
Nuevo México, 1945.
Recuerden la sonrisa de X, el llanto de Y, la ausencia de Z, el inesperado fantasma de la música de Tchaikovski (sí, fui yo quien amplificó la suite de El cascanueces segundos antes del estallido) brotando por los altoparlantes con alegría juguetona, las palabras de Krishna adoptadas legalmente por Oppie en aquel exitoso amanecer de lo que enseguida supimos iba a llamarse la Era Atómica:
–Me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos –sonrió Oppie mientras las furiosas fuerzas del Apocalipsis se tendían a sus pies para que él les acariciara el lomo encrespado de púas.
Y, enseguida, ese sonido irrepetible abriéndose paso desde los fondos de su garganta. Un sonido tan poderoso como el que estaba cocinándose ahí afuera. El trueno de una orquesta de fuego cuyos músicos parecían trenzarse en una suerte de ensayo general del fin del mundo.
¿Quién sabe si fue el gemido del pecador descubierto o el alarido triunfante de la bestia conquistadora? La verdad siempre está en los ojos y, claro, ¿dónde encontrar certeza o consuelo si ninguno de nosotros –quizá por pudor– se atrevía a buscar los ojos de Oppie? Nuestras miradas estaban cubiertas por pesadas antiparras tan negras como la noche que íbamos a rasgar en cinco, cuatro, tres, dos, un segundo.
«¡Hágase la luz!», diría después que susurró William L. Lawrence, el obvio corresponsal del New York Times.
Y, obviamente, la luz se hizo.
J. Robert Oppenheimer nació el 11 de abril de 1904 en la ciudad de New York. La J. de su nombre –por más que algunos registros insistan en adjudicársela a un Julius– no significaba nada en particular, no escondía la sombra de otro nombre que hubiera ayudado a comprenderlo mejor. Nada de eso, y la verdad es más engañosamente sencilla: su padre, un adinerado importador de telas, sostenía que Robert Oppenheimer a secas no era «suficientemente distinguido».
Escribo de memoria, y cuando la memoria me falla, vuelvo a hojear un viejo número de una vieja revista: la ya mencionada foto de Oppie saltando y ocho s sobre Oppie interrumpidas –aquí y allá– por avisos de un automóvil de doble tracción, de Bombay Dry Gin, de jacuzzis a elección, de la Concise Columbia Encyclopaedia, de una voluminosa computadora supuestamente portátil patrocinada por un tal Isaac Asimov.
De cualquier modo y para que se distraigan mientras ordeno la partitura de mis recuerdos, aquí les propongo un pequeño ejercicio: separen uranio (creo que ésta era la receta de la mentira), unan bruscamente dos porciones del elemento y la masa resultante sufrirá una reacción autogeneradora espontánea. Implosión en lugar de explosión. Como apretar una naranja hasta conseguir la devastación del zumo.
–Poco poético… nim-nim-nim… Pero, bueno, después de todo, el escritor no soy yo. Tengo el mínimo consuelo de saber que, al menos, esa responsabilidad alguna vez será nada más que tuya, mi querido pianista –me sonrió Oppie una mañana de 1945 en Los Álamos, New Mexico, mientras al fondo una banda de forajidos musicales aseguraban que «ya no puede caminar porque le falta, porque le falta…». Oppie los escuchaba con una mirada amorosa y no dejaba de susurrar ese «nim-nim-nim»: el sonido que emitía Oppie cuando no decía nada, cuando pensaba que nadie lo oía. El sonido de la energía atómica en los motores de sus pensamientos.
Lo cierto es que faltaban cinco meses de los diecinueve originales pautados por la ominosa sombra del coronel Groves para que aquellos supuestos cabalistas, entre eufóricos y espantados, apenas protegidos por los brazos de un pentágono mágico, abrieran la cerradura de los cielos.
Recuerdo que mirábamos todo el tiempo hacia arriba, como si quisiéramos escaparnos de lo que hervía a fuego lento en nuestro horizonte. Y que había sólo nubes y formas de nubes tan diferentes a aquellas cuyos apellidos había memorizado sin dificultades sobre las orillas de Toronto, en las aguas del lago Simcoe, y ¿a qué se parece esa nube, Oppie, a qué se parece?
Las nubes se parecían a tantas cosas.
Las nubes se parecían a:
– La mano de Dios en el techo de la Sixtina.
– El perfil de la Ethical Culture School de New York donde Oppie, los días de calor, se derrumbaba sobre su cama y leía una y otra vez la teoría dinámica de los gases.
– La sonrisa de Jean Tatlock, joven amante suicida que se traga un frasco de pastillas para dormir y se hunde en las aguas finales de una bañera de Chicago. (Oppie la había abandonado para siempre unos días antes a instancias del coronel Groves. No está bien visto que los científicos que trabajan para el gobierno tengan relaciones con hermosas militantes del Partido Comunista, le dijo, le explicó, le ordenó el militar.)
– La arrasadora fisión de las caderas de Kitty Oppenheimer, la mujer monstruo de Los Álamos.
– La mirada sin retorno detrás de los anteojos oscuros de alguien a quien me conformaré con llamar Jude.
– Una especie de gigantesco hongo, una corola de luz y furia creciendo como la más salvaje de las flores de una planta carnívora dispuesta a masticar el cosmos con la sola ayuda de sus pétalos.
A todas esas cosas se parecían las antiguas nubes de New Mexico y ahora, tanto tiempo después, mi memoria es un poco como esas nubes. La forma de mi memoria cambia según el viento, y tengo que ayudarme con libros y fotografías que, por favor, deben conservarse en cajas de plomo para sobrevivir a un próximo holocausto nuclear.
A veces, entre los papeles, descubro una foto –una foto que me muestra como yo era entonces–, y acaricio mis pupilas blancas y recuerdo el reflejo que movía mis párpados y sonrío, una vez más, como cuando era capaz de sonreír, como cuando tenía sonrisa, como cuando mi lengua disfrutaba de los justamente célebres martinis de vodka ultrasecos –«Nunca los agites, nunca los revuelvas… nim-nim-nim… exactamente eso»– que Oppie preparaba para acompañar las grandes ocasiones.
En la foto estoy sentado en una silla ridícula y rota frente a un piano de cola, las manos enfundadas en guantes, una bufanda escondiendo buena parte de mi rostro, abrigado como para un invierno ruso; más allá de que la inscripción en el reverso asegure que aquello era en realidad «New York, verano de 1943».
Aunque las fechas no coincidan, aunque la perspectiva parezca incorrecta, yo soy él, soy ese pianista de temperamento desprolijo y dedos apasionados. Alguien que alguna vez fue nuevo y joven y debutó, soberbio, grabando la más insomne y olvidada y misteriosa de las partituras.
Yo soy el imbécil ilustrado, el hombre que conoció a J. Robert Oppenheimer una mañana demasiado perfecta para ser cierta en el lago de Planicie Banderita, en las ruinas de Qumrán, en las afueras de Canciones Tristes, y muy cerca del Trinity Camp, el sitio donde el ojo triangular del Hacedor de Todas las Cosas miraba, entre preocupado y divertido, a un Oppie que gustaba de definirse como «el Deshacedor de Todas las Cosas».
Entonces Oppie descosiendo los velámenes de la Creación y mutando a viento loco. Oppie escudándose en paredes de bromas porque sabía que no está haciendo lo correcto. Oppie sabía que el éxito no iba a traducirse en un nuevo principio sino en una infinita variación de aproximaciones de finales antes del final más grande y perfecto. Por eso se reía. Porque Oppie no podía disimularlo del todo: el más blanco de los terrores era la fuerza que impulsaba todas sus tontas blasfemias y así Oppie eligió el nombre «Trinity» después de tropezar, casi por casualidad, en un libro de Kitty, con aquel soneto de John Donne donde se lee «Batter my heart, three-person’d God…».
Recuerdo que yo también celebré su gracia, el ingenio de esas injurias apuntalaban las vigas de su holocausto privado, y tal vez por eso los acontecimientos se derrumbaron sobre Oppie y sobre todos los que caminábamos aquí y allá, bajo ese techo, con la cautelosa liviandad de fakires sobre clavos mientras le cantábamos a la radiactividad del cuerpo.
«Golpea mi corazón…»
…«Dios de tres personas»; la voz de mi madre –una astuta profesora de música– recitando a John Donne en voz alta mientras el violín de mi padre dispara notas de caoba lustrosa por la garganta de las escaleras, hacia arriba, hacia los altos donde están mi cuarto y mi primer piano y la silla que me acompañaría siempre.
La silla más fotografiada en la historia de la música: una aberración de madera sin asiento con las patas serruchadas para así elevarme apenas catorce pulgadas por sobre el nivel del mar, para que mis manos se cuelguen del teclado como las de quien se aferra a los bordes de un precipicio desfondado.
Todo esto tiene lugar en una ciudad que bien puede llamarse Toronto pero que poco tiene que ver con el reflejo oficial que le devuelven guías de turismo y mapas.
No sé cuál es mi edad ahora. Hace tiempo que los almanaques han perdido todo sentido para mí y las fechas sobre los titulares de los diarios no me parecen más que ridículas abstracciones sin sentido.
Hay días en que incluso mi propio nombre se me hace difícil de atrapar y entonces recurro a mis disfraces. Trajes y pelucas y voces y acentos y personalidades absurdas, caricaturescas. Me presento así en entrevistas o en programas de televisión. No falta quien me acusa de payaso. Pero yo río último para reír mejor. Ser otro para no ser uno. Me convierto en el edwardiano y antimodernista sir Nigel Twitt-Thornwaite, en el sensible escocés Duncan Haig-Guinness, en el musicólogo germano Karlheinz Kloppweiser, en el infame taxista del Bronx Theodore Slutz; me convierto en una máscara hasta que el dolor de ser G.G. vuelve a la superficie abriéndose paso a través de la anestesia de un alias.
Pero sí recuerdo que aquel verano de 1945 yo tenía apenas trece años; lo que no impedía que me moviera con la soberbia de alguien que cree saber con exactitud cómo terminará el libro de sus días, alguien que no ha podido evitar la tentación de leer de pie junto a los estantes de una librería, para ahorrarse la compra de otra biografía.
Nada resultó como lo pensaba, claro. Pero aun así sucumbiré a la tentación de insistir con el dibujo de un plano que nunca superó su condición de papel y lápiz, de ambicioso boceto: mi vida, estaba seguro, constaría –al igual que mi partitura favorita– de dos secciones de igual peso específico.
La primera de estas secciones se extendería hasta el día en que yo cumpliera cincuenta años.
Intenten comprenderme: entonces tenía trece años y ya había firmado con mi sangre un documento en el que me comprometía a vivir por y para el piano hasta alcanzar el medio siglo de vida sobre este planeta. A partir de entonces –cumplido el medio siglo y el compromiso– cambiaría el teclado de un Steinway por el teclado de una Remington y me dedicaría a la literatura hasta la mañana en que cumpliera los cien años.
Así se lo dije a Oppie aquel día en el lago de Planicie Banderita y así fue como Oppie me hizo prometer que lo primero que iba a escribir sería sobre aquellos días en el Trinity Camp.
No tenía del todo claro lo que iba a ocurrir después; no me avergüenza confesar aquí que jugueteaba con la idea de una injustificable inmortalidad, una suerte de laguna helada por el invierno sobre la que yo me deslizaría, veloz y despreocupado, sobre los afilados patines de los siglos.
Veía entonces partes de mi futuro –siempre pude hacerlo– como quien intenta comprender la totalidad de una vida espiando las parcialidades de una familia desconocida en un álbum de fotos. Cerraba los ojos y, una vez que la oscuridad daba entrada a esa niebla amarilla que destilan los párpados, me precipitaba hacia la contemplación de piezas sueltas que acabarían configurando el rompecabezas de mi existencia por venir.
Me vi diferente, con un rostro donde relampagueaba el brillo de ojos nuevos.
Me vi entrando a lo que alguna vez había sido una iglesia presbiteriana, en la calle Treinta del East Side, en New York.
Me vi inclinado sobre un piano como quien se inclina –para el amor o para el crimen– sobre una persona que siempre es la víctima, y oí con perturbadora claridad el «Aria mit verschiedenen Veränderungen» de Bach creciendo desde la punta de mis dedos.
Me vi conduciendo un pesado Lincoln Continental en las nieves del Norte, del norte con N mayúscula, una N que jamás se derretiría porque allí arriba el sol no calienta sino que, apenas, ayuda a que el frío no se detenga y no pueda seguir descendiendo desde las alturas. Acumulación de multas por «manejo errático de automóviles». Un patrullero de la policía me sigue y me alcanza y el oficial me pregunta si estoy bien. Me dice que manejo como un demente, que me vio agitando los brazos y dando gritos mientras el automóvil cambiaba de carriles ignorando toda señal de tránsito. Le pido disculpas, le explico que no conducía un automóvil sino una pieza de Schoenberg que en ese momento emitían por la radio. El Lincoln Continental –mi máquina número cuatro– moriría al año siguiente.
Me vi iluminado como un puente en día de fiesta. Sólo que no había agua bajo mi cuerpo. Apenas arena y viento y un sonido nuevo y primordial al mismo tiempo, el sonido con el que todo había comenzado.
Vi tantas cosas.
Vi la foto del rostro de Dios. La foto de un objeto celeste diez millones de veces más grande que el sol. La foto de la aureola de Dios paseándose por el espacio con la misma indolente confianza con que otros pasean a su perro. Un círculo de oscuridad tan perfecto y tan solitario como sólo Dios puede serlo.
Vi entonces que Dios está solo ahí arriba y en todas partes, supe que Dios era un lugar de tal densidad que ni la luz podía penetrarlo.
Vi el momento exacto en que el agujero negro de Dios devoraba una galaxia por el placer de hacerlo. Dios alimentándose de estrellas muertas y corrigiendo los bordes del mapa de su creación en constante crecimiento.
Así fue como me derrumbé a los dieciséis años sobre el teclado de aquel piano con la cabeza llena de alas de ángeles. Arropado por un río de luces, mis ojos se empeñaron en elevarse a los cielos hasta que mi mirada fue similar a la de esos santos tan felices por las flechas que crecen en su flancos.
Así fue como supe que Dios no había terminado su trabajo, que su humor y sus intenciones eran tan cambiantes como las de los seres que había inventado, que nunca había hecho uso de su séptimo día de descanso y que no tenía intención de hacerlo.
El médico de la familia dictaminó entonces que lo mejor era hacer un viaje. Clima seco y lejano y nada de pianos. Así llegamos a este hotel en las afueras de Los Álamos, en un lugar llamado Canciones Tristes donde alguna vez ardió la sabia y orgullosa llama de civilizaciones.
En el Sagrado Hotel de Todos los Santos en la Tierra no había piano. El vestíbulo y la sala de estar no eran más que espacios vírgenes, complicados costillares de madera sosteniendo techos que no tardarían en arder y arder a lo largo de varias noches.
No había piano en el hotel, en Canciones Tristes, cerca de Los Álamos. Por eso la tentación de las aguas solitarias, de recordarme joven y diferente, de pie sobre el piso de un bote. En el centro mismo del lago de Planicie Banderita, mirando al fondo de las aguas y descubriendo la columna vertebral de la represa hundida como en un sueño, allá abajo, donde también se adivinaban las calles y las casas y los jardines de un pueblo sepultado para siempre por sábanas de agua.
Los habitantes de Canciones Tristes insistían en asustarme con historias siempre diferentes, historias que cambiaban según el humor o la estatura de quienes me las contaban, pero que coincidían en un punto ineludible de un mapa difuso.
Planicie Banderita era el sitio de donde venían los ángeles; un lugar santo que el día menos pensado saldría a la superficie para respirar y escupir ángeles con dulces liras o con espadas flamígeras entre sus manos, quién sabe.
El hombre flaco, insistían, había llegado a Canciones Tristes para liberar a las huestes submarinas del Señor, para secarlas y devolverlas a los cielos adonde pertenecían.
El hombre flaco no era otro que Oppie, o J. Robert Oppenheimer, arquitecto de la destrucción universal y de mi destrucción privada.
El hombre flaco ahora me descubría de pie, en el ombligo exacto de un espejo de agua, con los brazos extendidos y recordando, sin mover mis manos, el dibujo preciso de aquellas variaciones como si estuviera frente a mi querido piano, lejos, en el norte de todas las cosas, en los bordes de otro lago llamado Simcoe.
El secreto estaba en invocar la imagen táctil de la música, de toda la obra en cuestión, y ubicarla en el rincón más limpio de mi cerebro y así neutralizar el aburrimiento de mis días y la prohibición médica de acercarme a un piano.
En eso estaba –mis manos en las teclas del aire– cuando oí que alguien aplaudía y abrí los ojos y ahí estaba Oppie, en otro bote, gritando: «Encore! Encore!», mientras el telón de mi desgracia subía y bajaba y volvía a subir; mientras yo salía a saludar una y otra vez sin saber si era el final del concierto o si se trataba, apenas, de esos segundos de falso silencio que separan una variación de la siguiente.
Organizar las vidas como si se grabara música.
Pasar dos o tres horas en el estudio para conseguir –próximos al desmayo– la perfección de un par de minutos que nos rediman ante tanta desafinación, ante el infinito desorden de las vidas.
Me llevó una semana grabar las Variaciones por primera vez. Necesité unas veinte tomas para localizar –después de tanta búsqueda– el verdadero y secreto carácter de la partitura.
Supe entonces que era cuestión de manejar las primeras veinte aproximaciones como bocetos de un perfil que se me rebelaba y revelaba paulatinamente.
Utilicé las primeras veinte tomas para eliminar toda expresión superflua de mis lecturas anteriores.
No hay nada más difícil que esto; pero ¿cómo renunciar a la recompensa que, al final de todo, nos obsequia el perfecto conocimiento del aria da capo, cómo resistirse al completo entendimiento de sus movimientos y mutaciones?
El mismo proceso intento ahora con Oppie pero, claro, yo ya no soy el mismo y me muevo en círculos alrededor de estas Oppenheimer Variationen con el recelo y el privilegio propio de quien se sabe único sobreviviente de toda la historia.
De ahí que organice y reorganice a Oppie como quien arroja –furioso hacia los cielos– el cuerpo de una sinfonía por el solo placer de ver cómo cae sobre el foso de la orquesta.
J. Robert Oppenheimer precipitándose sobre la historia.
J. Robert Oppenheimer, el hombre alto y flaco que peina su cabeza con un cepillo para perro. Ojos azules y andar invertebrado por la calle central de Canciones Tristes. J. Robert Oppenheimer se parece un poco a James Stewart, y avanza con la determinación de quien sabe que el adelante no está necesariamente ahí y que por eso parece moverse en todas las direcciones al mismo tiempo como una molécula descarriada.
J. Robert Oppenheimer aprendiendo idiomas para así poder leer textos en su lengua original. Aprendió italiano para leer a Dante; le llevó menos de un mes. Poco antes de cumplir treinta años conquistó al sánscrito para poder comprender el Bhagavad-Gita tal como había sido formulado. Aun así, en todos y cada uno de los idiomas que supo hacer suyo se interponía una partícula inconfundiblemente Oppenheimer: un nim-nim-nim que ya apareció en estas páginas y que bailaba en la separación de cada frase convirtiendo cualquier lengua ajena en dialecto particular. Nim-nim-nim como forma de mantra, como contraseña que abría cualquier vía de escape.
J. Robert Oppenheimer conduciendo un automóvil junto a una estudiante demasiado hermosa para ser cierta, detiene el motor en algún lugar de las colinas de Berkeley. Necesita un poco de aire, explica. Camina alrededor del automóvil y comienza a nadar en las aguas oscuras de un problema de física. Piensa y camina y flota y de pronto abandona su órbita y ahora avanza por las entrañas de un bosque, de un camino que lleva al desierto salón de baile del Berkeley Club. Números y señales bailan en su cabeza y, sin piedad alguna, deciden seguirlo en sueños cuando se desploma sobre su cama y el auto y la chica han quedado tan atrás y tan lejos. J. Robert Oppenheimer sueña que soluciona ese problema en el momento exacto en que dos policías encuentran a una joven estudiante que llora sin parar en un automóvil abandonado, en algún lugar de las colinas de Berkeley.
Y Oppie nunca creyó en las casualidades. ¿Por qué pensar entonces que nuestro encuentro en Canciones Tristes fue un simple temblor del azar? En cuanto a lo que a mí respecta, con el tiempo comencé a vernos a los dos como partes diferentes de una misma ecuación, como el alfa y el omega de una estructura única. Es bajo este principio y esta creencia como encaro una tibia defensa de tus acciones, Oppie. Lo cierto es que tu organismo no estaba educado para el fracaso, pensabas que no podrías resistirlo. Y estoy seguro de que así habría sido. En eso, pienso, éramos tan diferentes aunque tan complementarios…
Todavía conservo una –otra– antigua foto que me tomaron pocos meses después de mi nacimiento: aquí estoy, en la cuna, los brazos extendidos, los dedos en movimiento perpetuo: «El chico será un gran pianista. O un gran físico», dictaminó entonces el médico de la familia. Y yo, quizá presintiendo que el lugar de las leyes físicas en esta historia sería ocupado por otro personaje, comencé a fijar mis ojos en ese artefacto negro y vertical apoyado contra la pared de la sala que limitaba con las orillas del lago Simcoe.
El viejo duelo entre el arte y la ciencia, querido Oppie.
Siempre sostuve que el objetivo definitivo del arte era la pausada construcción de un estado de perfecta maravilla y serenidad.
Su propósito inmediato –escribí en algún cuaderno lejano– sería esencialmente terapéutico, hasta alcanzar la posibilidad de que el mismo arte, como forma, desapareciera en el espacio. Porque es de sabios, pienso, aceptar la idea de que el arte no tiene por qué ser inevitablemente benigno, de que inevitablemente hay un núcleo de caos y destrucción detrás de tanta belleza. Por eso debemos analizar las diferentes áreas que causen el menor daño a la humanidad y utilizarlas como guías. Por eso el arte es el instrumento que la humanidad ha creado, casi sin darse cuenta, para poder defenderse de sí misma.
Y lo mismo es válido para las ciencias exactas.
Pero, claro, te movías en una cegadora tormenta de pizarras, uniformes y fórmulas mientras, al otro lado de las cosas, la guerra en el Viejo Mundo funcionaba en tu teorema como la menos serena de las musas inspiradoras.
Éramos demasiado diferentes y –al mismo tiempo– perfectamente afines para el desarrollo de una historia que combinara arte y ciencia y muerte.
Por eso fuimos elegidos.
Por eso, con la llegada de Jude a Canciones Tristes, la alineación del triángulo fue perfecta y sólo quedó sentarse a esperar lo inevitable con la misma inocencia de quien contempla esos cielos del Norte bordados de auroras boreales.
Por eso todo terminó del modo en que terminó.
Por eso acabaste así ocupando un lugar en esta historia.
Por eso elegí yo las sombras, y desde entonces, desde aquellos días en Canciones Tristes, el principal objetivo de mis noches ha sido el de intentar convertirme en el perfecto prisionero.
El perfecto prisionero –sépanlo– es aquel que es condenado por crímenes que jamás cometió. No creo que haya mejor manera de azotar la carne, y estoy seguro de que no existe más significativa mise en scène contra la cual proyectar la vida del recluso que, paradójicamente, aquella que me ha vuelto célebre por encima de mis aptitudes musicales.
Querido Oppie, habiéndome expuesto a la explosión de tu falsa bomba y a la verdad de una historia, poco podía interesarme ya el pasearme por la previsible superficie, por las tierras bajas de escenarios y auditorios atiborrados de seres idénticos.
Apenas meses después de dejar Canciones Tristes, me dediqué con pasión a convertirme en un loco imprevisible por el resto de los mortales. Un genio salvaje que brillaría por unos años con resplandor de estrella nova para enseguida desaparecer tras las consolas y la oscuridad de las peceras de los estudios de grabación, santuarios donde yo me movería con la intuitiva elegancia de esos peces profundos que nunca han visto la luz del sol.
Así, mi búsqueda de una hagiografía propia ha tenido éxito.
Así alcanzo ahora la perfección que siempre quise para el final de mis días en este planeta.
Con cada noche que pasa, el sueño se me presenta con colores más brillantes, en variaciones mejor ejecutadas.
Sueño con Johann Sebastian Bach en 1741, viajando desde Leipzig a una Dresde que ya no existe.
Bach ha llegado para visitar a uno de sus jóvenes discípulos, Johann Gottlieb Goldberg, un empleado del conde Hermann Karl von Keyserling, embajador ruso en la corte de Sajonia.
Sueño con las célebres neuralgias del conde Keyserling, con los dolores que no le permiten dormir por las noches, con su desesperado pedido para que Bach le componga una música que le ayude a soportar su pasaje insomne por las horas y las sombras.
Bach elige como tema una pequeña sarabanda que había bocetado quince años atrás en el Notenbuch que obsequió a su joven segunda esposa Anna Magdalena. El conde Keyserling se muestra agradecido y recompensa a Bach con cien luises de oro, la mejor paga jamás recibida por el compositor.
Sueño con el conde sufriente –sus ojos siempre abiertos como los de ciertas aves nocturnas– rogándole a su sirviente con un hilo de voz y una sonrisa fatigada un «Por favor, querido Goldberg, acércate y ejecuta mi “Aria mit Veränderungen”».
Sueño con Oppie rogándome un «Por favor, querido G.G., acércate y toca algunas de esas malditas Variaciones».
El piano en la casa de Los Álamos, las miradas de perra caliente de Kitty Oppenheimer, la desesperación amotinada de los subalternos, y Oppie enloqueciendo en cámara lenta. Todo es secreto y nada resulta como se supone y ¿por qué no fabricarse un uniforme? Oppie se lo pone y me lo muestra y marcha por la sala golpeando los tacones de sus botas contra el piso de madera. Media vuelta y saludo nazi y crisis histérica y yo corriendo de regreso al Sagrado Hotel de Todos los Santos en la Tierra con el eco de los gritos de Oppie rebotando en todas partes: «¡Quieren que averigüe el método y fabrique el arma para desarmar el planeta! ¡Y si lo consigo voy a ser un héroe, voy a ser parte de la historia de la humanidad! ¡Quieren que vuelva a separar las aguas del Mar Rojo!».
Lo que Oppie no podía entender, lo que lo estaba volviendo loco, era no saber por qué lo habían elegido a él. Nadie mejor que yo para entender su desesperación, porque yo también había sido elegido por motivos que todavía hoy desconozco.
Yo había nacido con el don de comprender la respiración de todas las músicas.
Yo nunca había estudiado horas y horas frente al teclado, desconocía el gozoso tormento de la disciplina donde se habían fraguado las manos de los mejores pianistas.
Yo vivía perseguido por el frío de saberme el mejor sin siquiera habérmelo propuesto. Un frío que se instalaba en tus huesos y tu sangre y no te dejaba transpirar la satisfacción del trabajo cumplido. Por eso guantes y bufandas y gorras bajo los soles de Canciones Tristes, de Quebec, de Washington D.C., de Nassau.
Así, mi locura se apoyó en la de él y pronto se extendieron por todo el campamento, por las calles de tierra y las chozas prefabricadas y los cerebros de los hombres más inteligentes de su generación funcionando como dínamos simultáneos, su fricción produciendo chispas de oscuridad.
Hoy, tanto tiempo después, esa misma locura se ha esparcido por el mundo como un gas nefasto.
Así, leo que la más larga maratón de piano fue protagonizada por un imbécil llamado David Scott quien tocó sin detenerse durante cincuenta días y dieciocho horas.
Así, el primer experimento atómico de posguerra tuvo lugar el 1 de junio en el atolón Bikini. Arrasó una flota de setenta y cinco buques de guerra poblados por un ejército de cuatro mil ochocientas cabras, cerdos y ratas. El artefacto que se lanzó sobre los barcos estaba decorado con un retrato de la actriz Rita Hayworth y respondía al nombre de «Gilda».
Pero no fue el artefacto el causante directo de la columna de fuego, del viento sin riendas, del cielo rojo indiscreto. El legítimo responsable fue un individuo llamado Jude que hasta las miradas más escépticas no vacilarían en confundir con ese hombre en todas las cruces. Fue él, sí. Fue algo y alguien que –ahora que Oppie ya no está entre los vivos– sólo yo sé, sólo yo conozco.
Y no pasa un día sin que lea en los diarios nuevas pruebas incontestables de la imbecilidad del hombre, consecuencia directa de lo ocurrido aquel amanecer en el Trinity Camp, en las afueras de Canciones Tristes.
Así es, Oppie: ningún jurado nos perdonaría.
Porque nosotros –individuos aparentemente geniales– poseíamos también la más genial de las estupideces.
Por eso, poco espacio merece aquí la estupidez de los otros.
Apenas mencionaré al pasar las palabras de un psicoanalista que no vaciló en emparentar mis murmullos en las grabaciones con una necesidad desesperada de sustraerme a la realidad del mundo exterior. No me detendré tampoco en la ceguera de todos aquellos que no supieron compartir el éxtasis que yo sentí sobre los escenarios del mundo y que se conformaron, por ciegos, con condenar mis gestos ante un teclado. Prefiero, en cambio, referirme a otro tipo de estupidez; a una estupidez más compleja y fascinante.
La estupidez de ese hombre que –fascinado por el retrato de la Gioconda– encarga al mejor copista que le pinte una reproducción perfecta y, al poco tiempo, no puede evitar sentir que la copia es superior al original. Años más tarde, minutos antes de su muerte, el hombre le sonríe por última vez a ese cuadro en la pared: le sonríe su infinito agradecimiento porque, ah, qué saben esos imbéciles que se arrastran día tras día para contemplar una burda reproducción en el Louvre. Su Gioconda ha sido la verdadera siempre; la de los otros es, apenas, un apasionante fenómeno de masas, la histeria de espejismo colectivo.
Un mínimo pero definitivo detalle separa la historia de este hombre de la de Oppie. El hombre que amaba a la Gioconda muere feliz y convencido de la verdad de su mentira. J. Robert Oppenheimer, en cambio, murió despacio y atormentado. La flecha lenta de un cáncer tardó años en atravesarle la garganta y para cuando –el 18 de febrero de 1967– cerró para siempre los ojos en la celda de un monasterio de clausura, Oppie estaba ya lejos de ser un hombre convencido de su locura y más lejos de haber encontrado el consuelo de Dios.
En sus últimas cartas me escribía que le gustaba jugar al póquer los viernes, que había perfeccionado su receta de Huevos a la Opje (chile verde y huevos revueltos); que había vendido su velero Trimethy y regalado su rancho mexicano Perro Caliente; que no extrañaba a las mujeres pero sí el acto de comprarles gardenias a las mujeres; que no se perdía un solo episodio de Perry Mason; y que «no, querido G.G., no he hallado ni creo posible hallar, invocando una de tus citas predilectas, eso de la paz que la Tierra no puede brindarnos».
Esto que sigue es la verdad, ésta es la verdadera sonrisa de la Gioconda, éste es el verdadero protagonista de esta historia a quien llamaremos –por razones de comodidad, para no complicar los pentagramas con melodías mucho más complejas– apenas Jude.
Su apariencia física y su rostro –por las mismas razones antes citadas– serán rápidamente descritos: Jude es increíblemente parecido a Jesucristo aunque algo más bajo de lo que cualquier creyente se atrevería a imaginar a Jesucristo. Su rostro no posee tampoco la delicadeza que uno aprendió a encontrar en estampitas religiosas y efigies bautizadas al por mayor bajo mangueras y extinguidores de incendios rociando toneladas de agua bendita en los techos de naves industriales más grandes que buques de carga.
Aquí está la foto: Oppie y Jude y yo de pie junto a las bombas que pronto viajarían sin ser invitadas a una ciudad llamada Hiroshima y a otra ciudad llamada Nagasaki.
Ahí estamos, Oppie y Jude y yo y dos artefactos inútiles e inofensivos llamados Fat Man y Little Boy.
Inofensivos porque el átomo no existe, el átomo no puede ser dividido.
Oigan: Jude ha llegado a Canciones Tristes arrastrando su maldita maleta y su maldita maldición y no es casual que encuentre fácil complicidad en la desesperación de Oppie.
Pronto Jude se mueve por el Trinity Camp como si fuera dueño del lugar.
Pronto le ofrece a Oppie algo que Oppie no está en condición de rechazar y que yo mencionaré aquí a toda velocidad, como si ejecutara el más trivial de los ejercicios para la mano izquierda o una de las más veloces variaciones, esa que ahora me parece la ideal banda de sonido para la más terrible de las películas mudas.
En la pantalla imagino ahora el rostro de un actor que gesticula demasiado cuando no hace falta porque, bueno, el actor ha conseguido una casi impecable personificación de Jesucristo y mira entonces a cámara y mueve los labios y el cartón negro con letras blancas explica a continuación que lo que ha dicho es:
«Ah, el hombre no es dueño del conocimiento supremo. No sabe cómo se originaron todas las cosas de este mundo y mucho menos conoce las instrucciones para destruirlas. Aquello en lo que ustedes insisten en creer, como si fueran ciegos de nacimiento a los que se les miente la verdadera naturaleza de los colores; eso que llaman «física» y «química», no es más que la burda hipnosis de creerse dueños de sus propios destinos…».
El actor que personifica a Oppie cae de rodillas y recibe los golpes de las piedras de este discurso mientras oculta desesperado el rostro entre sus manos; de improviso, Oppie alza la vista y pregunta:
«¿Qué hacer entonces? ¿Cuál es el secreto?».
El hombre demasiado parecido a Jesucristo responde con una sonrisa lenta:
«No hay secreto alguno… Tu investigación está condenada al fracaso… Aunque…».
«¿Sí?»
«Puedo ofrecerte algo.»
Mirada entre suplicante e incrédula de Oppie.
Nueva placa, más texto:
«Te ofrezco, porque tal es mi poder, que algo suceda cada vez que se arroje uno de esos artefactos inútiles que han construido y ensamblado según tus instrucciones… Te ofrezco que entonces, en cada una de esas ocasiones y por voluntad mía, el hombre sea testigo de un pequeño apocalipsis. Un huracán de muerte tan poderoso que hará vacilar y aumentar al mismo tiempo su fe en el Creador. Te ofrezco pasar a la historia como el hombre que fabricó la llave de una puerta que jamás debió abrirse.»
Entonces la imagen funde a negro; pero antes que la oscuridad sea total les pido que reparen en esa pequeña figura espiando toda la acción desde los filos de una ventana.
Sí, ése soy yo. Ahí está el hombre que vio demasiadas cosas demasiado temprano en su vida. Ahí está el joven que alguna vez fui y que a partir de ese momento ya no se me permitió volver a ser.
Desde entonces, todo fue como una historia cuya resolución se precipita sobre nosotros sin darnos tiempo a atraparla en nuestros brazos.
Por eso los «aaah» y los «oooh» del público que, secretamente, siempre quiso que todo terminara exactamente así.
Por eso –apenas cuarenta y ocho horas más tarde del pacto–, el primer estallido.
Por eso, después, enseguida, Oppie saludando desde un descapotable que avanza en cámara lenta por las calles jubilosas de Canciones Tristes.
Por eso –argumentando una profunda e inexplicable melancolía– le rogué a mis padres que volviésemos lo más pronto posible a nuestra casa en las orillas del lago Simcoe. A los fríos del Norte que justificaban la exageración de mis abrigos y a la metodología de mis pastillas y medicinas para no curarme jamás de mi hipocondría. Volver a la rutina de una partitura que mi oído absoluto y mi memoria fotográfica enseguida convertían en algo tan familiar como la disposición de los cuartos y los árboles de un lugar cuyo comportamiento todavía podía entender y disfrutar como si yo lo hubiera compuesto y ejecutado; para recién permitirme apagar las luces de mi auditorio en el amanecer del séptimo día.
Nací en Toronto, y esta ciudad ha sido mi cuartel general durante toda mi vida. No sé muy bien por qué; fundamentalmente, supongo, es una cuestión de seguridad. Aquí estoy bien. Aquí estoy lejos de todo. Toronto es una de las pocas ciudades que puedo afirmar que conozco y la única que parece ofrecer –al menos para mí– paz de espíritu. En mi juventud, recuerdo, Toronto era conocida como «la Ciudad de las Iglesias» y, en efecto, los recuerdos más vívidos de mi infancia en relación con Toronto tienen que ver con las iglesias. Con los servicios religiosos del domingo por la tarde. Con la luz del atardecer filtrándose a través de los vitrales, coloreando el aire. Con los sacerdotes que siempre –a esto se refería Oppie en su última carta– concluían su bendición de despedida con un «Señor, danos la paz que la Tierra no puede brindarnos». Verán: las mañanas de lunes significaban para mí el retorno a la escuela y el tener que enfrentarme a todo tipo de situaciones terroríficas. Yo ya era un freak, yo ya no me parecía a nadie. Así que aquellos momentos de refugio durante el domingo, por las tardes, se convirtieron en algo muy especial y muy sagrado. Significaba que allí podía encontrar algo de calma y sosiego. Y supongo que debo confesar que ya no voy a la iglesia, pero sí recuerdo y me repito a menudo aquella frase sobre la paz que la Tierra no puede brindarnos. Y sigo encontrando un gran consuelo en ella. La digo una y otra vez, a lo largo del día. La digo cuando me levanto y cuando me acuesto. La digo cuando abro y cierro mi piano.
El solo propósito de una puerta que se abre es saber que algún día volverá a cerrarse.
Mi primera grabación de las Variaciones, en 1955, funciona como un entusiasta «¡Aquí estoy, he llegado y conmigo empieza la historia!». Resulta perfectamente coherente que –superado el asombro de todos aquellos que consideraban esa vieja grabación como definitiva– vuelva a las mismas notas, al mismo estudio, veintisiete años más tarde, para dejar registrado el sonido de la puerta que se cierra, el «¡Adiós y gracias por la atención prestada!».
Supe entonces que el fin estaba cerca.
Varias semanas antes de las primeras sesiones de grabación empecé a perder la facultad de proyectarme en el futuro mientras recibía a cambio recurrentes dolores de cabeza. No. No era así, y lo supe enseguida: simplemente me había quedado sin futuro. La cinta de mis días estaba girando sus últimas revoluciones y se aproximaba al vacío por no tener más lugar donde continuar grabando.
Volví a entrar en los estudios como tantas otras veces: el evidente hombre invisible envuelto en bufandas, gorra, abrigo y manos enguantadas, arrastrando su célebre y desfigurada silla. Alguien sacó una foto de la silla vacía junto al piano y esa foto fue el último espasmo de futuro que se me permitió contemplar. Supe que esa foto aparecería en las notas de contratapa en una edición repleta de evidentes signos funerarios y de transparentes despedidas.
La portada sería impresa antes de mi desaparición pero, aun así, pasen y busquen y encuentren síntomas claros al dorso: silla vacía sin G. G.; el texto explicativo de rigor enmarcado en las bandas negras propias de los obituarios, y, en cada surco, mis tan criticados susurros y mis suspiros apoyándose en las notas del piano. Sólo a los más insensibles podía escapárseles el hecho de que, sí, me estaba despidiendo entre los compases del aria que cierra el milagro.
Sé que varios de los ingenieros de sonido y un puñado de mis mejores amigos no pudieron evitar las lágrimas mientras me oían ejecutar las Variaciones por última vez.
No me avergüenza reconocer que yo también lloraba a mi manera, que era feliz como nunca lo había sido porque ya no había dudas, no había nada por delante. Aquella tarde ejecuté las Variaciones como quien cierra una caja con llave, como quien arroja la llave a las aguas de un lago y se aleja caminando despacio hacia ese lugar donde por fin descansará a solas. Alguna vez me preguntaron si, de haber podido, me hubiera dedicado a otro oficio. Respondí que me atraía la posibilidad de ser un condenado a cadena perpetua pero, eso sí, inocente de todos los crímenes por los que se me había encerrado.
Piensen en mi vida como en la historia de un hombre que decidió convertirse en su propio paisaje. Cuando un hombre se transforma en el único paisaje posible de sí mismo es cuando alcanza la sagrada forma de la soledad.
Yo había llegado, sí, a ese lugar donde todos los santos están solos.
Yo había llegado.
Éste es el final de todas mis cosas, el punto exacto en que el universo conocido por mí alcanza su máximo punto de expansión y –con un suspiro resignado– inicia los primeros y tentativos pasos hacia atrás, hacia la más plácida de las retiradas y, ah, el consuelo de saber que no hay más allá, que el adelante ha dejado de ser una opción viable.
Entonces te llamo por teléfono en las horas menos tangibles de la noche, llamo por teléfono a unos pocos que sabrán escucharme y descargo los camiones de mi memoria, aquí y allá, en puntos estratégicos, en personas que sabrán recordar y recordarme.
Sí, otra vez G.G., ¿hay alguien ahí? G.G. dando tres golpes sobre la pulida superficie, sobre el ébano y el roble de amistades que ahora vuelvo a poner a prueba con minutos y horas de pulsos telefónicos amontonándose como si obedecieran los dictados de un metrónomo. De acuerdo, es tarde y dormías el sueño de los justos o de los inconscientes pero, ah, soy yo y yo tengo historias tan maravillosas para contarte…
Así hablaré hasta el amanecer, hasta que llegue el sueño y con el sueño llegarán las visiones, las escenas de una película sin montar pero aun así perfectamente comprensible.
Me ubico en los últimos metros de esta historia. Aquí avanzo hasta el borde de mi vida y, entonces sí, una mano para proteger mis ojos cansados del sol.
Y veo:
Una lápida arropada de nieve. Mi nombre. Dos fechas separadas por cincuenta años en el tiempo. La silueta de un piano esculpida sobre granito oscuro y sobre ella los compases iniciales del aria da capo.
Más atrás todavía. Los cambios climáticos imposibles de detectar por cualquier pronóstico meteorológico. Incoherencias en presiones y temperaturas y la génesis de la tormenta roja en mi cerebro. Un viento seco y terminal.
Me derrumbo una semana después de alcanzar el medio siglo de edad. Ni una novela escrita, pero el consuelo de estas páginas y kilómetros de grabaciones que alguna vez pensé en desgrabar a orillas del lago Simcoe, bajo la sombra comprensiva del primero de mis pianos.
La ambulancia, el hospital y mi negativa a que todo esto se haga público, mi progresiva caída en la inconsciencia, mi automático aprendizaje de la música de cámara de la muerte. Descubro que la toco bien, lenta, con elegancia, y que no hay testigos, nadie critica ahora mi canto mientras la interpreto con la tranquilidad de cantar para nadie, para mí. Por momentos mi voz oscurece la música pero no hay nadie aquí para señalármelo.
Entonces es el color gris, mi color favorito, y la línea plana de mi cerebro que –piadoso y siempre preocupado por el tiempo dramático– se permite un imprevisto gesto para cerrar y fortalecer mi humilde leyenda, un último atisbo de cordura.
Abro los ojos y me descubro –casi sorprendido– en una cama de hospital, rodeado por mis seres más cercanos. Alguien llora mi suerte. ¿Cómo describir el placer final de verlos a todos entre maravillados y temerosos ante mi sonrisa recuperada? Me incorporo sin dificultad en la cama. Miro a cada uno de ellos, los miro despacio pero con la misma velocidad que otras veces utilicé para memorizar cientos de notas en cuestión de minutos. Entonces me despido. Así: alzo mis brazos para orientar el tránsito de una orquesta que sólo yo puedo oír.
Eso es todo: música y un sueño hecho realidad después de todo.
Me veo desde arriba, veo cómo me cubren con una sábana blanca, con la misma respetuosa parsimonia con que yo cerré la tapa de tantos pianos al final de tantos conciertos. Salzsburgo.
Jerusalén. Moscú.
Después, a medida que asciendo, todo parece desordenarse. No demoro en comprender que esto se debe al caos implícito del mundo de los vivos.
Entonces me alejo y de improviso es el espacio. El azul y el negro y un frío como jamás conocí; la certeza de haber alcanzado la más inexpugnable de las soledades.
Floto hacia la luz de mis funerales en la catedral de Toronto. Siempre tuve curiosidad por saber quién vendría a mi funeral. Ahora lo sé.
Floto hacia una luz parecida a la de las iglesias de mi infancia cuando éramos yo y el órgano y la música y la posibilidad cierta de un Dios sabio.
Miren: hay un artefacto suspendido en el espacio que por una vez no parece invitarme con la visión de un teclado dispuesto. Entonces recuerdo.
Un disco dorado. Una invitación al baile.
Recuerdo que me mostraron fotos y me leyeron aquello de «Éste es un pequeño obsequio desde un mundo distante…» que no tardaría en grabar la voz del presidente de turno. Voyager I y II.
Recuerdo que un funcionario me comunicó –con un orgullo que entonces no supe comprender pero que ahora me resulta obvio– que el Voyager I y el Voyager II estaban diseñados para soportar la erosión de la nada por más de un billón de años; que sus trayectorias preestablecidas los llevaría más allá de Júpiter y Saturno y Plutón; que abandonarían el mapa conocido del sistema solar entre 1987 y 1989 y que a partir de allí el primero se dirigiría hacia el ojo claro de la constelación Ophiuchus y que el segundo se concentraría en los cascos briosos de la constelación Capricornus.
Un disco dorado donde –escuchen– aparecen las figuras de un hombre y una mujer junto a saludos en sumerio, en inglés, en todos los idiomas, para luego hacer espacio a la cuidadosa
edición de un compendio de sonidos de este planeta que no tardaré en abandonar. Los jadeos de las ballenas; la incontenible felicidad de los volcanes; perros y trenes y trenes ladrándole a los perros; risas y besos y la perdonable obviedad de Louis Armstrong en «Melancholy Blues»; una flauta japonesa describiendo la danza de las cigüeñas en sus nidos; el aria de la Reina de la Noche de La flauta mágica; pigmeos del Zaire ofreciendo un ritmo colosal e iniciático.
Y yo frente a un piano, en un estudio de grabación que alguna vez fue una iglesia elevada a los cielos para gloria de Nuestro Señor mientras no puedo evitar preguntarme quién habrá olvidado agregar, de quién habrá sido la decisión de omitir el sonido definitivo de aquella primera mañana atómica en Trinity Camp, en las afueras de Canciones Tristes.
Casi al final del disco dorado, el Preludio y la Fuga en Mi mayor del primer libro del Das Wohltemperierte Klavier. Bach interpretado por G.G. y –ahora lo comprendo todo–, ¿qué mejor que una fuga como pasaporte para este largo viaje? Una fuga es el proceso que sólo tiene que ver –y que oír– consigo mismo, que no es capaz de ninguna evolución más allá de su órbita y que, al no conocer conclusión alguna, es un proceso infinito.
Si todo resulta bien, dentro de cuarenta mil años luz, ambos artefactos se acercarán a los bordes de una estrella de cuarta magnitud. AC+79/388 será su nombre, y si nada ocurre allí –si no encuentro un auditorio dispuesto a apreciar mi música en lugar de regocijarse por mis… uh… excentricidades– seguiré camino hasta AC-14/1833-183 o quizá hacia DM+11/651 o hasta Urkh 24 donde los recuerdos de aquel sol brillando sobre las aguas del lago Simcoe, del viento barriendo toda posibilidad de postal, de la flor de muerte falsamente adjudicada a la desesperación de J. Robert Oppenheimer, serán apenas notas invisibles en la infinita complejidad de un concierto que –por fin– sólo podré comprender después de milenios de concentración y disciplina.
Lo estudiaré todas las noches sabiendo que aquí sólo hay noches y el tiempo no importa.
Estudiaré por primera vez porque nada sabré aquí; las notas serán otras y el teclado responderá a otras leyes, y yo seré feliz porque –después de tanto tiempo– se me ofrecerá la posibilidad de una melodía que no entiendo y debo entender.
Estudiaré, sí, hasta verlo todo.
Sólo Dios ve todas las cosas; pero yo estaré cada vez más cerca de Dios y sólo extrañaré, tal vez, cantarles Mahler a los elefantes del zoológico de Toronto, a los peces sin dueño del lago Simcoe.
Y alguna vez, en la perfección de un instante, el autor de todas las músicas vendrá en busca de la música escondida en este artefacto, y nada le costará interpretar las instrucciones para hacer funcionar el disco dorado.
Entonces yo y la música seremos uno en sus oídos al comprender que mi pasaje por esta historia ha tenido algún sentido final, que del caos de mis días se desprende el consuelo de una melodía sencilla y ligera pero, no por eso, fácil de condenar al olvido de los tiempos.
*Fuente: https://www.penguinlibros.com/es/revista-lengua/ficciones/oppenheimer-por-fresan-musica-para-destruir-mundos-un-experimento