Esta noche dormirán 180 personas en la Fundación Arrels. Ferran Busquets es el director de este lugar de acogida. Según cuenta cada año “pasan por aquí 1,400 personas. Algunos solo vienen y se duchan, a los más vulnerables les ofrecemos alojamiento”. Implementan también modelos que funcionan en otros lugares de Europa como el “Housing First: respuesta al problema de la indigencia acorde con el siglo XXI”; sin dejar de lado la recuperación de habilidades y ocupaciones. “La tienda Camper de la calle Pelayo la montamos nosotros”, dice enorgullecido y a otra empresa de gafas “le hemos hecho carteles que estarán en 2000 tiendas en todo el mundo”.

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¿Pero qué es quedarse en la calle?

Una injusticia en ningún caso justificable. Ningún error que hayamos cometido es para pasar esta “tortura”. Y lo cierto es que mucha gente no ha llegado a la calle debido al soporte familiar, al apoyo de una pareja o a la ayuda de buenos amigos. Si a todos nos fallan estos factores, seguramente habría más gente afectada”.

¿Y el Estado?

Falla; porque es una cuestión de voluntad política que no haya gente durmiendo en la calle. Según algunos estudios es más caro tener a la gente en la calle, pues existen costes de prisión, costes de multas, de ingresos en urgencias. El coste de recuperación de una persona que está en la calle, económicamente es más rentable que los servicios que se brindan en albergues. Se hacen un montón de albergues que cuestan un dineral, pero no se llenan. En un lugar donde compartes habitación con más personas, hay inseguridad por temor a que te roben o molesten. Además que estás un tiempo limitado.

¿Qué ofrece Arrels a estas personas?

Primero que todo, una vivienda. Queremos garantizarle a la persona la posibilidad de no tener que volver a la calle. Brindamos el soporte para ello. Hay gente que es más autónoma, en tanto otros tienen una dependencia más grande, y, por tanto, necesitan mucho más soporte.

Hablamos de…

Gente que lleva muchos años en la calle. Tienen quizás adicciones, toxicomanías, han llegado a un cierto deterioro cognitivo, físicamente de salud no están bien. Si es gente un poco mayor intentamos que vayan a residencias.

¿Si lo miramos por franja de edad qué nos encontramos?

Mayormente gente de 50 años para arriba. A estas personas cada vez les cuesta más encontrar trabajo o seguir adelante. El 85% son hombres. Es una estadística que se repite en casi toda Europa.

¿Qué es eso del Housing First?

Un modelo de atención a las personas sin hogar. Se trata de una filosofía utilizada en otros países de Europa, en Estados Unidos y en Canadá donde han elaborado un estudio espectacular que tiene como punto de partida “la vivienda”: A la persona se le propone vivir en un piso individual precisamente para garantizar que si no quiere, no tiene que volver a la calle. Es lo primero. Solo hay 3 condiciones: que aporte un 30 % de sus ingresos en caso de tenerlos, un comportamiento adecuado con los vecinos y, por último, la aceptación de un equipo de soporte semanal. No se le pide ni que deje de beber, ni que deje las toxicomanías. La persona avanza a su ritmo.

La libertad en este caso es fundamental…

Es lo que permite que la persona cuando esté preparada, diga “ahora quiero dejar el alcohol”. Uno deja de fumar o beber cuando lo tiene claro. Por eso hay que respetar el propio proceso individual, lo contrario conduce al fracaso de la persona y del profesional que interviene. Debemos evitar que se alimente el imaginario que dice: “las personas que viven en la calle no requieren ayuda”.

¿Entonces hay gente que ha conseguido dejar la calle?

Nosotros tenemos gente que vive en pisos individuales “en condiciones” que ya no corre el riesgo de volver a la calle. En los pisos compartidos se destinan demasiados recursos, por eso, a medida que podemos mantener los pisos individuales, preferimos dejar los pisos compartidos, donde el gasto para gestionar conflictos es mayor. Quien haya compartido un piso de estudiante sabe qué significa. Si a una pareja ya le cuesta compartir piso pues con mayor razón a tres personas que comparten sin conocerse. Si acaso uno bebe y el otro quiere dejar de beber, es probable que ninguno de los dos abandone el alcohol. En situaciones así hemos visto gente que ha preferido la calle, para abandonar el alcohol.

Ustedes salen por la noche a hacer rondas para ver si encuentran gente que necesite de un espacio…

Sí. Tardes, noches. Tenemos 25 voluntarios que en parejas recorrer diversas zonas. Estamos intentando a ampliar los voluntarios porque no llegamos a todos lados.

¿Solo buscan indigentes crónicos?

La gente que está más afectada.

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¿Y cómo los identifican?

A veces, aunque nadie lo note, están sentados en bancos; o los ves desde hace días hablando solos, en una zona en concreto. Aquella gente de la que no tenemos ninguna duda es a la que nos acercamos.

¿Y los que no lo son?

Cada día decimos a muchos que no, pero eso la gente no lo entiende. Porque si nosotros atendiéramos a todos los que están en la calle esto colapsaría y existen otros recursos. Además la atención que nosotros damos como el Housing First, es buena para la gente cronificada, pero para aquellos que acaban de llegar a la calle, es demasiado intenso. Un cambio brusco. Lo cierto es que si alguien que no está cronificado se queda en la calle se le tiene que potenciar para que encuentre trabajo. Si atendiéramos a gente que acaba de llegar a la calle, haríamos más daño que beneficio.

¿Se ven más jóvenes ahora como consecuencia de la crisis?

Sí que hay gente más joven, además lo que se ve ahora es gente menos deteriorada, la gente no está tan mal como antes. Y sí que es verdad que hay mucha gente más capacitada, con estudios, que pasa unas noches y ya está. Pero en la gente más cronificada hay una reducción de la edad. Aunque la crisis ha ayudado a democratizar el fenómeno, aún queda mucho recorrido. Yo me acuerdo de pequeño que cuando alguien que se había quedado sin trabajo, la pregunta era “¿qué ha hecho?” En cambio ahora, decimos: “te ha tocado”.

A veces cuesta entender, se ve lejano, suena a mentira pero cualquier persona se puede ver en la calle independientemente de su condición social…

Como dice un usuario nuestro: “Tú estás más cerca de quedarte en la calle que de tener un yate”. En ese sentido yo creo que sí. Porque si ahora me deja mi mujer y se lleva a los hijos y a mí me coge una depresión y dejo de trabajar, me quedo sin paga. Paso de llamar a mi familia porque me da vergüenza, hasta que un día… me encuentro en la calle. Aunque la verdad es que no hay ninguna necesidad que termine en la calle cuando hay 400 mil pisos vacíos. Si en Barcelona se calcula que esta noche habrá unas 1000 personas durmiendo en la calle, no tiene ningún sentido cuando hay más de 1000 pisos vacíos.

Mientras la gente duerme en casa poco se entera de ese otro mundo…

Se producen robos, peleas. Esto no te pasa en un día, pero si estás 8 años en la calle, te pasará. Es uno de los problemas más graves. A ello se debe que no haya tantas mujeres en la calle.

¿Demasiada violencia?

Sí, aunque hay muchas opiniones respecto a este tema. Algunas son más sociológicas en el sentido de que la mujer tiene más recursos, más posibilidades. El hombre por no tener un trabajo se puede sentir más frustrado. Pero después también hay otra realidad: una mujer de 30 años en la calle es carne de cañón. Yo he sido voluntario de calle y una mujer de la calle, sea joven o no tanto, enseguida está al lado de un hombre, busca protección. Tiene otras herramientas. Si una mujer llama a tres puertas, seguramente alguien la dejará pasar, a un hombre no.

Sin embargo también hay gente que se sabe mover en la calle. Como que ya conocen el terreno que pisan…

Al final uno se adapta a todo, pero eso no quiere decir que la persona afectada esté bien. Una de las imágenes que marca la dureza de la calle es el tema del alcohol. Es verdad que hay gente que termina en la calle como consecuencia del alcohol pero no es así para todos. Sin embargo, la gente que vive en la calle y no bebe, termina pasando por el alcohol, porque es tan dura la vida en la calle que uno busca su refugio. Así, además si uno es agredido, el tiempo transcurre más rápido. Una persona me dijo un día: mira Ferrán si no fuese por el alcohol ya me hubiese arrojado a las vías del metro. Es una vida dura, solitaria y de sufrimiento. Yo creo que la gente que está sola en contra de su voluntad, sufre más y una cosa que lo refleja es el tema con la muerte, muchas veces vamos a un entierro y solo hay gente de Arrels. Nadie más.

Aun cuando tienen un sistema enfocado a la búsqueda de familiares  

Hay familias que acaban viniendo a los entierros. Hace unos días el hermano de un fallecido se expresó así: “nos ha hecho sufrir mucho, y aunque yo he estado ahí y he hecho lo que he podido, la auténtica familia erais vosotros”. Eso es algo que me ha costado asimilar, pues aunque la familia es nuestro último recurso, para la gente que está en la calle muchas veces este último recurso no existe, porque no te atreves a dar ese paso por vergüenza de haber terminado en la calle.

¿Crees que en relación a este tema se ha agudizado la falta de sensibilidad por parte de la sociedad?

Lo que pasa es que se piensa que la gente está en la calle porque quiere. Y yo no creo que eso sea verdad. Otra cosa es que haya gente que lleve tantos años en la calle que ya no se atreva a dar ningún paso pero nadie está en la calle, sobre todo en lo que respecta a las primeras temporadas, porque le da la gana. A nadie le gusta pasar por situaciones duras.

¿Qué otros recursos tienen?

Aunque hay mucha gente que colabora con nosotros en mantenimiento y voluntariado, contamos con la campaña “Homelessfonts”: iniciativa que consiste en la creación de tipografías a partir de la letra de las personas que han vivido en las calles de Barcelona. Puede servir para anuncios, carteles, trabajos para clase, un blog, etc. Esta campaña potencia la sensibilización, es una fórmula para ingresos y, por otra parte, deja claro que aquellas personas por las que nadie daría un duro, tienen cosas que aportar. Muchos compran un producto a partir de ver esto. Y la verdad que es muy gratificante.

He visto que tienen abierta también una cuenta de twitter que lo actualiza un tal Plácido Moreno…

Sí y va muy bien el trabajo que hace Plácido Moreno, aun cuando cada año pasan por aquí cerca de 1,500 alumnos de diversos colegios para conocer por parte de los usuarios de Arrels todo tipo de experiencias. Queremos que la gente pregunte más, participe, se familiarice con el tema de lo que es vivir en la calle.

Además del tema económico ¿qué consideras que hace falta?

Voluntariado, ahora mismo estamos ampliando el equipo de calle, por supuesto el tema económico es evidente. Muchas personas nos llaman para ofrecer un piso a precio de mercado, ¡pero para eso ya tenemos el mercado! Es importante que la gente vea y entienda que quedarse en la calle es producto de una injusticia. Cuando vamos por la calle y vemos un accidente de coche y hay un señor o señora que está sangrando, nadie duda en coger el teléfono y llamar a la ambulancia. Nadie pregunta ¿ha bebido?, ¿corría demasiado? Ya se lo preguntarán al afectado de aquí a unos días si hace falta. Cuando la gente ve a alguien en la calle me gustaría que tuvieran esa misma sensación, porque alguien está en la calle es una persona que está sufriendo.

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Vivir y morir en la calle

Un día Miguel apareció muerto en los alrededores del Maremágnum de Barcelona. Su cuerpo, cuando lo encontraron flotaba por donde suelen asomar las golondrinas. Vicente, que era su amigo, cree que la muerte de Miguel se debió a un ajuste de cuentas.

Miguel y Vicente descubrieron lo qué es vivir en la calle, conocían unos cuantos escondrijos para evitar el recio frío del invierno. Celebraban los días buenos, porque hay días mejores para quienes pernoctan entre portales y avenidas; en los días peores no había más remedio que darse ánimo con la cabeza bien en alto. Quizá todavía había ganas de vivir. Pero cerraban los ojos más temprano. Así se dejaban seducir por el olvido.

Todos los días, avanzada la mañana Miguel elegía una boca del metro plaza Cataluña, Vicente se adueñaba de otra, extendían un vaso plástico, a la espera de recibir dinero. Lo poco recabado alcanzaba para pan, embutido, aceite, sal y vino de caja.

Vicente tiene 52 años y nunca pasó necesidades, sus padres llegaron a ser dueños de 4 pastelerías repartidas por Barcelona. Muy jovencito pero con la idea de proyectarse al futuro obtuvo el título de Oficial de Primera de Pastelería, pero cuando murió su madre el futuro se le echó encima hasta quedar atrás. Los siguientes años de su juventud transcurrieron entre Ceuta, Melilla y Almería; entró al Ejército y formó parte del Grupo de Fuerzas Regulares, Nº2. Además del título que ya tenía, mucho tiempo después se graduó como Vigilante de Seguridad con Licencia de Armas. Se casó, tuvo un hijo, pero al poco tiempo se separó. Un día de pronto se vio inmerso en la soledad que lo condujo a la nada, como si sus ojos solamente tuvieran al mar quieto y frío delante.

Ahora que han transcurrido los años, aborrece a su padre que echó a perder todas las pastelerías. “No lo quiero ni ver”, dice, como si en todo momento su padre estuviera frente a él abofeteándolo. A su hermana que está viva le ha cavado una imaginaria tumba, y a su otro hermano fallecido a consecuencia de un cáncer, si acaso estuviera vivo tampoco lo quisiera ver. Habla de él como si acabaran de discutir. “Que se joda”, sentencia Vicente, que se ha sentido traicionado. La muerte de su hermano: un dolor perpetuo, herida que margina a los vivos y que en este particular caso, solo Vicente es capaz de sentir.

En lo referente a Miguel, su vida dio un giro el día que su mujer y su hija encontraron la muerte en un aparatoso accidente de coche; todo se oscureció en su interior, solo escuchaba los ruidos de la carretera: zumbidos de motor con el cielo negro como telón de fondo. Semanas después de la tragedia abandonó Galicia, se instaló en Burgos pero no encontró nada. Convencido de que tenía que marchar también de ahí, una tarde soleada apareció en Barcelona. Así es como un día las personas se encuentran en la calle, al margen de su condición, más bien producto de las circunstancias, del dolor que los empuja cuando, curiosamente ya están dotados para vivir de las puertas para afuera, porque creen haberlo soportado todo. Y si no, “lo que venga vendrá”. Porque a veces “no hay remedio”.

“Miguel conmigo siempre se portó bien”, recuerda Vicente como si de pronto todo lo relacionado con su amigo se le viniera a la cabeza. Dice que tenía la mala costumbre de pedir un cigarro a personas que elegía al azar. “Se enfadaba mucho si no respondían de manera favorable a su petición… ¡cabrón, hijo puta!, así insultaba, rememora Vicente.

Tales insultos comprendían para Miguel un alivio pero también un desafío para aquellas personas que le plantaban cara, negándole un insignificante papel cargado de nicotina.

Ahí, en medio de la desesperación y el hambre que a determinada hora ya no perdona, trabaron la amistad que los unió hasta la fatídica noche en que Miguel apareció flotando como si la muerte también lo hubiera rechazado. Quizá, si no hubiera venido a Barcelona habría corrido una suerte mejor. Pero eso nadie lo puede saber. El caso es que en Galicia también hay mar, en Galicia existen también buenas y malas personas con cigarrillos en la mano. Quizás Miguel vino a Barcelona siguiendo su destino: los pasos de su hija y su mujer que un día en el Maremágnum terminó por alcanzar.

Mucho antes de que esto sucediera, mientras reposaban del día en los alrededores de plaza Cataluña, se cruzaron con dos miembros de la Fundación Arrels. A partir de entonces establecieron un primer contacto. Vicente recuerda, en nombre suyo y en nombre de Miguel la primera vez que llegaron a la Fundación Arrels: se ducharon, se cambiaron calcetines y calzoncillos; también zapatos. Parecía un milagro. A las bromas de mal gusto ya estaban acostumbrados. A los milagros no. “Ellos son mi nueva familia”, dice Vicente, lo repite como un mantra, es el lugar donde ha encontrado el calor que un día se extravía por los deslucidos rincones del alma. “Yo estoy agradecido”, añade como si hubiera visto a Dios. “Lástima que mi amigo haya tenido que encontrar un final así”.

A Vicente le duele hablar sobre lo que significa la calle. Si la vida callejera contara para el currículum Vicente tienen 6 años de experiencia. Lo ha visto todo. Lo sabe todo. Ha llorado demasiado. Ahora se contiene. Sin embargo, tiene clara una cosa muy cierta a su juicio, el resto solo lo intuimos, pero él sabe: “la calle es jodida”, lo dice con la voz baja, como si me hiciera partícipe de un secreto. Nadie está libre de caer como la rama de un árbol. “En la selva hay animales”, dice como si poetizara el momento, en la calle… “son personas”, es su sabiduría la que cuenta las horas en ese laberinto de semáforos y coches y gente que mira. Camina. Murmura. Parecen morder cuando pasan a su lado. “Hay que saber sobrevivir”, señala, porque por la noche “te cruzas con personas que si te pueden pegar una puñalada te la pegan”, para robarte lo que has sacado en un día pidiendo en el metro y sorteando seguratas; te apuñalan porque les es más fácil, aun cuando a veces no tienes nada en el instante que consiguen hundir las manos en tus desolados bolsillos; pero te pegan una puñalada igual: “Por nada”. Tal vez porque odian el odio de la soledad. Te apuñalan en vez de llorar.

En ocasiones, cuando caía la noche, para despistar la oscuridad Vicente solía bromear con Miguel, “que en paz descanse”, “sí, que en paz descanse”, “claro que sí, que en paz descanse”, lo dice tres veces como si en adelante el reposo de esa imaginada paz fuera la extensión del nombre de su difunto amigo. El caso es que, adueñado de un minúsculo suelo, Vicente le decía a Miguel: “me voy a hacer una casa en forma de túnel”. Acto seguido Vicente organizaba su vida en función de esas cajas de cartón recolectadas durante el día en los contenedores y se guarecía dentro, esa era la única forma de que no le robaran. Su riñonera se convertía en almohada. También la mochila. En cambio “otros prefieren atarla al pie”. Parece más seguro pero no lo es, porque quienes roban por la noche, ayudándose de una navaja, cortan aquellos nudos. “Un compañero mientras dormía se quedó sin bambas en la estación del Norte”, recuerda. En los alrededores del Arco del Triunfo “si te quedas dormido te roban hasta los calzoncillos”, asegura. Por eso, cuando uno está en la calle es mejor no cargar con nada, dejarlo todo en un lugar escondido. Nadie sabe la sorpresa que le espera. “Si hay jaleo habrá que buscarse otro rincón”, porque resulta difícil pronosticar si será una noche de buena o de mala suerte. A Vicente le han robado tantas veces que ya ni se acuerda. “Un día fue la cartera con toda mi documentación”. En otra ocasión una persona que dormía a su lado le sustrajo el móvil. Y hace unos meses le hizo frente a una sombra, peleó, pegó, chilló. Sin duda se defendió, pero salió lesionado. Aquella vez no le robaron pero le rompieron la rótula, adolorido, entrada la noche apretujó sus cuatro únicas monedas de un euro. Hasta ahora le queda la lesión.

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A veces el cajero es un refugio porque hay cerrojo, sin embargo en ocasiones la gente avisa a la policía para que nos echen. Ahora bien, aunque es cierto que en la calle la gente se conoce y “todos tenemos más o menos controlado el lugar donde dormir, en ocasiones aparecen personajes nuevos que uno debe estudiar para saber de qué pie cojean”, pero lo mejor es “ser prudente”, considera, porque “la calle se está volviendo peor”. Además las horas transcurren lentas. Y cuando no tienes con quien hablar, cuando estás solo y abandonado, el tiempo lo dedicas a pensar. Te comes la cabeza.

A los 4 euros que a veces obtiene cuando sube a pedir al metro, le suma la buena suerte de un imán atado a una cuerda, instrumento construido por sus manos; lo usa, cuando gente ilusa arroja monedas a la fuente de la plaza del Rey, “es gente que quizá por insatisfacción busca un deseo”. Vicente ha aprendido a contentarse con poco, su deseo que es algo así como robar los deseos a otros, lo ha obligado a conocer la cautela. Se da una vuelta por los alrededores a la fuente, controla, aguanta el paso, observa y al final se aproxima. Sabe que al mínimo error sus planes se pueden echar a perder, pero igual llega un momento en que engancha ¡clack! las monedas frías en el imán que parece haber cobrado vida, “pero como te enganche La Urbana o los Mossos d’Esquadra ya la has fastidiado”, ríe Vicente como si no le quedara más remedio que burlarse de sí mismo, de su cara gastada y del tabaco que no tiene, único vicio que lo persigue por la carretera de sus pulmones. “Una forma de sobrevivir es esta”, añade, y, para que me quede la certeza muestra el imán que a continuación hunde entre ropa vieja que carga en la mochila color tierra que ahora es como su casa.

Lamenta que, dado el incremento policial, los fines de semana sean complicados. Además ahora las personas que viven en la calle ya no cuentan con servicios públicos. “Si te ven meando en una esquina te ponen una multa de 300 euros, a eso tampoco hay derecho”, se queja, pues era algo que a todos les venía bien.

“En qué fallé”, se pregunta Vicente “quizá todo haya sido por haberme casado con esa persona que me jodió”, dice refiriéndose a la madre de su hijo. Como si hubiera sido poseído por otra persona comenta con los ojos muy abiertos que ahora tiene una nieta de 5 años que ya va la guardería. Pero de inmediato vuelve a su realidad y explica: “todos ellos viven en el Prat de Llobregat”, y por un instante pienso en aviones y me da la impresión que sus familiares han cogido un vuelo de larga distancia para alejarse de su lado.

Habla en voz alta acerca de DIOS, la muerte y su madre. Y a continuación refiere que su madre yace enterrada en el cementerio de Badalona, si tiene algo de dinero, le pone flores. Hace unos años disfrutó mucho cuando en altas horas de la noche, acostumbraba saltar la muralla que bordea el camposanto. Lo hacía para entrar a dormir al lado de la tumba de su madre. “Un muerto no me va a causar daño, un vivo sí”, dice. En aquel cementerio además de los huesos de su madre, yacen los de sus abuelos, así como también los huesos de su hermano, la voz se le agota cuando hace mención a este último. Si esa paz en la que parece descansar su amigo Miguel tuviera su contraparte, sería la guerra eterna a la que sin duda imagina que ha llegado a caer su hermano.

Uno de aquellos saltos a la muralla que separa el mundo de los vivos y los muertos, despertó la atención de los guardias de seguridad, corrieron hacia Vicente y a la fuerza lo sacaron del cementerio, de inmediato dieron parte a la policía y se lo llevaron esposado. Vicente explicó a los guardias del orden que entendía bien que no eran horas para estar revolviendo entre muertos, pero tampoco había hecho nada malo, a menos que sea malo abrazar el cemento que cubría los restos de su madre. Desde esa vez no volvió a saltar por la muralla.

Cuando estudiaba en el gremio de pastelerías, conoció a una chica, que hace unos meses ha vuelto a ver. “Antes acostumbrábamos dar largos paseos por el campo, en cambio ahora vamos al hospital, cada vez que le da un ictus”, asegura sorprendido, tanto por los súbitos cambios como por la suerte que parece haberle deparado el destino. Y es que la madre y el padre de aquella ex compañera de estudios al tener conocimiento de la situación en la que Vicente se encontraba le ofrecieron una habitación para que cómodamente pudiera dormir, a cambio solicitaban su compañía para que su hija pudiera ir tranquila al hospital. Aunque Vicente a veces hace uso de la cocina de esa casa, entiende que es un lugar ajeno, entiende que es incierto el tiempo que aquella familia necesitará su apoyo, sabe por eso que llegado ese día, el día que él no haga falta, probablemente no tendrá un lugar para dormir. Por eso los miércoles y jueves se ducha en Arrels, se corta el pelo, hace acto de presencia pues no quisiera perder el vínculo con la fundación.

En todo este tiempo “no he cometido delitos”, dice enorgullecido, respecto a las drogas si alguna vez pasaron por su mano fue solo para desecharlas. “Cuando me junto con colegas de aquí jugamos al dominó, al parchís o tomamos un vino de caja”, lo dice con tono resignado. Antes Vicente jugaba al futbol sala, nadaba en la piscina o simplemente se entretenía con diarias caminatas; es algo que suele apreciar. Pero como ahora tiene el problema de la rótula, como consecuencia de esa pelea callejera, se desplaza menos, y ya los médicos le han asegurado que lo tendrán que operar. Cuando es “un día negro uno no tiene ganas de nada”, admite. Pero hoy es un día de semana por la tarde. Todavía no están oscuras las calles. Antes que le haga una pregunta se adelanta: “Hoy parece un día tranquilo, esperemos que siga así”.

Narrador, guionista y editor.

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