La casilla del 15 de Agosto estaba en blanco. Ninguno de los dos sabía dónde dormirían esa noche, probablemente en algún lugar de la costa del mar Jónico. Iogumenitsa, Parga, Corfú, Ítaca. Cualquiera sería deseable. Todas anunciaban la luz del mar, azul, espumoso, las islas que como manchas el sol hacía crecer en la superficie, arrancándolas del fondo submarino como plantas, manchas semejantes a muchachas raptadas de las profundidades por un rayo azafrán, sostenidas por un brazo invisible que las mecía bañándolas en luz, salpicándolas con reluciente arena blanca. Visitaremos esas playas, se dijeron. Extenderemos nuestros cuerpos bajo el sol y no haremos nada más. Estar aquí, disfrutar las vacaciones.

Pero ¿era eso estar de vacaciones? Él le reprochaba su incapacidad para distinguir un sábado de un lunes, un placer de una obligación; ella se encogía de hombros y cambiaba de tema. Aquí estamos, pensó Diana, el sol desbordándose en sus ojos. Aquí estamos, descendiendo las montañas del Epiro, avanzando en dirección al mar. Había resultado extraño recorrer Italia en el mismo coche que les llevaba al médico y de compras, pero no pudo ser de otra manera. Pero esto, Grecia, las islas… No, no podía estar de acuerdo –era la tercera vez en ese país–, Grecia era incomparable. En ningún otro lugar puede uno alzar la vista y recibir como un choque la visión de un templo erguido sobre el monte como un joven solitario que inclinando la espalda sobre el tronco de una encina, una pierna sobre otra, entonase despreocupadamente una melodía silenciosa que nadie, quizá sólo el árbol o las flores, podría nunca descifrar. Ese era el lugar, esos eran los nombres: Olimpia, Esparta, Micenas. Ese era el sol y aquel el cielo. Grecia era, sencillamente, el lugar, incomparable, la belleza.

Después de todo, uno no podía acabar de creerse que todo aquello se sostuviese todavía, blanco, reluciente, solitario. Sí, era cierto: el roble de Zeus no era el mismo de hace tres mil años, pero el susurro de las hojas y el viento, el viento llevando y trayendo las palabras, las respuestas… Dodona seguía allí por más que hubiesen cortado el árbol. De frente, el mar. Corfú se presentía tras las nubes, en la lejanía azul, escondida. Avanzaban.

En el calendario había una casilla sin cubrir, tres días indecisos entre Epiro y Olimpia. Quisieron quedarse más tiempo en los pueblos de Zagori, donde no hacía calor ni había turistas y sólo se necesitaban dos pasos para encontrarse en lo más alto de un precipicio, la garganta abierta a los pies, aunque el río estaba seco y habría sido mejor visitarla en primavera, cuando los torrentes recién formados se despeñaban ladera abajo bañando las rocas, y el amarillo de las flores y el verde del musgo, el frescor del agua limpia, la más limpia de Europa, decía la guía, resonando, crepitando, saltando mientras ellos se adormecían bajo el sol. Pero no pudo ser, así que ahí estaban, descendiendo la nueva autopista del Epiro, Corfú ocultándose en la lejanía. Pero ¿cuál era el nombre griego? Kerky… Kyrk… Probablemente no podrían llegar a Corfú; tampoco pararían en Iogumenitsa; intentarían encontrar algo en Parga o los alrededores.

Parga era un hervidero de cuerpos rojos embadurnados de aceite, mujeres en biquini arrastrando niños de la mano, rojas también. Y los cientos de coches abriéndose paso entre multitudes. Era inútil, no podían entrar, tenían que seguir adelante aunque no supiesen dónde detenerse. ¿Por qué era tan incómodo buscar alojamiento, por qué no pudieron quedarse más tiempo en las montañas, por qué esos huecos en el calendario? ¿No habían intentado rellenarlos inútilmente cuando planificaban el viaje desde casa? ¿No recordaban que el lugar se había resistido una y otra vez? ¿Acaso no veían que ese vacío en el calendario no auguriaba nada bueno, que se despedían para siempre de la felicidad de Zagori, de la lluvia, la garganta, el precipicio, los caminos de piedra, el verde, el silencio, y que no tenían la más remota idea de adónde iban? Una voz estridente parecía gritar por encima de sus cabezas, parecía golpear como un pico las ventanillas del coche mientras pasaban de largo un pueblo tras otro. Aquí cae otra vez, el manto de silencio, la oscuridad.

Él gritó, ella calló. Pasaron de largo ante las casas y los carteles de rooms for let. Más cuerpos aceitosos y más coches. Qué absurdo, pensó Diana, otra vez en Grecia, otra vez lo mismo. Avanzamos y no sabemos detenernos, avanzamos y no tenemos dónde ir. Cuando me habla así, gritando, es como si metralla cayese sobre mi cuerpo. Me tiro al suelo, la cara contra la tierra, sin respirar, sin decir nada, y ahí permanezco, tirada en el suelo, quieta y silenciosa; ahí permanezco, envuelta en aire y silencio, quieta, horas y horas. Era horrible pensar que aquel barrido de balas era parte imprescindible del amor. Pero en cada viaje había siempre una zona oscura en la que naufragaban, y nunca habían encontrado la tabla de salvación en el nafragio, nada estaba cerca cuando la noche caía del cielo y todo se desmoronaba. Un pequeño paso en falso era suficiente para que todo se desmoronase. Y aunque todo se desmoronase y no pudiesen encontrar nunca una tabla de salvación en el océano estaban juntos, permanecían el uno al lado del otro, esperando pacientemente, dolorosamente, el milagro de volver a pisar en firme. Porque estaban comprometidos, comprometidos de algún modo.

Encontraremos algo en Amoudiá, dijo Diana, porque el silencio era doloroso y estaban en Grecia, el único lugar donde uno se gira y encuentra un templo abandonado con un cartel que dice Atena, Ártemis, Hera. Porque era verano y estaban juntos. Porque faltaban pocos días para llegar a Olimpia, la señora de la verdad, la colina nevada, la arena de todos los juegos.

Amoudiá se la repartían ingleses, alemanes y griegos que habían gastado su juventud en Inglaterra o Alemania. Se acercaron a la playa siguiendo un paseo que corría junto a un riachuelo verde agua. Pero no, no podía ser verdad. ¿Eso era el Aqueronte, el todopoderoso río que inunda las fronteras, el río del tránsito, la auténtica razón por la que habían reservado tres casillas blancas entre Epiro y Olimpia? ¿Era ese el motivo por el que no sabían qué hacer ni adónde ir y el silencio les amordazaba? Las pequeñas barcas varadas junto al río, el día apacible, sin nubes, verde agua, todo parecía decir: el río ha muerto, qué buscáis aquí.

Quizá fue la decepción, o el río muerto, o los ingleses, o esa griega que hablaba alemán desde una ventana ofreciendo una habitación. Fuese como fuese, la desembocadura del río Aqueronte era un lugar feo, un lugar horrible. La fealdad, unida a la sensación de no saber qué hacer ni a dónde ir, y ese ruido como de lejano bombardeo a sus espaldas, hicieron que el camino al Nekromanteion fuese todo menos agradable, cualquier cosa menos un placer de vacaciones. Les parecía cargar con una losa sobre sus hombros y dar vueltas y vueltas en un patio vacío sin un solo rincón donde detenerse, apoyarse y descansar.
Por supuesto se perdieron; por supuesto volvieron sobre sus pasos. Tenía que ser así, siempre era así. La casita donde vendían las entradas estaba abierta. Entraron en el Nekromanteion con la losa de piedra a las espaldas y el silencio en los oídos.

El lugar guardaba cierta relación con el río, pero el paisaje no era de ningún modo parecido al que pudieron haber visto los griegos dos mil años atrás. El Partenón permanece, el teatro de Epidauro permanece, pero los paisajes cambian, la desembocadura de un río siempre cambia, se contrae o se expande con los siglos.

¿Dónde habría estado exactamente el Nekromanteion en el siglo V a. C.? ¿No se encontraban ahora muy lejos del río? ¿Y la laguna? Se habían perdido; se habían extraviado; se habían separado una vez más.

El curso del río Aqueronte era extraño; la laguna no existía; se sumieron cada uno en sus propios pensamientos y así, subyugados por la losa, entraron en el recinto arqueológico, golpeados, aplastados, sin decirse nada.

Entre las ruinas destacaban los restos de una iglesia. Lo demás eran muros y suelos polvorientos.

Bien, esto es… Creo que la palabra significa guardar, o tal vez desvestir, o alojar. Los sacerdotes vivían aquí, allí estaban las estancias para los huéspedes. En hilera se sucedían más habitaciones exactamente iguales. Diana miró hacia delante; su novio miró hacia delante. La luz era demasiado fuerte y el paisaje no tenía ningún atractivo, sólo una vasta planicie sin pizca de agua. ¿Por qué nadie les advirtió que allí no había nada más que polvo, una iglesia minúscula y un montón de rectángulos que en otro tiempo fueron habitaciones, sí, pero ahora…? Ahora… Eso no era Delfos, no era Atenas, no era Sunio. Y el horrible pueblo donde no tendrían más remedio que pasar la noche. Y qué mala suerte no poder quedarse en los montes de Epiro (la garganta en el abismo, la sombra en las piedras) unos cuantos días más.

Entraron en la sala D. Contra uno de los muros se inclinaba un ánfora de casi un metro de altura. No era mucho, pero era un objeto sólido que quizá habría guardado vino, aceite o, quién sabe, los huesos y tesoros de una niña muerta. ¿Acaso no habían visto en algún lugar cerca de Pilos enormes ánforas rotas, semienterradas en un campo desierto y al lado un rótulo que decía «Sepulcro de los muertos»? Pero no era el momento de hablar de aquellos viajes que tanto empequeñecían el verano que cuenta, el verano actual, la tercera vez en Grecia.

Era aburrido, era polvoriento, hacía calor. Acordaron darse prisa y entrar en la sala más importante, la cripta donde griegos descendían (ceremoniosamente, secretamente) para ver en vida los horrores de la muerte.

Diana marcaba los tiempos, aunque se movía con lentitud extrema (¿era el calor?, ¿era la losa sobre su espalda?). En su rostro asomaba una expresión oscura, indescifrable, porque el silencio, el cansancio, ignorar dónde dormirían esa noche, el aspecto irregular y abandonado del recinto arqueológico, todo la ralentizaba y la paralizaba. De pronto comprendió que ese empeño suyo por mantener libres tres espacios blancos entre Dodona y Olimpia obedecía con toda probabilidad al hecho de que meses atrás había estado enferma. Empezó de manera sencilla, como siempre empezaba, pero pronto se mostró que aquello no era pasajero, aquello nacía y renacía, cada vez con nuevas fuerzas y más brazos, como una hidra envenenada la envolvía y la ahogaba más y más hasta que al final sólo quedaban ella y un sordo deseo de morir, ella y un consentimiento resignado, pues su cuerpo no resistiría de nuevo la embestida de unos brazos tan enormes. De noche pensaba: no es sólo la enfermedad lo que me anuncia que esto puede ser el final, es la fatiga, la extenuación, la sensación de que nada queda de mí; como la cera se consume y termina apagándose, esa llama vacilante brillará fuerte una vez más y desaparecerá, desaparecerá, porque todo desaparece. Entonces recordaba que alguien había dicho que todo el mundo estaba muerto y morir no tenía importancia. Al despertar la visión de la llama se había esfumado por completo. En su lugar quedaba el lento conducirse a través de las horas fingiendo ocuparse de algo, siempre en casa, porque el tiempo no aconsejaba salir. Tomaba medicinas, bebía agua y por momentos creía que estaba curada y aquellos delirios solamente eran fruto de su excitable imaginación. Ahí estaban en cambio las cosas que hacer, los planes por cumplir. Pero después… la fuerza del brazo asestando el golpe, otra noche blanca de perplejidad, de infinita incomprensión. Y veía a lo lejos su cuerpo joven extendido en la playa, inexperto, joven, agotando los ojos en las olas, meciéndose sin peso, libre, ajeno a todo, porque solo una juventud así puede vivir con la tranquila indiferencia de los muertos. ¿Y cómo pudo despertarse aquella vez como si nada, tan temprano? ¿Y quién iba con ella? No podía recordarlo. Entonces quedaban cosas por decir, pensaba Diana, que se sumió en la tristeza y bebió agua y trató de dormir. Pero no pudo. Recordó que hacía mucho tiempo su padre le dijo que, bueno, ella se había muerto, muerto de verdad, y entonces supo de manera no fingida qué significa encontrarse paralizado en un lugar y que el tiempo se detenga, la sangre deje de fluir, los ojos de ver, los oídos de recibir información (porque en el jardín hacía sol y las flores se abrían y eso era la vida, la vida pulsante, renovándose infatigablemente).

Aquella había sido una losa genuina. La de ahora no lo era. Ahora podía consolarse pensando la muerte es una ola idéntica, un caballo al galope; ahora podía articular palabras y tranquilizarse con eso. Y sin embargo algo lograba siempre agarrarla y zarandearla hacia delante y hacia atrás, gritándole a voz en cuello que por

Dios no se engañase a sí misma, que había finales y finales, y si su final era ese, ah, qué perdición, qué desperdicio, qué vida absurda…

Cuando Diana se giró en dirección a la sala más importante del recinto arqueológico, su novio siguiéndola, una voz femenina se hizo oír a sus espaldas. Ahí estaba, una chica, riendo con una risa tonta.

Alguien arroja la piedra al estanque y mueve las aguas; alguien rompe el silencio y aparta la losa.

Diana y su novio se sintieron unidos, se sintieron reconciliados ante la desconocida voz que les dirigía unas palabras en inglés. La chica era alta y vestía tal y como una señora muy mayor habría vestido hace veinte años en los meses de verano en alguna parte, con una falda de flores y una camisa blanca, aunque seguramente no pasaba de los treinta. No era ninguna belleza y su voz sonaba como un graznido. Descendieron los tres juntos las escaleras que conducían a la cámara donde los griegos veían la ola idéntica, la ola de Hades.

El hecho de descender a la cámara oscura no dejaba de producir en Diana cierta sensación de obscenidad. La presencia de la desconocida hacía que todo resultase más incoherente y más ridículo. No quedaba tiempo para reflexionar sobre qué significaba que los hombres de hoy en día creyesen por un instante y mediante cierta ficción encontrarse con nada más y nada menos que los antiguos griegos. La desconocida les seguía muy de cerca, soltando de vez en cuando una risita, mirando hacia los lados como si se adentrasen en el túnel de alguna atracción de feria. Diana seguía incómoda; le molestaba que esa extraña turbase sus pensamientos en un lugar que por la incongruencia era el reflejo perfecto del paisaje de su mente. Pero lo reconocía, no dejaba de ser un alivio que otra persona ayudase a soportar el peso de la ingente losa. La dejaron hablar y les devolvieron las sonrisas.

El agua inundaba gran parte del suelo. Una luz verde artificial iluminaba las paredes. Estaba claro que en esa gruta húmeda nada había que ver. Un grupo de gente (había dos o tres turistas italianos; sus voces eran contundentes, robustas) dirigían sus cámaras a una pared. Había una especie de grieta. Diana se adelantó en busca de un minuto de soledad.

Una grieta, pensó, una sola grieta bastaba para comunicar el misterio, lo inefable, la negrura que allá nos arrastra a todos, la ola idéntica, como una montaña; la abertura a la que nos arrojó el jinete galopante cuando vagábamos solos en la llanura; la boca a la que ningún alimento le basta. Y estaba ahí, y eso era lo que los griegos veían estremecidos, desfallecidos, mareados, la cabeza inclinada hacia atrás, deformado el rostro por el dolor y la penumbra, sedientos, hambrientos, delirantes. Si pudiese concentrar su mirada durante horas y horas en esa grieta en la pared; si pudiese quedarse allí el tiempo suficiente, hasta sentir hambre y sed y delirar, hasta que la grieta emitiese luz y con sus propios ojos viese eso que a ellos les hacía tambalearse y desplomarse en el suelo exhaustos de visión; si sólo pudiese sentir algo de aquellos gritos desgraciados…

La chica albana seguía con ellos. Sorteaba con rapidez los charcos a pesar de sus tacones y ya acariciaba la grieta con la mano como si fuese una fruta en el estante de un supermercado. Pidió que la fotografiasen junto a la grieta. Tenía una cámara en la mano y no dejaba de dispararla una y otra vez. Muy bien, le harían la foto junto a la grieta. Ella sonrió y mantuvo su mano donde estaba, exactamente sobre la grieta. A continuación los tres ascendieron la escalera hacia la luz. El momento había pasado.

Yo no creo en esto, dijo la desconocida cuando llegaron a la sala del ánfora. Pero es mi día libre y he venido aquí, simplemente vine, pero no creo en esto.

Diana se preguntaba qué quería decir esa chica tan rara cuando decía que no creía en esto. La palabra «creer» le impedía comprenderla.

He venido porque trabajo aquí en verano, sabes, en el hotel, y todavía no he visto nada. Y los griegos tienen tantas cosas… Iconos, quiero decir, iconos de todo tipo, pero ellos no saben lo que tienen.

Ni Diana ni su novio dijeron nada.

Yo no creo en esto… Y riendo a medias dijo que no pensaba gastar ni una foto más en ese sitio tan horrible.

Diana y su novio rasgaron el silencio, se sumergieron otra vez en las tibias aguas de la intimidad. Esa chica era demasiado extravagante como para dejar de comentarlo. Qué rara es la gente, qué primitiva. La vieron una vez más antes de abandonar el recinto arqueológico. Dijo que estaba completamente satisfecha: la iglesia de San Juan era preciosa y había sacado muchas fotos.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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