I

El ascenso de la extrema derecha europea no cesa. La victoria electoral de Fratelli d’Italia es el caso más significativo. Igual de impactante que el segundo puesto conseguido por la extrema derecha sueca, que le puede llevar al Gobierno. Hace años, Italia y Suecia eran dos modelos para la izquierda. Italia, el país occidental con el mayor Partido Comunista y con una pléyade de grupos a su izquierda de enorme vitalidad (para mí, Il Manifesto ha constituido una de las mejores publicaciones de la izquierda). Suecia, la experiencia socialdemócrata más madura, el país que durante años ha obtenido los mejores indicadores en términos de bienestar e igualdad. Hoy el PCI y su izquierda han desaparecido del mapa político, y pese a que la izquierda sueca ha obtenido un mejor resultado ha sido incapaz de superar a la marea derechista que cada vez resulta más preocupante. Nos merecemos un análisis en profundidad del proceso, más allá de los errores que ha cometido todo el espectro de la izquierda (empezando por la autodisolución del PCI y su conversión en un Partido Demócrata con una trayectoria errática). Pero una oleada de este tipo obedece a un proceso más profundo, de transformación de las sociedades desarrolladas, que es necesario entender si de verdad queremos trabajar para que las cosas cambien. El hecho de que el neoliberalismo se haya podido implantar sin alterar sustancialmente los procesos democráticos indica que la aceptación de las desigualdades y los desastres que ha propiciado se han podido implantar sobre una base social que ha sido incapaz de reaccionar. En cierta medida, la oleada derechista es una continuación de este proceso de anomia social generado por las dinámicas económicas y sociales de las sociedades maduras. Por eso, creo que la cuestión requiere un análisis transversal que permita entender los mecanismos, las dinámicas y las estructuras que han propiciado esta evolución social que conduce a la minimización de la cultura de izquierdas.

II

La eclosión del fascismo clásico obedeció a una situación fácilmente entendible: el miedo de las clases dominantes a la revolución y a un pujante movimiento obrero que cuestionaba derechos y privilegios. Fue una respuesta brutal propiciada por élites estatales y locales ante lo que percibían como una amenaza total. En países como Italia y Alemania contaban además con una masa social brutalizada por su experiencia en la Primera Guerra Mundial, desmoralizada por la traumática posguerra que constituyó una masa de choque fundamental para lanzar el movimiento. Había un contexto y había unos intereses que explican, en todas partes, las raíces sociales y económicas del viejo fascismo. De hecho, incluso en países como Francia o Reino Unido es fácilmente constatable que gran parte de las élites capitalistas vieron con bastante buenos ojos el surgimiento del fascismo. La trágica historia de la 2ª República tiene mucho que ver con la negativa de Francia y Reino Unido a darle un soporte real, mientras consentían el apoyo crucial de nazis y fascistas a Franco y los suyos. Actualmente no existe el impulso colonial que condujo a las dos guerras mundiales. Ahora el imperialismo funciona de otro modo y, cuando menos, ninguna de las naciones europeas estaría en condiciones de lanzar una expansión territorial (el caso de los EE. UU. es diferente, pero su modelo imperial es distinto al que aspiraban Hitler, Mussolini y Franco).

Hoy en día, la situación es completamente diferente. Más de cuarenta años de gestión neoliberal han debilitado a las clases trabajadoras, las han fragmentado y han difuminado gran parte de la conciencia colectiva. No existe una propuesta consolidada, social y política, de alternativa al capitalismo. Las amenazas que perciben las élites del viejo imperio americano, especialmente de China, no tienen una traslación a la dinámica interna de los países occidentales (como sí representaban en algún momento los partidos comunistas o el movimiento anarquista). Por eso es necesario analizar con más detalle a que responde esta nueva oleada protofascista.

Una primera cuestión sería estudiar quién está financiando el proceso. Es materialismo vulgar, pero puede ayudar a tener pistas. Serviría para conocer si hay sectores de la burguesía interesados en financiar a estas iniciativas. De hecho, sabemos que la derecha norteamericana recibe importantes fondos de algunos altos magnates de fuertes convicciones ultramontanas. También conocemos el papel de las energéticas en financiar el negacionismo climático. No sería raro que también estuvieran apoyando a los ultras. Un capitalismo que ha derivado hacia un modelo de gestión totalmente autoritario puede generar muchos especímenes a quienes atraiga la emergencia de partidos neofascistas. Y también están las iglesias y las sectas cristianas reaccionarias. Al fin y al cabo, uno de los ejes principales de intervención de esta extrema derecha lo constituye todo lo que tiene que ver con la familia y la moral tradicional. El feminismo y la revolución sexual han contribuido a minar la hegemonía moral de la iglesia. En los países desarrollados (EE. UU. es caso aparte) las iglesias se sienten amenazadas de muerte, y pueden ver en la extrema derecha una tabla de apoyo. Y tener al lado a las iglesias, o sectores importantes de las mismas, suele ser útil para obtener recursos y medios, pues una de las capacidades reconocidas de las mismas es la de captar ingresos de sus fieles o del Estado. Sugiero que este apartado merece estudios en profundidad. Sobre todo para tratar de ver si existe un creciente apoyo de élites económicas a estas formaciones o se trata sólo de un fenómeno circunscrito a unos pocos empresarios. De ocurrir lo primero estaríamos en el escenario más preocupante de un movimiento que constituyera una parte orgánica del capitalismo de la pospandemia, la guerra y la crisis ecológica.

Una segunda cuestión son los contenidos. Los analiza detalladamente Steven Forti en Fascismo 2.0 y son bastante obvios: nacionalismo cerril, racismo y xenofobia, antifeminismo, anti-homosexuales, antiecologismo, anticomunismo (en un sentido muy amplio que implica casi cualquier acción pública socializante). Uno diría que construyen su atractivo explotando todos los miedos y los prejuicios de los machos tradicionales. Y ello mediante una hábil demagogia para penetrar entre los sectores con menos cultura política, y más proclives a una respuesta pasional. De hecho, no es más que una puesta al día de las viejas ideas reaccionarias en una situación en la que las migraciones internacionales se han intensificado y donde el patriarcado está sometido a un cuestionamiento abierto. Por eso, su primer banderín de enganche es la xenofobia y el racismo, porque es lo que más conecta con un amplio sector social que ha mamado toda su vida el racismo implícito del eurocentrismo. Me parece más difusa, en cambio, su visión económica, en la que ha desaparecido el modelo corporativo que planteó el viejo fascismo, donde las propuestas proteccionistas se combinan con enfoques neoliberales radicales. Y es que, en los tiempos actuales de globalización y Unión Europea, es imposible sostener propuestas de tipo autárquico como en el pasado. Por ello considero que el neofascismo actual tiene buenas posibilidades de acabar convergiendo con la derecha convencional si la dureza de los tiempos convierte en más deseable, para las élites económicas, reforzar el autoritarismo estatal. Al fin y al cabo, nunca ha estado claramente definida la frontera entre derecha civilizada y derecha fascista (en España la gente de Vox ha estado muchos años dentro del PP), y muchos de los grandes temas son compartidos con matices. Y, por tanto, me parece que lo de aislar a la extrema derecha era un cuento que duraría hasta que fuera necesario un pacto. Como ya ocurrió en Austria, y como ahora se plantea en muchos otros países. Más que una cuestión de principios, era una cuestión de oportunidad, de coyuntura.

La amenaza de una involución autoritaria es obvia. Ya hubo un giro en esta dirección con el gobierno de Rajoy. Y ya conocemos las experiencias de Hungría y Polonia. En un encadenamiento de crisis como la actual, la tentación de Gobiernos autoritarios fuertes que restrinjan libertades para garantizar sus intereses puede ser imparable. De hecho, a escala local, desde mi punto de observación en el movimiento vecinal, llevamos meses detectando una situación de acoso continuado al Gobierno municipal y a todos los movimientos sociales que les molestamos. Y resulta relevante que uno de los principales focos de ataque haya sido un moderado reglamento de participación (aprobado por la mayoría de grupos municipales), o sea un reglamento que simplemente concede un pequeño espacio de acción a entidades y vecindario. Se trata de una política que construye obstáculos institucionales a los de abajo, que acaba por criminalizar todo aquello que se opone a sus ideas, que bloquea toda acción colectiva. Y que se hace utilizando fundamentalmente cambios legales y el apoyo de una buena parte de la judicatura. En esto nada es nuevo, los nazis y los franquistas también utilizaron la retorsión de las leyes para dar una pátina de legitimidad a sus tropelías. Este nuevo fascismo no es el de los correajes, las antorchas. Es posmoderno porque no plantea un modelo acabado de sociedad. Y por eso puede ser aún más tolerable para alguna de las sensibilidades de la derecha, y más útil a los objetivos de imponer un capitalismo autoritario. Al fin y al cabo, entre Berlusconi —con sus políticas (la estatal y la cultural de sus medios)— y Meloni hay más continuidad que una mera alianza circunstancial.

III

Las crisis actuales pueden resolverse de formas diversas. La financiera del 2008, en un reforzamiento de las políticas neoliberales. En la pandemia, con alguna reforma sustancial. Había otro gobierno, y el fiasco de las políticas anteriores ayudó a moderar algunas posiciones. Pero el rebrote de la inflación, los impactos ya visibles de la crisis climática y el clima bélico en torno a las tensiones de EE. UU. con Rusia y China abren otras salidas. Y el problema crucial que tenemos en este momento está en la izquierda: en la debilidad de la acción colectiva y las organizaciones, en su amplio descrédito social, en el aislamiento social de gran parte de la población (en gran medida propiciado por un combinado de consumismo, de presión individualista, de carreras profesionales competitivas, de desaliento en los que ya salen derrotados en su juventud…), y en la desaparición de un proyecto alternativo que sirva cuando menos de guía.

Gran parte de esta debilidad es estructural. Refleja el impacto social de la desigualdad de recursos, de sistemas normativos diseñados en beneficio del capital, del marketing formal e informal, del impacto de unos medios de comunicación alienantes. También de la persistencia de viejos posos reaccionarios como los que genera el patriarcado o la tradición racista. Pero la izquierda no puede renunciar a intentar revertir esta situación. Hay aún mucha fuerza social que se enfrenta en mil y un espacios a esta deriva autoritaria y reaccionaria. Sin embargo, está bastante dispersa, metida en sus luchas particulares, en espacios que les resultan relativamente confortables dada la dureza del ambiente exterior, y otra mucha que lo vive de forma mucho más pasiva y a la que hay que tratar de activar. Una activación que requiere un enorme esfuerzo colectivo, generoso, abierto de acciones políticas, de organizaciones sociales, de espacios de reflexión, de encuentros. Para disputar a la reacción la hegemonía cultural, para provocar dinámicas de cambio.

Y, demasiadas veces, parece que el guion de la izquierda lo escribe un reaccionario infiltrado. El caso de Italia es paradigmático; cómo tirar por la ventana en pocos años un patrimonio cultural y político construido con mucho esfuerzo. Cómo aceptar unas reformas políticas totalmente favorables a la reacción. Y cómo, después del desastre, no tener ninguna capacidad de reacción. Aquí las cosas no han sido tan desastrosas. La vieja izquierda, la de Izquierda Unida, la sindical, la vecinal, ha sabido mantener un suelo de organización y resistencia nada despreciable. La nueva izquierda, la que emergió con el 15-M, tuvo la capacidad de generar una dinámica ganadora cuando la coyuntura le fue favorable, pero no consiguió consolidar un proyecto sólido ni eludir la tradición de las disputas partidistas y personales. Tenemos que agradecer todo este esfuerzo de la vieja y la nueva izquierda, y pedirles a todos y todas que sean, seamos, capaces de construir una constelación social y política capaz de, cuando menos, bloquear tanto el ascenso de este fascismo encubierto como de parar el declive de la izquierda. Esto es lo que exigen los tiempos.

(*) Publicado originalmente en mientratanto.org. Lea aquí el original.

Barcelona, 1949. Economista, profesor y activista social. Profesor de Economía en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en Economía laboral. Miembro del equipo editorial de la Revista de Economía Crítica y de la revista digital Mientras Tanto.

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