Tengo la sensación de que a muchos dirigentes de los países más poderosos del mundo, les ocurre ahora, como sucede a algunos personajes en muchas películas de vaqueros. El pasado viene a buscar a los antiguos bandidos que ahora llevan una vida decente. De hecho, en lugar de olvidar y vivir el presente, veo grandes deseos de justicia, como en aquella vieja película de Marlon Brandon, titulada «El rostro impenetrable», en la que el protagonista de un robo que ha escapado de la cárcel, encuentra a su compinche traidor convertido en Sheriff, a la sazón, cabeza de una decente familia.
En efecto, a juzgar por el apacible jugador de golf en el que se ha transfigurado el antiguo mandatario americano, nadie diría que es el autor de las numerosas tropelías a las que nos tiene acostumbrados. Igual que nadie sabría explicar qué hacía un leopardo en la cumbre del Kilimanjaro, a menos que sintiera ese mismo oscuro deseo de sangre, que le llevó a perseguir una presa hasta su propia muerte, con la misma sangre fría que los dirigentes del mundo que se aferran al poder hasta su propia perdición. De hecho, mientras el FBI investiga la mansión de Donald Trump en Florida y Joe Biden anuncia su plan contra la inflación, que en realidad es un plan para el cambio de modelo energético, a mí me da por pensar en el carpe diem porque tengo la sensación de que la situación es tan mala que todo el mundo juega al engaño continuo de la mayor parte de la gente.
Lo cierto es que si finalmente encuentran documentos oficiales robados por Trump, para mí sería un alivio que no pueda presentarse de nuevo a la presidencia de Estados Unidos. ¿Por qué? Pues más allá de los retrocesos en los derechos civiles provocados por su mandato, de su proteccionismo, y de la penosa gestión de la pandemia, no quiero que la máxima autoridad del planeta sea un individuo que alentó la toma al capitolio, cuyas graves consecuencias fueron terribles, pero pudieron ser todavía mucho mayores. Cada uno es dueño de sus actos y no todos se visten de búfalo por unas arengas exaltadas de última hora. Pero si el que está a la cabeza del mundo no da ejemplo, la cosa se puede poner mucho peor.
No en balde, los resultados del experimento Milgram demuestran que el 65% de los participantes llegaría a causar daño mortal a otro semejante amparado por la obediencia a una autoridad. Es decir, cuando el sujeto obedece los dictados de la autoridad, su conciencia deja de funcionar y se produce una abdicación de la responsabilidad. Además, los sujetos son más obedientes cuanto menos han contactado con la víctima y cuanto más lejos se hallan físicamente de ésta. Y casualmente, los sujetos con personalidad autoritaria son más obedientes que los no autoritarios (clasificados así, tras una evaluación de tendencias fascistas).
Afortunadamente, hay algunos que no se identifican con la autoridad cuando la consideran inmoral. Tal vez fue eso lo que le pasó al rey en su visita a Colombia. En efecto, ahora todos hablan de la espada de Simón Bolívar, pero nadie dice una cosa tan sencilla como que los españoles llevamos la rueda al continente americano. Deben estar muy ocupados peleándose por el poder los unos contra los otros, porque nadie habla de la crisis económica a la que deberá enfrentarse Gustavo Petro, ni de acuerdos comerciales a los que puede llegar con España, y, en cambio, se suceden una y otra vez, las opiniones sobre el pasado histórico y el gesto de Felipe VI ante una espada que según cuenta la leyenda, perteneció a Simón Bolívar, aunque también dicen que pudo estar cinco años en manos de alguien cuya crueldad ya no se puede atribuir a España, sino al mayor traficante de cocaína del mundo, alguien llamado Pablo Escobar.
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.