Hubo una vez un referéndum, hace mucho, mucho tiempo, que afectaba a la integridad territorial de España. Frente a él, Mariano Rajoy se mostró tajante ante los periodistas. Aquella consulta, afirmó, no tenía “ningún valor legal” y su resultado adolecía de una total “falta de credibilidad”. Pese a ello, Rajoy no anunció el envío miles policías y guardias civiles patrocinados por Piolín, ni ningún fiscal ordenó detenciones, ni se amenazó con tomar medidas que restringieran el autogobierno de aquel territorio, ni se incitó a la población a manifestar su patriotismo con banderas por las calles pese a las presiones de algunas minorías fascistoides. No, Rajoy, consciente de la complejidad de un conflicto que se remontaba en el tiempo, aseguró que lo que de verdad importaba era solucionar aquel contencioso y por eso defendió con firmeza la única alternativa posible: el diálogo. Había que “continuar esas conversaciones con determinación y con cautela”, sentenció.
El párrafo anterior, obviamente, no se refiere a Catalunya, ni siquiera como un ejercicio futuro de política ficción. Aquellas declaraciones tuvieron lugar en noviembre de 2002, cuando el hoy presidente de gobierno ocupaba el cargo de vicepresidente en el ejecutivo del ultramontano José María Aznar. También aquel referéndum fue real. Lo celebraron los ciudadanos del Peñón de Gibraltar que mayoritariamente se pronunciaron en contra de una soberanía compartida con España. Y la voluntad de diálogo también parece firme y real: 15 años han transcurrido desde entones sin que nadie en este país se haya rasgado las vestiduras ni sienta herido su orgullo patrio.
Se me reprochará, posiblemente con razón, que comparar el caso de Gibraltar con Catalunya es un absurdo. Pero hay ocasiones, cuando la realidad enfila la resbaladiza senda de los delirios, en que solo la reducción al absurdo nos puede rescatar de nuestros propios patetismos. Sí, desde el punto de vista político, legal y emocional las diferencias entre ambos casos son enormes. Pero sobre todo difieren en un aspecto que, a mi juicio, permite explicar paradójicamente la situación en la que nos encontramos: la correlación de fuerzas. Solo unos meses antes de aquellas prudentes palabras de Rajoy, el gobierno de Aznar no dudó en enarbolar las banderas y movilizar hasta la cabra de la legión, como si un nuevo trauma del 98 amenazase a España por el peñasco de Perejil. Obviamente, en aquel caso, la correlación de fuerzas era distinta.
También hoy es distinta. Pero no solo entre el estado, con toda su maquinaria jurídica, policial e incluso militar, y un govern catalán que solo puede esgrimir la fuerza moral de, al menos, dos millones de pacíficos y desarmados ciudadanos. También ha cambiado la correlación sociológica de fuerzas en el seno de la sociedad española. El gran error político de los independentistas catalanes ha sido no calibrar la repercusión real que ese cambio generaría al pasar de su legítima reivindicación al derecho a decidir a los hechos consumados del unilateralismo. El gran as en la manga de Rajoy fue haber visto con antelación que ese día llegaría. Por eso desde el 2006, cuando el PP dinamitó el Estatut y con él el consenso social en Catalunya, el presidente del gobierno se ha limitado a sentarse a esperar y hacer lo que mejor sabe: nada. La conclusión será que el mismo Senado que lleva 12 años sin convocar la comisión general de las comunidades autónomas, que debería reunirse por ley todos los años, será el encargado de suspender el autogobierno catalán como respuesta a una independencia que no se ha proclamado.
Pero la nueva correlación de fuerzas no afecta solo a Catalunya, se siente por toda España. La derecha española que reconquistó la Moncloa acorralada por la corrupción, cuestionada por su ultraliberalismo generador de pobreza, debilitada parlamentariamente, interpelada por la necesidad de regenerar las instituciones públicas, hoy se encuentra más cómoda que nunca en una realidad donde su críticos conservadores se ven obligados a censurarle por su derecha, donde los constitucionalistas acogen sin vergüenza a su lado los sones del Cara al Sol y los saludos fascistas, donde la ultraderecha vuelve a golpear en las calles de Valencia o a acosar impunemente a cargos públicos, donde se hacen malabarismos legales para encarcelar activistas sociales, donde se puede hablar sin sonrojo de prohibir ideas, donde los maestros son puestos bajo sospecha.
Sí, la correlación de fuerza ha cambiado en España, aunque Pedro Sánchez prefiera no verlo. Por ingenuidad o por connivencia, poco importa. De nuevo el miedo está volviendo a cambiar de bando para cebarse en los de siempre. Con más fuerza que nunca. Otra vez las palabras de Gil de Biedma vienen a recordarnos nuestra condena: De todas las historias de la Historia/ sin duda la más triste es la de España,/ porque termina mal.
Periodista cultural y columnista.