El 29 de diciembre de 1954 tenía lugar en el varadero de la Compañía Carbonera de Las Palmas una extraña botadura. No se trataba ni de un buque mercante, ni de un navío de guerra. Lo que la señorita Amalia Guillén, la inevitable hija del gobernador civil para este tipo de acto, bautizó aquel día estampando una botella de champán contra su casco era una ballena. Y no una cualquiera, no. Era La Ballena Blanca, un artificial monstruo marino construido sobre la estructura de un viejo barco-aljibe para dar vida a la mítica Moby Dick, cuyas últimas escenas estaba filmando por entonces John Huston junto a la costa canaria. Con ella y la tranquilidad de las aguas del archipiélago, Huston, Gregory Peck y el resto del equipo confiaban en poder finalizar el rodaje, después de que sus dos “ballenas” anteriores, impulsadas por la fuerza de los temporales, se hubiesen dado a la fuga en mares más bravíos como los galeses.

Lo que ignoraba Huston es que aquel mismo año otra Moby Dick atraía la atención de unos españoles atenazados por la negritud de la posguerra, el hambre mal disimulado con el levantamiento de la cartilla de racionamiento y la brutal represión del régimen. Era una enorme ballena hembra de 20 metros de longitud y 60 toneladas, que había sido capturada, según las épicas crónicas de la época, entre el 12 y el 14 de abril del 54 en las aguas del Estrecho. Quienes la cazaron -o la encontraron varada en la playa, según versiones menos literarias- tuvieron la ocurrencia de embalsamar al animal y pasearlo por España como atracción de feria, tal vez seducidos por el aparente éxito económico que un año antes había logrado el británico Leif Soegaard, exhibiendo un ejemplar mucho más pequeño por toda Europa y Estados Unidos.

Fue así como el animal inició su peregrinar por Madrid, Barcelona, Burgos, Zamora o Zaragoza. También hay constancia de un espectáculo similar en Córdoba y Sevilla, aunque en esta última ciudad se presentara en 1955 asegurando formar parte de una gira por Francia, Suiza, Italia o Alemania que habría sido vista por más de 24 millones de espectadores. En cada parada sus promotores no escatimaban alardes pseudodidáctico para destacar el novedoso método científico empleado para su conservación, a base de inyecciones de formalina y aire comprimido. O al recordar que su peso equivalía al de 15 elefantes o un centenar de toros: solo su lengua pesaba dos toneladas y su corazón media, aunque por paradojas de la evolución su cerebro no superaba los siete quilos.

Incluso, fiel a la fiereza de su homónima, esta Moby Dick disecada protagonizaría alguna tragedia durante su romería, como cuando en marzo del 55 el camión que la transportaba –presentado como el más grande del mundo- destrozó las conducciones de agua de Lorca, no sabemos si por el peso de su carga o por las endebles construcciones de la época. Sin embargo, el peso no sería la principal amenaza de la ballena. La más implacable sería el olor, como ya augurara Alberto Insúa en un artículo para La Vanguardia sobre la visita del cetáceo a Madrid. En él alertaba sobre la fetidez que provocan estos mamíferos marinos al descomponerse, asegurando que “no es posible, ni aun por la química de Luzbel, inventar una mayor y más horrible pestilencia”. Por ello, ante la perspectiva de la larga gira por España, el autor de El negro que tenía el alma blanca mostraba su temor, no exento de sarcasmo, a que “no haya suficiente formol para evitar que se corrompa y recupere su diabólica pestilencia”.

Y, en efecto, eso es lo que acabó ocurriendo, pues conforme iban pasando los meses del pobre cadáver marino iba fluyendo un olor tan nauseabundo que apenas dejaba inmunes a los millares de moscas que se arremolinaban alrededor de sus tristes restos. Para evitarlo, Insúa había propuesto con pragmatismo y humor negro comerse al animal, lo cual no era alternativa descabellada para los tiempos de carencias que corrían. De hecho, por aquella época no eran extraños en la prensa de Barcelona los anuncios de carne ballena, mucho más asequible que la de ternera, para mitigar el hambre de proteínas y esperanza que tan extendida estaba por aquella época. Pero no se hizo.

El caso es que el cuerpo de aquel gigante continuó su curso natural de putrefacción hasta que la repugnancia hizo imposible por más tiempo su exhibición. Tal vez aquel final tan poco memorable explique el desinterés de John Huston por la peculiar odisea de este cetáceo por la España franquista. De este modo, la decrépita Moby Dick se quedó sin una película que perfectamente podría haber rivalizado con las quimeras cinematográficas que años más tarde filmaría el alemán Werner Herzog. Sí tuvo, por el contrario, su minuto de gloria en el NODO y no pocos chistes y chirigotas que harían perdurable en el tiempo el recuerdo de su viaje.

Pero la historia lo merecía. De hecho, el húngaro László Krasznahorkai, que curiosamente nació aquel mismo año de 1954, haría de la visita de unos feriantes que exhibían una ballena disecada el desencadenante de su novela Melancolía de la resistencia, metáfora de la decadencia del régimen totalitario de su país que el realizador magiar Béla Tarr adaptaría al cine con Armonías de Werckmeister (2000). Y entre nosotros, otro particular húngaro, el dramaturgo valenciano Paco Zarzoso rescata ahora las vicisitudes de la carpetovetónica ballena en el último montaje de Companyia Hongaresa de Teatre, Ultramarins, que se estrenó recientemente en Sagunto y que en mayo tiene programada su presentación en Valencia.

Zarzoso conoció las vicisitudes de la ballena por los recuerdos que dejó en el Puerto de Sagunto, una de las escalas que el grotesco espectáculo realizó por la geografía valenciana. El resultado fue esta obra que se estrenó en 1999, bajo la dirección de Yvette Vigatá, en el Festival Internacional de Sitges y en la Sala Beckett de Barcelona. Pero nunca antes había sido presentada fuera de Cataluña, donde la pieza obtuvo los prestigiosos premios Ciutat de Barcelona y Serra d’Or. El nuevo montaje que ahora llega a los escenarios está dirigido por el propio autor e interpretado por la actriz Lola Lopez -que junto a Zarzoso y la dramaturga catalana Lluïsa Cunillé conforman la santísima trinidad de la Hongaresa-, Pep Ricart y Miguel Lázaro.

La obra nos cuenta la historia de dos feriantes, padre e hija, que pasean una ballena disecada por los pueblos de la España profunda de los años 50. En uno de estos pueblos olvidados coincidirán con un viajante, un encuentro con el que pondrán punto y final a un espectáculo itinerante que ambos saben ya condenado a la putrefacción. La barroca escenografía de Damián Gonçalves, los vestuarios de Josán Carbonell y el espacio sonoro de Marcos Sproston consiguen recrear la polvorienta y casposa realidad española de aquella década. Sin embargo, fiel a su trayectoria como uno de los principales exponentes de la nueva dramaturgia, Zarzoso huye en su texto de la aproximación histórica y realista para situar al espectador ante un discurso poético no exento de melancolía: el tránsito de un tiempo en el que la evocación del mar era capaz de despertar los sueños, hacia otro más prosaico donde el protoconsumismo se abría paso junto a los reclamos más disparatados de un vendedor ambulante.

Es precisamente esa poética lo que convierte Ultramarins en una obra tan intemporal como vigente. Aunque su vigencia sea, por desgracia, mucho más mundana. En marzo de 1955, influida por la ballena embalsamada o por la película de Huston sobre el clásico de Melville, la cabalgata del ninot sacaba a las calles de Valencia a la mítica Moby Dick. En 2017, la falla del Mercat de la capital del Turia pretende hacer socio de honor a la Fundación Francisco Franco. Sin duda, la pestilencia de la viaje ballena sigue en el aire. Con toda su putrefacción y todas sus moscas.

Periodista cultural y columnista.

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