Las elecciones celebradas en Cataluña en 2015 iban a ser los últimos comicios autonómicos de su historia, a decir de la coalición independentista que esa vez se impuso en las urnas (Junts pel Sí), pero la historia gusta de dar imprevistas —e inopinadas— vueltas de campana que han colocado de nuevo a esta comunidad en el escenario de unas elecciones regionales singulares, marcadas por la represión política y administrativa que ejerce el gobierno central mediante un difuso artículo 155 de la Constitución, el cual, a fuer de no decir casi nada parece permitirlo todo.
Los resultados
Las cuentas quedaron así: ventaja —porque llamar a su resultado «victoria» sería un insulto a la inteligencia, incluso a la de ellos— del partido Ciudadanos, con 37 diputados (25 en 2015). A la zaga, la gran sorpresa: de las cenizas aventadas de Convergència i Unió (CiU) surgió el ave fénix de Junts per Catalunya, con 34 escaños. En tercer lugar, el primer gran derrotado de la jornada, Esquerra Republicana, que aspiraba a partido más votado pero tendrá que conformarse con 32 bancos del Parlament (en las elecciones autonómicas de 2015, CiU y ERC obtuvieron 62 representantes, unidos en la coalición Junts pel Sí, es decir, cuatro menos que en estos comicios, evidencia que edulcora el traspiés esquerrà). A continuación el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) con 17 escaños, apenas un diputado más que en 2015 pero muy lejos de sus expectativas (normalidad, a la postre, bajo el reinado de Pedro Sánchez); Catalunya En Comú-Podem, con ocho diputados; la Candidatura de Unitat Popular (CUP), desangrada por el voto útil en favor de ERC, con cuatro (tenía diez en la pasada legislatura autonómica); y el gubernamental Partido Popular (PP), última fuerza en votos y bancas de las concurrentes, que perdió ocho representantes (pasó de 11 a tres). En suma: 70 electos de inequívoca orientación secesionista frente a 57 prounionistas, con los republicanos de En Comú-Podem al margen de la escena principal.
Más allá del reparto de escaños, lo verdaderamente significativo es que se aprecia una consolidación de la ventaja numérica del sector social independentista, a la que sin duda ha contribuido esa fábrica de «separatistas» —¡hay que ver cómo aireó la prensa del régimen este viejo término del franquismo!— llamada Palacio de la Moncloa. Junts per Catalunya, Esquerra Republicana y CUP sumaron el 47,49 % de los votos, mientras que Ciudadanos, PSC y PP solo alcanzaron el 43,49 %. Si a los independentistas se suma eventualmente el porcentaje de En Comú-Podem, 7,45 %, queda claro que una mayoría nítida de los ciudadanos catalanes (54,94 %) están por la realización de un referéndum y contra la imposición de medidas de excepción como el artículo 155 de la Constitución.
Paisaje después de la batalla
Dos líderes sociales de patronímico Jordi —uno de ellos candidato— que cierta noche llamaron a la calma para evitar que se armara la marimorena siguen en prisión tras as elecciones por delitos de conciencia, y un vicepresidente de la Generalitat —candidato igualmente— sufre medidas cautelares de severidad similar a las que se impusieron al Vaquilla o el violador del Eixample, pero la fiesta de la democracia ha llegado a tal nivel de frivolidad en su propio envanecimiento que prefiere mirar para otro lado y dejarse pervertir aún más por su interesado patrocinador, el gobierno de Mariano Rajoy.
Embarnecido por el peso del ordenamiento constitucional, Rajoy reparó en la posibilidad de un golpe de Estado legal con el uso del artículo 155 y desmontó una parte de la administración del Estado, la encargada a la Generalitat de Catalunya, cuyos dirigentes gubernamentales fueron perseguidos y encarcelados… Alguno logró huir, y, la verdad, se ha demostrado que la fuga le benefició a efectos políticos (a Junqueras, católico practicante, le pudo el prurito de martirio y se lo comieron los leones de Estremera).
La campaña fue de acento duro: gobierno y prensa del régimen se encargaron del linchamiento moral de la causa independentista y de sus líderes y simpatizantes. Se presagiaba una participación récord (comprobada: 81,94 % del censo, con un 18,06 % de abstención), de esas que desbaratan todos los sondeos estadísticos, por ello faltaron los encuestadores a pie de urna («israelitas», en la jerga del ramo). Además, la afluencia masiva a las urnas generaba la duda de cuál sería su principal beneficiario. Los análisis apuntan a que Ciudadanos recibió mayores preferencias, pero no es menos cierto que Junts per Catalunya, el partido del depuesto president Carles Puigdemont, también se llevó buena parte de la tajada. Finalmente, Inés Arrimadas fue la candidata más votada, pero el monto de sus apoyos parlamentarios no alcanzaron la mayoría absoluta, de nuevo en posesión de las fuerzas independentistas.
Así pues, Ciudadanos y Junts per Catalunya se convirtieron en los grandes triunfadores de la noche electoral. Con el soplo entusiasta de la prensa nacional a barlovento, y sin más discurso ni punto programático que la machacona descalificación política y ética del independentismo, Arrimadas y sus adláteres mostraron y demostraron una vez más la capacidad de la (ultra) derecha para concitar el favor unificado de sus votantes, en función de la conveniencia de sólidos liderazgos. De tal modo barrieron a un PP lánguido, porque dime de qué presumes y te diré de qué careces. Lástima —para ellos— que será fatua esta ventaja, dada la ya citada mayoría absoluta del bando indepe.
A ERC, una de las derrotadas del evento, le faltó el liderazgo de Junqueras, más evidente que nunca. Marta Rovira no dio la talla, ni se vio muy participativos a sus dos diputados madrileños (Joan Tardà y Gabriel Rufián), que son gente aclamada entre los militantes y simpatizantes del partido. Frente a ese hueco en la jefatura del partido compañero y a la par rival, Puigdemont lanzó un órdago basado en su carisma personal, y a fe que lo ganó, no solo en la palestra electoral sino también ante la opinión pública europea. El anterior Honorable ha demostrado poseer cualidades de buen político, dicho sea desde un punto de vista estrictamente profesional: es un hombre educado, de ademanes delicados, con cierta reminiscencia yeyé que le aporta un aire dinámico y juvenil, pero desde la sensatez; además, se trata de una persona culta, con facilidad para un uso ordenado del argumentario. De otra parte, y ya en términos sociológicos, la buena clasificación de Junts per Catalunya muestra la persistente importancia demográfica de un nacionalismo catalán de derechas, asentado en las medianas y pequeñas poblaciones de la comunidad autónoma.
El PSC, bajo la inspiración ecuménica de Miquel Iceta, dio un ejemplo inusitado de caridad política recogiendo en sus listas a huérfanos y transeúntes de toda laya. En su extraña familia de acogida cabían desde nacionalistas catalanes moderados y no independentistas procedentes de Unió Democràtica de Catalunya, hasta los nacionalistas españoles de derecha de Societat Civil Catalana. Por supuesto, a falta de ideales políticos (perdidos hace mucho por la organización socialista, tanto catalana como española), líder y partido mantuvieron esa ambigüedad circunstancial y ramplona que provoca las carcajadas de tantos y la desesperación de muchos de sus tradicionales votantes. Esta vez lograron salvar los muebles, pero la Gran Familia PSC del 21-D de 2017 seguramente pasará a la historia como otro nuevo experimento fallido de la era Sánchez.
Otra fuerza que pecó de mensajes poco claros fue Catalunya En Comú-Podem. Su liderazgo parecía serio, Xavier Domènech es un personaje que ya cuenta con reputación parlamentaria, pero la indefinición en torno a la cuestión de la independencia los apartó de la primera línea electoral (y eso que habían sido la fuerza más votada en las elecciones generales de 2016): resulta muy complicado ser un día indepe y otro no, o decir que se es en el fuero interno pero luego retractarse en la tribuna pública. Sin embargo, aún custodian un valioso tesoro electoral, si la reivindicación del nuevo bloque soberanista se orienta hacia el referéndum pactado con el Estado. De todos modos, a los «comunes» y «podemitas» no les vendría mal escoger de una vez por todas, en público y con luz y taquígrafos, entre una monarquía española y una república catalana. En teoría, y si son coherentes con cuanto predican, la disyuntiva no tendría por qué causarles grandes problemas de conciencia.
Clara víctima del voto útil en beneficio de ERC fue la CUP, pero tal vez quepa rastear en la defección de tantos de sus votantes un castigo al izquiedismo —recuérdese, la «enfermedad infantil del comunismo», según Lenin— que demostraron la pasada legislatura con su ciega insistencia en una ruptura unilateral con España. Los resultados electorales del 21-D les han vuelto a mostrar —aunque no hay peor ciego que quien no quiere ver— que la legítima división de la sociedad catalana no da para esas aventuras.
Por último, a la cola de la cola quedó el mismo PP que alardea de poder en la España que su mala gestión sigue empobreciendo a marchas forzadas. Nada tengo personalmente contra su líder catalán, Xavier García Albiol, y estoy seguro de que posee virtudes que resplandecen tanto como su talla física, pero no pueden consentirse —y me refiero a la disciplina interna de partido— sus arrebatos insultantes y amenazadores. Desde sus inicios hasta nuestros días, a la sombra del régimen pluripartidista estructurado por la Constitución Española de 1978 ha florecido un nutrido plantel de políticos descorteses, intempestivos, frívolos, faltones, lenguaraces, inconscientes… Por no hablar de machistas y nostálgicos. Sesiones hubo del Congreso en que los padres de la patria (!?) tuvieron menos moderación que una peña ultra. Pero cuando hicieron a García Albiol rompieron el molde. Este déspota sin parangón primero sembró la cizaña xenófoba en su Badalona natal, desde la alcaldía de la ciudad, y después, aupado ya a la cúspide del PPartido, se permitió decir a las puertas de la campaña que «una parte de la población de Cataluña está fanatizada» (¿la de usted tal vez?, se le podría haber preguntado). Hasta los más desaforados políticos han tenido siempre claro —por interés, evidentemente, pero lo cumplían— que podía vituperarse al contrario mas nunca a quien le vota (de ahí la coletilla «los ciudadanos han querido…», tan socorrida para justificar las victorias o derrotas en los discursos triunfantes de todos los partidos). A tenor de este tipo de consideraciones, incluso superadas con frases claramente violentas como el futbolero «¡A por ellos el 21-D!», creo que Xavier García Albiol es el peor político español de las últimas décadas. Hasta el punto de que sus propios votantes le han condenado en estas elecciones al basurero de la historia, adónde debería irse con su gracioso líder, el maestro de los trabalenguas Mariano Rajoy.
Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.