El cinco de mayo de 1977, la genuina revista Triunfo publicaba una magistral entrevista al teórico francés Roland Barthes, a cargo de Bernad-Neri Lévy. Tres años después, el pensador moriría atropellado por una furgoneta en la calle Écoles, frente a la Soborna de París. Su último libro, La Chambre claire (La cámara lúcida), sobre la fotografía, había salido pocos días antes. Reproducimos a continuación la entrevista íntegra.

¿Para qué sirve un intelectual?

Entrevista con Roland Barthes, a cargo de Bernad-Neri Lévy

Padre del estructuralismo y de la semiología literaria, Roland Barthes acaba de ingresar en el Colegio de Francia, después de Michel Foucault y Pierre Boulez. Con El grado cero de la escritura y Mitologías, Roland Barthes se afirmaba ya en los años cincuenta como uno de los pensadores más originales de la generación que sucedió en Francia a la de Satre y Camus. Comentador de Brecht y en especial de los clásicos -Michelet, Sade, Fourier, Balzac, e incluso de Pierre Louys-, Barthes ha descubierto nuevos métodos de explicación literaria y filosófica que han hecho escuela. Profesor desde hace años en la Escuela de Altos Estudios, Barthes se confesaba a Bernard-Neri Lévy en el momento en que se disponía a pronunciar la lección inaugural de la cátedra de Semiología Literaria que le ha sido concedida.

Se le ve a usted muy poco, Roland Barthes, y tampoco se le escucha con frecuencia. Aparte de sus libros, no se sabe nada de usted…

Roland Barthes.- Supongamos que lo que usted dice sea cierto: en tal caso será porque no me gustan demasiado las entrevistas. En ellas me siento acorralado por dos peligros: o bien se enuncian posiciones de modo impersonal, con lo que se da la impresión de que uno se toma a sí mismo por un ‘pensador’, o se habla en primera persona, lo que significa exponerse a la acusación de ‘ególatra’.

Sin embargo, usted habla de su propia persona en un libro reciente. Prolijo en lo que respecta a su infancia y adolescencia, mantiene usted, sin embargo, una extraña reserva en relación con relación al Barthes de la madurez, al hombre que ha llegado al campo de la escritura y ha alcanzado la notoriedad…

R.B.- Es que, como todo el mundo, me imagino, recuerdo muy bien mi infancia y mi juventud, conozco las fechas y los hitos de esas etapas de mi vida. Curiosamente, sin embargo, soy incapaz de situar en el tiempo, de fechar, lo que ocurrió después. Es como si solo tuviese memoria del origen, como si la adolescencia constituyese el tiempo ejemplar y único de la memoria. Sí, eso es, pasada la adolescencia, veo mi vida como un inmenso presente imposible de recordar, de situar en perspectiva.

Lo que significa, literalmente, que usted carece de ‘biografía’…

R.B.- Carezco de biografía. O más exactamente, desde el momento en que escribí la primera línea, ya no consigo imaginarme, fijarme a mí mismo en imágenes.

Eso explica la ausencia en su Roland Barthes par lui-méme de fotografías correspondientes a su etapa adulta.

R.B.- No es solo que no las haya en el libro, sino que apenas si tengo fotografías de esa etapa de mi vida. El libro del que usted habla está dividido por una línea inflexible. Yo no cuento nada de mi juventud; esa juventud la he fijado en fotografías, porque se trata propiamente de la edad, del tiempo de la memoria, de las imágenes. Después, por el contrario, ya no recurro a las imágenes porque no tengo ninguna, porque todo pasa por la escritura.

Este corte es también el de la enfermedad. Son, en cualquier caso, contemporáneos…

R.B.- No hay que hablar de ‘enfermedad’ por lo que a mí se refiere, sino claramente de ‘tuberculosis’. Porque en aquel entonces, antes de la quimioterapia, la tuberculosis era un auténtico género de vida, un modo de existencia, yo diría casi que una lección. Uno podía incluso a llegar imaginar una conversión a este tipo de vida, un poco a la manera de Hans Castorp de La Montaña Mágica de Thomas Mann… Un tuberculoso podía contemplar muy seriamente, y yo mismo lo he hecho, la idea de pasarse toda una vida en el sanatorio o dedicarse a una profesión para-sanatorial…

¿Una vida fuera del tiempo? ¿Sustraída a los azares del tiempo?

R.B.- Digamos, al menos, un tiempo de vida que no deja de tener cierta relación con la idea monástica. El sabor de una vida metódica, sujeta estrictamente a un horario, como en un monasterio. Fenómeno preocupante que me persigue todavía hoy, y al que pienso referirme este año en mi curso en el Colegio de Francia.

Se habla siempre de la enfermedad como algo que mutila, que obstaculiza, que amputa. Rara vez de lo positivo que aporta incluso en la práctica de la escritura…

R.B.- Efectivamente. Por lo que a mí respecta no me costó demasiado sufrir esos cinco o seis años de retiro del mundo: sin duda, por mi carácter, estaba dispuesto a la ‘interioridad’, al ejercicio solitario de la lectura. ¿Qué me han aportado esos años? Una forma de cultura, seguramente. La experiencia de un ‘vivir juntos’ que se caracteriza por una excitación intensa de las amistades, la seguridad de tener amigos cerca de uno todo el tiempo, de no estar nunca separado de ellos. Y también, mucho más tarde, ese sentimiento extraño de tener siempre cinco o seis años más de los que tengo en realidad.

¿Usted escribía?

R.B.- Leía muchísimo. Fue, por ejemplo, durante mi segunda estancia en el sanatorio cuando leí toda la obra de Michelet. Comocontrapartida, apenas escribía. Me limité a escribir dos artículos, uno sobre el Diario, de Gide, y otro entorno a El extranjero, de Camus, de donde luego saldría El grado cero de la escritura.

¿Conoció usted a Gide?

R.B.- No llegué a conocerle. Una vez le vi de lejos en la cervecería Lutetia: estaba comiendo una pera mientras leía un libro. No le conocía, pero como para muchos adolescentes de aquella época, había mil datos que hacían que nos interesábamos por él.

¿Por ejemplo?

R.B.- Era protestante. Tocaba el piano. Hablaba de deseo. Escribía.

¿Qué significa para usted ser protestante?

R.B.- Es difícil responder. Porque cuando hay vacío de fe, no queda ya más que la huella, la imagen. Y la imagen la tienen los demás. Son ellos los que deben decir si ‘parezco’ protestante.

Lo que le quiero preguntar es: ¿Qué ha obtenido usted del protestantismo en su aprendizaje?

R.B.- Podría decir todo lo más, y con la máxima prudencia, que una adolescencia protestante puede transmitirle a uno un cierto gusto o una cierta perversión de la interioridad, del lenguaje interior, el que utiliza cada cual en su conversación consigo mismo. Ser protestante, además, conviene no olvidarlo, es no tener la menor idea de lo que es un sacerdote o una fórmula… Pero eso les corresponde analizarlo a los sociólogos de las mentalidades, si es que el protestantismo francés les sigue interesando.

A usted se le llama con preferencia ‘hedonista’. ¿Se trata de algún malentendido?

R.B.- El hedonismo es ‘malo’. Está mal visto. Mal entendido. ¡Increíble lo que de peyorativo puede tener esa palabra! Nadie, nadie en el mundo, ninguna filosofía, ninguna doctrina, se atreve a asumirlo. Es una palabra ‘obscena’.

Pero, ¿y usted? ¿Lo asume?

R.B.- Tal vez fuera mejor encontrar una palabra nueva. Porque si el hedonismo es una filosofía, los textos en que se basa son de una fragilidad extraordinaria. No hay textos. Apenas existe una tradición. Es muy difícil situarse allí donde los textos tiene consistencia y la tradición es prácticamente inexistente.

Pero está el epicureísmo.

R.B.- Sí, pero fue censurado hace ya tanto tiempo…

Usted tiene una ‘moral’…

R.B.- Digamos que una moral de la relación afectiva. Pero nada puede decir al respecto de tantas cosas que tendría realmente que decir. Como dice un proverbio chino: «El lugar más oscuro está siempre debajo de la lámpara».

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