El estreno de El 47 el pasado septiembre ha tenido interesantes consecuencias, más allá de las meramente artísticas. Entre las más destacadas podríamos mencionar el recuerdo del papel que los trabajadores y trabajadoras tuvieron en el diseño y construcción de las periferias de nuestras ciudades; barrios que, literalmente, fueron hechos con sus propias manos. El 47 narra un episodio concreto de este singular proceso de urbanización relacionado con la expansión del sistema de transporte público que conecta las diferentes partes de Barcelona. Hay otros episodios igualmente significativos: barrios completos cuyos habitantes fueron los encargados de construir los sistemas que traían el agua o la evacuación de los vertidos; algo que no solo ocurrió en la capital catalana, sino también en ciudades como Madrid, Sevilla o Valencia.

Una ciudad es una obra dialéctica pues, como señalara uno de los padres de la sociología urbana, Robert E. Park, «al hacer la ciudad, el ser humano se ha rehecho a sí mismo». Esto se ve claro en El 47, pues es el esfuerzo y la dedicación de los nuevos vecinos de Torre Baró, migrantes provenientes de diferentes partes del Estado durante la década de los 50, lo que acaba por conformar su carácter especial de comunidad, de clase social; una clase que no está constituida sobre la base del trabajo, sino sobre la vivienda y el barrio. Subrayando este hecho, la película de Marcel Barrena ha dado aliento a la recuperación de una cierta forma de hacer política protagonizada por los trabajadores y trabajadoras a la hora de crear nuestra moderna sociedad urbana, los cuales reclamaban ser parte de la ciudad, pero también ha destacado la importancia de la memoria colectiva como instrumento popular para corregir los renglones torcidos de la historia oficial.

Así, otra de las consecuencias generadas por el estreno de la película ha sido la de una cierta recuperación de la figura del segundo, y más famoso, alcalde socialista de la ciudad tras la recuperación de la democracia, Pasqual Maragall. Tanto que el antropólogo Manuel Delgado, en un tuit publicado hace unos días, comentaba que El 47 le había parecido, ya no «una usurpación de la memoria comunista del antifranquismo […] sino una película del PSC». No entraremos aquí a señalar la desaparición —el borrado— de las organizaciones políticas, sindicales y vecinales vinculadas a la izquierda comunista, así como las interrelaciones existentes en su momento entre ellas, ni en el individualismo que proyectan las acciones de Manuel Vital, el protagonista, las cuales ya han sido analizadas perfectamente por la politóloga Arantxa Tirado en este mismo medio, pero sí podemos contribuir a la lucha por el mantenimiento de la memoria de la Barcelona de aquellos años.

En otros espacios ya hemos señalado que, a nivel urbanístico, Barcelona lleva años surfeando la ola neoliberal. Con altibajos, y pese a teorías que proponen el establecimiento de una serie de etapas en las políticas urbanas de la ciudad durante las últimas décadas, la realidad es que el común denominador de todos estos años ha sido la conversión de la ciudad en un objeto de creación de plusvalías. Y en esto tuvo una enorme responsabilidad, un protagonismo destacado, el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) y el mismo Pasqual Maragall. Aunque en la película aparece como un mero becario, Maragall llevaba en el ayuntamiento desde 1965, más de 13 años, al que accedió justo después de acabar la universidad. Miembro de una familia de la burguesía catalana, nieto del poeta Joan Maragall y representante significativo de la ilustración barcelonesa, durante esos años trabajó como economista al mando del alcalde Josep Maria de Porcioles, uno de los catalanes de Franco.

Fue la propia institución municipal la que lo impulsó a formarse en temáticas urbanas en The New School of New York, una universidad privada de los Estados Unidos. Allí conoció a parte de la élite intelectual del momento, de forma que, como narra el periodista Llàtzer Moix en su libro La ciudad de los arquitectos (2006), fue a través de sus contactos neoyorquinos que el starquitect y premio Pritzker (el Nobel de la arquitectura) Richard Meier resultó finalmente elegido para diseñar el Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA).

Durante su etapa en el Ayuntamiento coincidió con Narcís Serra y Miquel Roca, ambos dos primeras figuras de la Barcelona de la Transición. Tanto es así que el primero sería alcalde de la ciudad en 1979 con el PSC y el segundo secretario general de la Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) de Jordi Pujol, aunque con anterioridad los tres habían formado parte del Front Obrer de Catalunya (FOC). Serra y Roca, además, hicieron tándem en uno de las proyectos protoneoliberales de la ciudad, el conocido como Plan de la Ribera, el cual pretendía, en coordinación con grandes propietarios de suelo industrial en desuso del barrio del Poblenou, transformar la zona del litoral que hoy día se sitúa entre la calle Ramon Turró y el mar, y entre el Parc de la Ciutadella y la desembocadura del Besòs, en lo que se dio a conocer como la Copacabana Barcelonesa. Ambos coordinaron los anexos económicos y legales de un proyecto que, finalmente, decayó por la crisis que azotó el Occidente capitalista durante los 70, pero que volvió, ya bajo gobierno del propio Maragall, como Vila Olímpica, Front Marítim y Diagonal Mar, barrios que se encuentran entre los de mayor renta de la ciudad.

Como retrata Marc Andreu en su libro Barris, veïns i democràcia. El moviment ciutadà i la reconstrucció de Barcelona (2015), entre las primeras acciones del recién constituido Ayuntamiento de Barcelona de 1979 estuvo el desmontaje y la captación del tejido asociativo vecinal de la ciudad que, hasta ese momento, había mantenido las esperanzas de una nueva forma de articulación democrática. Maragall estuvo ahí y, una vez que Narcís Serra accedió a su cargo de Ministro de Defensa en el primer gobierno de Felipe González, aceleró las políticas y medidas que impulsaron a Barcelona como ciudad-mercancía, en una línea altamente continuista con sus años de supuesto becario: colaboración público-privada en el desarrollo urbano, venta en el mercado libre de las promociones públicas de vivienda creadas para acoger a los atletas olímpicos del 92, liquidación del Patronat de l’Habitatge, constitución del Consorci de Turisme de Barcelona, externalización de los servicios sociales, etc. Como señalaran Manuel Vázquez Montalbán y Eduard Moreno en Barcelona cap on vas? (1991), parecía que los socialistas habían realizado el «descubrimiento repentino, casi como una revelación divina, del neoliberalismo, porque creían que éste es el único sistema para hacer la nueva Barcelona». Solo que este descubrimiento era el propio, volviendo a Montalbán, de los señoritos.

Me gustaría acabar con otra de las historias recogidas por Llàtzer Moix en la obra antes mencionada. Algo que evidencia, de forma cristalina, la clase de procedencia y las formas de hacer de la nueva dirigencia de la ciudad. Relata Moix que el primer delegado de Urbanismo de la ciudad, el arquitecto Oriol Bohigas, se dirigió a Nou Barris, zona obrera, a la calle Via Julia, porque el cajón del Metro parecía estar sobresaliendo a la altura de la calzada debido a deficiencias en su construcción. Al salir de la boca del Metro, Bohigas dejó escapar un: «¡Ah, ¿pero esto también es Barcelona?».


*Fuente: https://www.lamarea.com/2024/10/17/pero-esto-tambien-es-barcelona/

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