De nada sirve tratar de relativizar el problema, o consolarse pensando que se trata de un fenómeno pasajero.Mediante un discurso populista que conecta con la desazón de unas sociedades sin horizonte de progreso, la extrema derecha acrecienta de día en día su influencia en las viejas metrópolis. Su estrategia no es derribar las instituciones democráticas, sino coparlas y vaciarlas de sustancia liberal hasta imprimirles un semblante autoritario, legitimado por las urnas. Existen profundas razones estructurales que propician esa evolución: los perennes efectos disgregadores de la desindustrialización y la precarización de regiones enteras – otrora bastiones del movimiento obrero -, la crisis del orden global y el declive que se cierne sobre las clases medias, la angustia creciente que generan el cambio climático, el crescendo de conflictos bélicos desde Ucrania al Próximo Oriente y sus impactos en las economías nacionales, así como la irrupción de nuevas tecnologías en una era de furiosa competencia que se anuncia exigiendo ajustes en el Estado social para afrontarla…

Todo ello es terreno abonado para formaciones políticas dispuestas a azuzar el miedo, a proponer “liderazgos fuertes” y soluciones sencillas, a señalar difusas amenazas – “las élites”, “la casta” – encarnadas en las instituciones que garantizan la separación de poderes, fundamento del Estado de Derecho, y en la inmigración, franja de la población fácilmente “identificable” y vulnerable. Pero, el avance de esas formaciones se combina y retroalimenta con un desplazamiento acelerado de los partidos conservadores tradicionales – e incluso del centro derecha liberal – hacia las tesis de la extrema derecha, naturalizándolas y asumiéndolas. Trump personaliza la evolución populista y autoritaria del viejo Partido Republicano. Los torys compiten en radicalidad antiinmigración con el extremista Nigel Farage. De la mano de Manfred Weber, el Partido Popular Europeo pretende generalizar las alianzas de la derecha y la extrema derecha para hacerse con el poder. PP y Vox ya están en ello. ¿Cuánto tiempo tardará en saltar el “cordón sanitario” entorno a Alternativa por Alemania?

Francia acaba de mostrarnos un ejemplo de cómo esas continuas cesiones acaban propiciando un éxito indiscutible de Marine Le Pen, cuyo partido parece ser el único que tiene una estrategia clara para los próximos años. Tras un rocambolesco procedimiento parlamentario, el arco político presidencial ha terminado asumiendo los postulados del Reagrupamiento Nacional, que previamente hicieron suyos Los Republicanos, en la nueva y restrictiva Ley sobre inmigración. Marine Le Pen puede proclamar, orgullosa, su “victoria ideológica” sobre toda la clase política. Pero, en realidad, es mucho más que eso. En efecto. La ley atenta contra principios y equilibrios fundamentales de la democracia en Francia, como el acceso a la nacionalidad (ver la tribuna de opinión de la politóloga Catherine Wihtol de Wenden, publicada por el rotativo “Le Monde” y reproducida a continuación). La regresión que supone el texto finalmente votado por la Asamblea Nacional es de tal calado que la propia primera ministra, Élisabeth Borne, así como Gérald Darmanin, ministro del interior y obcecado promotor del proyecto, han reconocido el carácter anticonstitucional de distintas disposiciones de la ley. Resulta difícil calificar la irresponsabilidad de un gobierno que avala y hace votar un texto contrario al ordenamiento jurídico vigente. Es muy posible que el Consejo Constitucional tumbe el proyecto o, cuando menos, algunos de sus apartados más polémicos. Lo que representaría una segunda victoria y más madera para la locomotora de la extrema derecha: “El gobierno de los jueces impide que Francia se defienda de las amenazas que se ciernen sobre la nación”. El equilibrio de poderes estorba los planes de quienes sueñan con hacer prevalecer, sin restricción alguna, las mayorías que todo lo pueden y “la voluntad genuina del pueblo”. Un pueblo guiado, por supuesto, por un líder enérgico y decidido a pasar por encima de leguleyos pusilánimes y paniaguados. En ese conflicto estaba inmerso Netanyahu justo antes de que la guerra lo trastocase todo.

Pero, y a todo eso… ¿Dónde está la izquierda? Podría decirse que “anda enfrascada en sus cosas”. Con una France Insoumise crispada bajo la dirección de Jean-Luc Mélenchon… y un PS que no alcanza a levantar el vuelo, tensionado entre la tendencia de una parte de sus cuadros a refugiarse en la gestión local – algo que deja poco margen para distinguirse de la derecha y zona de confort amenazada por los progresos territoriales de la extrema derecha – y la encorsetada alianza con la extrema izquierda, esa NUPES que salvó un mínimo de representación parlamentaria socialista al precio de comprometer su independencia política. Y ahí está la clave del combate contra el ascenso del populismo, no sólo en Francia sino en toda Europa. ¿Sabrá la izquierda encontrar una voz propia, un programa capaz de aliar progreso social y defensa de la democracia, brindando por fin una perspectiva esperanzadora a unas sociedades desnortadas y atemorizadas, tentadas de replegarse sobre si mismas?


El estrechamiento del derecho de suelo es un retorno al pasado

Por Catherine Wihtol de Wenden    

La nueva ley sobre inmigración y asilo votada por el Parlamento el 19 de diciembre ha fragilizado la condición de los extranjeros en Francia, por cuanto se refiere al derecho de asilo, las reconducciones a la frontera, la regularización de trabajadores en oficios tensionados o la asistencia sanitaria del Estado. Pero pocos debates han prestado atención al estrechamiento del derecho de suelo que supone esta ley. Su adopción comporta un basculamiento del paisaje político, puesto que fue aprobada con 349 votos a favor, de los cuales 131 correspondían a Renaissance (una cuarta parte de los diputados de la mayoría presidencial no votó la ley), 30 votos eran de Mo-Dem, 28 de Horizons, 62 de Los Republicanos y 88 del Reagrupamiento Nacional ( Marine Le Pen).

Ese giro derechista amenaza con fragilizar la condición de los jóvenes nacidos en Francia de padres extranjeros que deberán de nuevo, como ya era el caso cuando se adoptó la ley Pasqua en 1993, hacer una gestión voluntaria para acceder a la nacionalidad francesa durante los años que precedan a su mayoría de edad, cuando en realidad esos jóvenes nacieron y han vivido siempre en territorio nacional.

Esa disposición puede acentuar su marcaje en la escuela y en sus documentos de identidad. La ley Pasqua fue, en su día, la respuesta del retorno de la derecha al poder durante el período de cohabitación bajo la presidencia de François Mitterrand, tras un largo debate sobre la reforma del derecho a la nacionalidad que había reunido en 1988 a una comisión de expertos.

Dicha comisión concluyó sus trabajos sin pronunciarse acerca de la necesidad de una reforma. La propia comisión era el resultado de la incorporación a la agenda política, desde 1985 y merced a la influencia del Club de l’Horloge (un think tank que agrupaba a intelectuales de derechas y de extrema derecha), de un proyecto que pretendía restringir el acceso a la nacionalidad francesa sobre la base del nacimiento y la residencia en el territorio metropolitano de los hijos de las familias inmigrantes. Ese proyecto se inspiraba en el ideario de la extrema derecha del período de entreguerras.

Ideas ilustradas

Sucesivos textos pusieron en duda la lealtad de esos jóvenes, tildados de “franceses según sus papeles”, que no merecían ser considerados plenamente como tales: “Ser francés es algo que hay que merecer”, escribían. El derecho de suelo (ius soli, en latín) era el que imperaba bajo el Ancien Régime. Los filósofos ilustrados propusieron substituirlo por el derecho de sangre (ius sanguinis), adquirido por filiación, considerándolo más emancipador que el régimen que ataba los campesinos a la tierra. Napoleón I, trasladando las ideas ilustradas al código civil, estableció el derecho de sangre.

Pero, a finales del siglo XIX, Francia, el país más antiguo de Europa por lo que a inmigración se refiere, necesitaba acrecentar su población. Para poder incluir en el censo nacional a los extranjeros instalados en su territorio, deseosa de “convertir extranjeros en franceses” – según la terminología de aquella época – y de incrementar el número de sus soldados con vistas a un nuevo enfrentamiento bélico franco-alemán, Francia reintrodujo el derecho de suelo y amplió el acceso a la naturalización. Así pues, con la ley de 1889, se estableció una suerte de equilibrio entre el derecho de sangre (filiación) y el derecho de suelo (nacimiento o residencia, tras un período fijado por la ley) para la adquisición de la nacionalidad.

Sucesivas reformas, en 1927, 1945, 1973, fueron avanzando en la ampliación del derecho de suelo (en concreto, en lo concerniente al derecho de voto), hasta la adopción de la ley Pasqua en 1993. No olvidemos, sin embargo, el intermedio que supuso el gobierno de Vichy, que estableció la pérdida de la nacionalidad para los judíos extranjeros. Tras 1993, la ley Guigou de 1998, inspirada en un informe de Patrick Weil (politólogo y director de investigaciones en el CNRS), volvió al equilibrio anterior entre derecho de suelo y derecho de sangre.

Dicho equilibrio ha inspirado la mayoría de las reformas habidas en el ámbito del derecho a la nacionalidad en los países vecinos. Con anterioridad, sus legislaciones se habían basado frecuentemente en el derecho de sangre del código civil napoleónico. Exceptuando al Reino Unido que, al no haber sido conquistado por el Imperio, permaneció fiel al derecho de suelo. A parte de Italia, muy apegada a su derecho de sangre, que le permite conceder la nacionalidad a los italianos del extranjero, y muy marcada por su larga historia de emigración, casi todos los países europeos han adoptado, entre los años 1990 y 2000, el equilibrio derecho de suelo/derecho de sangre para mejor integrar a las generaciones descendientes de la emigración, facilitándoles el acceso a los derechos nacionales.

Incluso Alemania, considerada como emblemática del derecho de sangre establecido por una ley de 1913, y que definía una identidad basada en la lengua, la cultura y los orígenes, modificó en 2000 su ley sobre la nacionalidad introduciendo el derecho de suelo, más inclusivo, en un país amenazado por el declive demográfico.

Con la ley de 2023, ¿da Francia marcha atrás bajo la reiterada presión de la extrema derecha, que presume de haber ganado la batalla ideológica sobre la inmigración? La ley Pasqua de 1993, la primera en iniciar una regresión en cuanto a la adquisición de la nacionalidad merced al derecho de suelo y a la residencia, ya reveló sus debilidades: la necesidad de una creciente burocracia administrativa a fin de tramitar las gestiones voluntarias para acceder a la nacionalidad; el control de la omisión de ese procedimiento por parte de algunos, con el consiguiente bloqueo de su acceso a la nacionalidad y al pasaporte europeo; los debates sobre los criterios de adquisición de la nacionalidad en función de si los solicitantes habían cometido algún delito… Todas las encuestas sobre los hijos de padres inmigrados muestran que se consideran franceses, aún teniendo con frecuencia doble nacionalidad, sin manifestar conflictos de lealtad.

Racismo diferencial

Sin embargo, una parte de la población les cuestiona esa pertenencia porque son “visibles”, supuestamente musulmanes, socializados en los extrarradios urbanos. Los oficios que comportan funciones de autoridad cuentan también en sus filas con numerosos jóvenes procedentes de la inmigración (ejército, policía, controladores en los transportes públicos). ¿Serían acaso menos franceses que los demás?

El racismo diferencial que florece en las regiones fuertemente golpeadas por el desempleo industrial ha visto aparecer unos perfiles de franceses a quienes ya sólo les queda el orgullo de ser nacionales “de pura cepa”. Pero eso es un contrasentido en relación a la definición de la ciudadanía en Francia, basada en la filosofía del contrato social, sin referencia alguna a los orígenes.

Recordemos que los grandes países de inmigración de poblamiento que hay en el mundo se basan en el derecho de suelo. Uno se convierte en ciudadano por el hecho de nacer en el territorio nacional (en Estados Unidos, Canadá, y Australia, en los países latinoamericanos y en España), lo que ha sido un factor de arraigo y ha conferido legitimidad a los recién llegados. Europa, hoy convertida en continente de inmigración, ¿debería acaso ceder ante los populismos que pretenden restringir el derecho de suelo? ¿Debería Francia emprender el camino de la ruptura del equilibrio entre derecho de suelo y derecho de sangre, a pesar de constituir un poderoso instrumento de integración?

*Catherine Wihtol de Wenden, politóloga, especializada en migraciones, directora emérita de investigación en el CNRS. Tribuna publicada en “Le Monde”, 23/12/2023.

*Traducción: Lluís Rabell

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Barcelona, 1954. Traductor, activista y político. Diputado del Parlament de Catalunya entre 2015 y 2017, lideró el grupo parlamentario de Catalunya Sí que es Pot.

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