altEn los capítulos anteriores: el rodaje de un melodrama ha reunido a dos célebres estrellas de Holywood, llamadas a reproducir en el filme las circunstancias que acabaron con su pasado matrimonial. La actriz es una mujer madura, obsesionada con su belleza, ninfómana y derrochadora que acepta el papel para subvenir a sus muchos gastos.

 

 

 

 

En los capítulos anteriores: el rodaje de un melodrama ha reunido a dos célebres estrellas de Holywood, llamadas a reproducir en el filme las circunstancias que acabaron con su pasado matrimonial. La actriz es una mujer madura, obsesionada con su belleza, ninfómana y derrochadora que acepta el papel para subvenir a sus muchos gastos.

 

Arthur se resistió largamente a encarnar el papel que Ben le ofrecía. El protagonista de Un hombre. ¿Quién da másy El camino de los valientes –sus dos principales éxitos de taquilla– no podía rebajarse a esas pusilanimidades de hombre duro con apariencia blindada y corazón de adolescente enamoradizo.

 

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Arthur sentía predilección por los muchachos altaneros e imperturbables como Scott Brandon, el heroico soldado americano de El camino de los valientesNo por morir en una zanja hedionda perdía Brandon la sonrisa cínica de sus labios, tras destruir los nidos de ametralladoras alemanes que diezmaban a sus compañeros en los llanos del Marne, y no sin antes haber dejado testimonio de sobresalientes cualidades boxísticas (en tantas tabernas de Francia) y amatorias (en cada uno de los pueblos franceses donde su compañía se detuvo a lo largo del filme). Sin embargo, tampoco desdeñaba la doblez de Phil Grims, el dandy adinerado de Un hombre. ¿Quién da más?, a quien todos tomaban por señorito tonto y malcriado, pero que a la postre se aprovechaba de tan bobalicona imagen para beneficiarse a sus numerosas pretendientes, brotadas como setas al tintinear de su bolsillo. El estólido Brandon fue elogiado por la crítica como ejemplo de las virtudes americanas; no así Grims, que tuvo problemas con la censura debido a su talante, frívolo en exceso.

 

Aparte de ramplón y engreído, Arthur era especialista en beneficiarse de cualquier escándalo. Había logrado nimbar su persona con una leyenda de lascivia, que a su entender facilitaba futuras contrataciones y más de una conquista amorosa (si es que se trataba de amor). Ello le obligaba a distanciarse de otros colegas con “alma de flan”, como Robert Taylor, Clark Gable o Edward G. Robinson, terna que lo irritaba sobremanera. La gente tan fea “o es mala de verdad o es estúpidamente buena”, había dicho sobre Robinson una noche de terrible borrachera en casa de Ben, ante Howard Hakws y Lewis Milestone, momentos antes de medir su pulso con medio Hollywood, lanzar a la piscina a James Cagney y acabar en la cama con dos jóvenes secundarias que pretendían ascender en su carrera a golpe de cadera… Los tres iban tan borrachos que no llegaron a quitarse la ropa interior, pero ni él ni ellas contaron jamás la verdad sobre los hechos, para no convertirse en el hazmerreír de aquel joven Hollywood de bacanales, exhibiciones y derroches.

 

Tampoco se salvaban de sus inclementes comentarios Leslie Howard, Joseph Cotten, Ronald Colman y John Carradine. “Que se bañen en lágrimas, los muy maricones. Yo prefiero bañarme en Acapulco, y con Dom Pérignon“, repetía Arthur hasta el hartazgo de sus oyentes, como si frase tan poco ingeniosa equivaliera a la divisa que los caballeros medievales lucían grabada sobre su escudo.

 

Y un héroe de tanta reciedumbre, en esta película protagonizada junto a su exmujer, ¿iba a convertirse en un mojapañuelos sólo por dinero?

 

Por supuesto que sí. La cuestión era ofrecerle más.

 

***

 

El rostro de Elizabeth permanece frío como el hielo. “En su hieratismo hay algo de reverenciable a ojos de Adam” (otro comentario de puño y letra de Ben), “como un ídolo que ha resistido la zarpa del tiempo y se yergue entre las ruinas de lo que antaño fuera su templo. Encarna un ideal que se resiste tenazmente a fenecer”.

 

Adam
¿Cuándo zarpas rumbo a Europa?

 

Elizabeth
No voy a Europa. Vuelvo a casa.

 

***

 

“Sorpresa mayúscula de Adam”, había apuntado Ben al margen del guión.

 

Arthur también parece asombrado. Demasiado: se queda con la boca abierta, ¿acaso no recordaba esa parte del guión?

 

Ben teme que no le guste luego su expresión y le venga con protestas. “La escena no se va repetir por mucho que rabie”, piensa para sí.

 

***

 

Adam
(Abalanzado sobre el plano de la mesa, como si quisiera morder a su partenaire)
No es posible. ¿Por qué lo has hecho?

 

Se cierne un momento de intrigante silencio sobre todo el plató. Arthur inspira fuertemente antes de continuar:

Adam
(continuación)
Ese viaje era muy importante para ti, Elizabeth… El estreno de tu última película en Londres y París, con el púbico a tus pies. Te esperaban como a una verdadera reina…
(Calla por un momento, pero no deja de mirar fijamente a los ojos de Elizabeth, y vuelve a la carga repentinamente sosegado, como abatido)
No digas que has renunciado por mí.

 

Elizabeth
¿Por ti? Sí, podría ser una buena razón.

 

***

 

Arthur lleva a sus labios el vaso de whisky (nunca aceptaba simulacros, a la hora de rodar). Tiene la boca desecada por la alianza que su nerviosismo ha signado con los soles artificiales del estudio, y a pesar de la desazón que presumiblemente lo invade, paladea el espíritu con placer, como si bañara en él unos pensamientos sucios de resentimiento.

 

De pronto, vencido tal vez en el pulso con su querencia, ingiere sobre lo ya apurado un trago de circunstancias, aparatoso y rápido, que se enrosca por un segundo en su garganta como un erizo de fuego, forzándole a un segundo fallo interpretativo: ese rictus de atragantamiento que vuelve a deformarle la expresión, antes trágica, para rebajársela a grotesca.

 

Ben reprime la voz de “¡Corten!”. Piensa: “Si me has jodido la toma, me las pagarás. No se puede trabajar con borrachos”.

 

Un destello de mofa brilla fugazmente en la profundidad abisal de los ojos de Elizabeth. A la luz de ese faro se orientan todos sus rencores. Ben no se percata de ello, pero Arthur lo siente en sus carnes como quien recibe el impacto de un rayo.

 

***

 

Elizabeth
(Sale de su rictus meditativo y habla alto, como recién espabilada)
Quizás lo haya hecho por ti, Adam… Pero no en el sentido en que tú crees. Era muy importante ese viaje, cierto, pero hoy ya no lo es tanto. Ni siquiera un poco.

 

Adam
¿Qué piensas hacer ahora?

 

Elizabeth
Hay un pequeño pueblo en Kansas, rodeado de inmensas llanuras, con una estación de tren en donde juegan los niños al atardecer y una madre que vive sola esperando a su hija. A la muchacha de largos tirabuzones que un día tomó un tren hacia Nueva York sin más equipaje que su ingenuidad y unas ganas tremendas de vivir. Volveré.

 

Adam
¿Cuánto tiempo hace de eso, Elizabeth?

 

Elizabeth
Veinte años ya.

“Y alguno más”, piensa para sí Arthur, que empieza a estar incómodo en su papel.

 

Adam
¿Cómo pude tardar tanto en conocerte?

 

Cruzan sus miradas sobre la mesa. Vistos desde la lejanía, un velo de tristeza les empaña los ojos… Falsa percepción, porque están volviendo en sí; retomando la propia vida, los mismos relatos de ese antaño que todavía está a la vuelta de la esquina. Hay un brillo amenazante creciendo a modo de ascua inquieta en las pupilas de ambos ¿Es tristeza, dolor, odio tal vez? El hielo de la ficción se derrite.

 

Elizabeth
Nueva York es enorme. Pudimos no habernos conocido nunca.

 

Adam
Elizabeth… ¿Qué ha pasado entre nosotros?

 

Así lanzada contra la penumbra del salón, la pregunta parece ocultar el arcano de un saber universal; la panacea para alzar a los ídolos derribados desde su ruina presente, desde la miseria de los recuerdos enconados o la porfía que niega la razón ajena.

 

(Continuará)

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