En los capítulos anteriores: el rodaje de un melodrama ha reunido a dos célebres estrellas de Holywood, llamadas a reproducir en el filme las circunstancias que acabaron con su pasado matrimonial. Ambos protagonistas son coléricos y desenfrenados. La situación se complica cuando los diálogos del guión suscitan reflexiones íntimas, cargadas de dolor y resentimiento.
En los capítulos anteriores: el rodaje de un melodrama ha reunido a dos célebres estrellas de Holywood, llamadas a reproducir en el filme las circunstancias que acabaron con su pasado matrimonial. Ambos protagonistas son coléricos y desenfrenados. La situación se complica cuando los diálogos del guión suscitan reflexiones íntimas, cargadas de dolor y resentimiento.
Ben siente de nuevo la mirada azul pateando un claqué de alerta sobre su nuca encanecida. Scott se ha percatado del envaramiento de su jefe, distingue diminutas perlas viscosas puliendo la sien que de soslayo alcanza a contemplar.
El vistazo iracundo que Arthur acaba de propinar a Elizabeth no estaba en el guión, y su encono ha rebasado los márgenes de la escena para penetrar tras la barra luminosa de los focos, donde se tejen los hilos de esa historia tan ficticia como la vida misma. Algo está ocurriendo, se dice Scott, y pregunta sin palabras, contrayendo hombros y ceño en una brusca secuencia. Ben responde con el mismo fregar de la mano sobre un cristal invisible; no quiere que la preocupación cunda entre el equipo –”aunque habrá que excluir del montaje esta reacción inesperada de Arthur”– y se transmita a los actores convertida en pánico, valiéndose de ese sexto sentido que usa el miedo para transmigrar de un cuerpo a otro, como si se tratara de las almas errantes del hinduismo o del virus de la gripe.
Ni el propio Arthur puede mantenerse en tal tirantez. Ha regresado a su papel, algo distraído quizá, lo cual puede tomarse como una reacción dubitativa del personaje ante la complejidad de la situación.
Ben se sabe el guión de memoria, tan bien como Arthur. Lo reconstruye mentalmente: “Lo sé, Liz; sé que me equivoqué, que me porté mal contigo. Pero no lo hice con deliberación. Nunca pretendí comprarte con el dinero o el prestigio que de no ser por ti jamás hubiera tenido. Ahora me doy cuenta de todo; ahora que no te tengo a mi lado, sé que todo cuanto soy te lo debo a ti, a tus palabras de aliento, a tu simple presencia junto a mí desde aquella primera noche en que me rescataste de la desesperación”. Aquí había añadido Ben de su puño y letra: “Habla con voz gimiente, le está suplicando” (“Vamos a hacer que lloren un poco”, le dijo a Arthur cuando el galán le comentó la carga dramática de la escena, “sensiblera” según sus propias palabras). Y sigue recordando: “Ya no somos niños, ni tan siquiera jóvenes ingenuos como entonces. Ahora sé que te amo, aun más que antes. Liz, por favor, intentémoslo de nuevo. Te quiero, Liz”.
Ben confía en los ruegos de Adam para llenar los cines de pañuelos. Es el milagro de las palabras: embelesan con su canto de sirena y nos transportan a latitudes imaginarias, donde los problemas reales son solo pesadillas, avatares que la conciencia niega obstinadamente para no juzgarse a sí misma con excesivo rigor.
“Ese ‘te quiero’ me ha gustado”, se felicita Ben. Ahora es él quien busca el rostro pávido de Scott. Parece decirle: “Te he ganado, muchacho. Por algo soy el jefe.” Y Scott arquea las cejas en un gesto de ostensible incredulidad, que a la vez concede.
***
Scott admira a Ben tanto como este a su maestro Howard H. Howard, desde el mismo día en que lo conoció en el frente del Marne, cuando HHH era un maduro operador de cine sin más futuro que la bala que por error mató a su ayudante, en pleno contraataque alemán. Howard repetía con insistencia: “¡La guerra es para los soldados y la propaganda para nosotros!”, sentencia con la que pretendía apartar a Ben de cualquier atisbo de heroicidad, puesto que no conocía camarógrafo sin propensión a arriesgar la piel, cuando de grabar las imágenes más espectaculares y contundentes se trataba. Pero también expresaba así su concepción del séptimo arte, cifrada en el engaño: HHH sostenía que el cine se había inventado para embaucar a la gente, haciéndola feliz hoy, angustiándola mañana, porque no se podía vivir de realidades, tan malas eran unas y tan vulgares otras, sino de sueños.
–¿Tú eres fotógrafo, además de judío?– quiso saber Howard cuando Ben se presentó para suplir al ayudante muerto.
–Puede decirse que sí, señor- contestó el soldado Benjamin Sofroski.
–¿Puede decirse que sí eres judío o que sí eres fotógrafo?– porfió HHH.
–Las dos cosas, señor. Mis padres son judíos rusos y yo, antes de la guerra, trabajaba como dependiente y recadero en un estudio de fotógrafo. Y aprendí por mi cuenta el oficio, señor.
–No me importa que seas judío –mintió HHH–, pero no quisiera que me fallaras como ayudante. Coge la cámara y sígueme.
Pocos días después, mientras fijaba con gesto contrariado los planos iniciales de un documental propagandístico, HHH volvió a la carga:
–Ben, ¿qué coño fue a hacer tu padre a América?
–Poca cosa, Mister Howard –HHH nunca le apeó el trato–. Le bastaba con huir de los pogromos.
–¿Los qué…?
–Los pogromos, Mister Howard. Las persecuciones contra los judíos.
–Pero eso, ¿no es de los tiempos de la Inquisición? –quiso saber HHH, sin apartar el globo ocular del visor de la cámara.
–Y también de época más reciente, por desgracia. Fueron comunes en el Imperio ruso, durante el siglo pasado.
–Por algo sería. Los judíos siempre han nadado en oro, y el oro no cae del cielo: hay que quitárselo a otro. América está llena de judíos adinerados que tienen más poder que los cristianos que fundaron el país. ¿Te parece eso normal?
–No sé qué decirle, Mister Howard. Mi padre era un pobre carpintero de una aldea rusa, ganaba lo justo para sobrevivir. Cuando se inició el pogromo y quemaron las casas de los judíos, sólo pudieron quitarle un carro y los dos cerdos que tenía en el corral. Llegó a América sin más equipaje que sus herramientas de carpintero.
–Judío y carpintero –masculló entre dientes HHH, mientras la media sonrisa dejaba ver el flanco de su dentadura oscurecida por el tabaco–. Qué bonito, como san José…
***
Veinte años después, y en buena medida gracias a la protección de HHH, Ben Sofroski es un famoso director de cine con mucho más dinero que tantos y tantos descendientes de los padres fundadores de la gran nación americana, aunque el propio peculio sume una cifra menor que el capital aportado al matrimonio por su acaudalada esposa anabaptista, hija de un magnate del petróleo que nunca ha visto con buenos ojos este casorio.
Antes de la boda, Ben abrazó el credo de su mujer con absoluta despreocupación, pero en un recoveco de su alma se mantiene viva la menorá sagrada de Israel, cuya luz pretende plasmar en la obra que será su testamento cinematográfico, una grandiosa producción acerca de las penurias sufridas por el pueblo judío desde la destrucción del templo hasta la fecha. Gracias a Diáspora (tiene muy claro el título), pretende ensombrecer la fama de The Clansman e Intolerance, las grandes epopeyas fílmicas de su envidiado Griffith, y confía en que los críticos del futuro incluirán su nombre entre los grandes del cine americano, cuando hasta la fecha solo se le cita como “artesano” del celuloide. Lleva años trabajando en el guión de su magna opera, pergeñando uno a uno sus planos, tramando minuciosamente escenas y secuencias; y mientras tanto, reúne los dineros que calcula va a costarle –ni siquiera la producción quiere confiar a otra responsabilidad que no sea la suya– dirigiendo comedias y melodramas por encargo, con taquilla asegurada.
(Continuará)