altEn los capítulos anteriores: el rodaje de un melodrama ha reunido a dos célebres estrellas de Hollywood, llamadas a reproducir en el filme las circunstancias que acabaron con su matrimonio. Los diálogos del guión provocan el enfrentamiento entre los otrora amantes, que deviene en abierta trifulca y en la interrupción del rodaje. Ben, el director, intenta desesperadamente salvar su película.

 

 

 

En los capítulos anteriores: el rodaje de un melodrama ha reunido a dos célebres estrellas de Hollywood, llamadas a reproducir en el filme las circunstancias que acabaron con su matrimonio. Los diálogos del guión provocan el enfrentamiento entre los otrora amantes, que deviene en abierta trifulca y en la interrupción del rodaje. Ben, el director, intenta desesperadamente salvar su película.

 

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Arthur sonríe de buen grado mientras Ben –codo arriba, muy teatralmente– apura un violento trago de bourbon, sintiendo cómo incendia el espíritu su garganta y pulmones.

 

Para cuando el director se nota saciado, Arthur ya está provisto de otra botella del mismo género, sin variar su posición yacente. Parece arte de magia. Ben saluda el prodigio con admiración, abriendo los ojos como ensaladeras.

 

–Bebe, amigo. Te sentará bien –le aconseja el galán mientras arrancaba el tapón con un movimiento rápido de la muñeca. A continuación ingiere un trago casi eterno, de duración retadora, para incitar a Ben a seguir trasegando de la botella que le ha tocado en suerte.

 

Durante un largo rato permanecen en silencio, abstraídos en una ingesta tan contumaz como estéril. Por fin toma la palabra Ben:

 

–¿Cómo has podido hacerle esto a Liz? –quiere saber, sin dejar de empinar el codo.

 

–La odio, Ben. Fue una mala idea hacer esta película… –casi no puede acabar la frase, porque el hipo contenido se le desborda en tos y esputos. Luego restriega las espaldas sobre los cojines del diván, como un gato faldero en su butaca favorita, y cierra aliviado los ojos.

 

–Vas a reventar de tanto beber, Arthur –asegura Ben después de un nuevo lingotazo, para dar ejemplo. A esas alturas ya tiene mediada la botella, toda una plusmarca para su débil naturaleza.

 

Y Arthur, a lo suyo:

 

–La odio, Ben. Prefiero morirme antes que volver a verla. Creí que podría aguantar el tipo, pero es superior a mis fuerzas.

 

–Arthur, eres como un niño. ¿Cómo puedes decir que la…

 

Se interrumpe al notar una leve arcada. Falsa alarma (Arthur ni se inmuta). Vuelve a la carga:

 

–¿Cómo puedes decir que la odias si es un ser adorable, hermosísimo? Lo que pasa es que estás loco por ella.

 

–No bebas tanto, Ben. El bourbon te hace desvariar.

 

–Los borrachos siempre dicen la verdad… Salvo tú, al parecer. Déjate de sandeces y admítelo: estás loco por ella –parece haberse detenido a reflexionar, pero al punto prosigue, repentinamente enfadado–. ¡Maldito cabrón, todo Hollywood te envidiaba! ¿Cuántos galanes habrían dado media vida por acostarse con Liz? Responde, estúpido: ¿cuántos?

 

–No sé si ha dejado a alguien sin follárselo, la muy puta. No lo creo.

 

–¡No digas bestialidades! –Ben cabalga a lomos de una indignación airada–. “La muy puta”, dice. ¡Qué animal eres!

 

Arthur sonríe, complacido por la cerril imagen que acaba de transmitir, y vuelve a beber. Ben se sume otra vez en sus cavilaciones; conforme persevera en ellas, todos sus rasgos van convergiendo en una expresión sin duda agónica, que participa por igual del pesar y el cansancio.

 

Por fin se decide a hablar. Su voz emerge ahora hueca y trabajosa desde el fondo del pozo de la garganta, cauterizada por el alcohol:

 

–Liz es un regalo de los dioses. Cada vez que se entrega a alguien es como si del cielo cayera una gracia sobre el afortunado –interrumpe brevemente su delirio místico para recobrar fuerzas con un nuevo trago, y comprueba que el nivel del bourbon ya se acerca peligrosamente al culo de la botella–. ¡Vaya mierda de mundo! Cualquier pelagatos como tú se beneficia de una maravilla como Liz; la tiene en su propiedad, que por algo era tu esposa, y luego lo echa todo a perder por su brutalidad.

 

–No te alteres, Ben…

 

–¿Qué no me altere? –Ben está manifiestamente alterado–. ¿Qué no me altere? Todo lo hubiera dado por tenerla como mujer, pedazo de cabrón. Hasta mi puta película sobre el pueblo de Israel mandaría a la mierda, si fuera a cambio de ella. No sabes cuánto te he envidiado, Arthur. Antes y después de aquella noche en mi casa, cuando tiraste a Cagney a la piscina de un mamporro…

 

Arthur abre a medias un ojo que apunta contra Ben, ¿qué tiene que ver aquel episodio con esta historia?

 

–Sí, cabronazo, sí –Ben se regocija de haber despertado el interés de tamaño salvaje–. Aquella noche en que hiciste el gallito hasta hartarte, y que luego te subiste a mi habitación con dos furcias. ¿No te acuerdas? ¡Claro que te acuerdas!

 

Ben parece dudar por un momento: ¿valía la pena seguir hablando? Tal vez sí:

 

–Ahora, ya todo da igual. Han pasado algunos años. Liz estaba asustada por tu brutalidad. ¡Tan bella, con el rostro lívido de miedo! –vuelve a la carga con el bourbon y vacía la botella; Arthur, que acaba de abrir su otro ojo, le tiende la suya en silencio, instándole sin palabras a beber más–. ¡Estaba tan bella! Tenía que consolarla; no podía dejarla así, abandonada entre el gentío y sus comentarios malintencionados. Fue maravilloso, Arthur… ¡Algo maravilloso! Recuerdo cada rincón de aquel cuerpo incomparable. Me sacié observando todos sus pliegues. Fue una locura, Arthur. Lo siento porque era tu mujer. Pero toda la culpa fue tuya.

 

Cuando Ben aparta la botella de su rostro, sus ojos chocan contra la mirada de Arthur, sentado en el borde del diván a tres palmos de su nariz. Las pupilas de Arthur parecen espolones, porque cortan y penetran en las pupilas de Ben. El fornido galán crispa las manos contra el borde mullido del diván y enseña los dientes como el perro de presa que amenaza a un intruso.

 

–¿Quieres decir que te acostaste con Liz? Mejor dicho: que te acostaste con mi mujer, porque Liz era entonces mi esposa, si no estoy muy borracho y confundo las fechas.

 

–Fue culpa tuya, Arthur –Ben sigue en las nubes, ignorante del peligro que lo ronda–. Tu brutalidad la empujó a ello.

 

Ben no tendrá fiel conciencia de lo ocurrido a continuación. En un principio cree entender que Arthur vuelve a tumbarse en el diván, pero sólo retrocede su hombro izquierdo, como si buscara mejores apoyos; a continuación, algo muy frío viene a cegarlo de improviso. El mundo parece detenerse en brusca frenada, destartalándose. Transcurrirán unos instantes hueros de sensaciones antes de saberse caído en el suelo, con la silla haciéndole de incómodo lecho; aturdido por un pitido estridente, como si un endemoniado atronara a gritos las bóvedas internas de sus oídos. Nota humedad en el rostro; al palparse, identifica como sangre el líquido espeso que se derrama desde su nariz rota y le empantana la boca. Con el golpe, a punto ha estado de tragarse dos dientes, pero una arcada oportuna los lanza al suelo. Y por fin ve como Arthur se agacha entre brumas, hasta casi restregársele contra el rostro destrozado:

 

–O se va ella o me voy yo, ¡elige!– cree escuchar entre tamaña confusión.

 

***

 

Arthur se cruza con Scott en la puerta del camerino.

 

–¡Dios mío! ¡Dios mío! –no se le ocurre otra cosa que decir al joven ayudante de dirección, a la vista del desaguisado.

 

Scott retira con dificultad la silla que está lacerando la espalda de Ben; acto seguido le pasa un brazo bajo el cuello, para alzarle delicadamente la cabeza del suelo. Ben pone una mano sobre la sien de su ayudante, para acercarlo a sus labios aplastados:

 

–Scott… –balbucea apenas, porque le cuesta respirar–, ponte en contacto con Mae West. –Y después de un suspiro, antes de desfallecer:– Inmediatamente…

 

 

FIN

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