Cuando observamos una gran obra de arte y especialmente, por lo que posteriormente plantearé, cuando observamos una gran escultura –tanto si es abstracta como si es realista– se da en nosotros una situación de intensidad emotiva. Percibimos aquel trozo de materia como algo trascendente, que apela de variadas maneras a nuestro espíritu y le hace testigo, testimonio, de un instante de importancia en lo vital.
Algunas veces, pocas, esta emoción, este estímulo creado por esa intensidad, nos impulsa hacia una creatividad paralela, interiorizada, adaptada en nuestro intelecto hacia una acción en el campo en el que cada uno de nosotros se desenvuelve. Otras, las más, esa obra de arte que nos transforma momentáneamente se diluye entre nuevas sensaciones y queda únicamente el recuerdo, ya nunca tan clarividente, tan intenso; aunque sí consciente y asumido entre los recursos valiosos de nuestro pensamiento y consciencia.
La primera vez que se contempla la Anunciación de Leonardo, o la primera vez que se escucha, en verdadero encuentro, La Pasión según San Mateo de Bach, ejemplifican esos instantes que perduran toda la vida para impulsarnos a conseguir hechos semejantes; y nada importa que se posean o no los registros, las capacidades de creatividad necesarias para ello. Basta con poseer los recursos de cultura apropiados, que podríamos por ello definirles como herramientas de felicidad, al permitirnos alcanzar esa dualidad receptivo-creadora en un espacio-tiempo significativo.
De análoga manera, la contemplación-captación, de una gran obra arquitectónica, la consciencia de la excepcional combinación de espacio, luz y forma, convoca en nosotros una imagen interior indescriptible, quasi visceral, que eleva nuestro pensamiento-acción de idéntico modo.
El núcleo de sentido de tales emociones es muy espiritual, sagrado, en las primeras de las citadas emociones; y más visceral, más cenestésico, en las segundas. Porque ese espacio-luz es, en su real captación, cenestésico, como he dicho; es decir, recogido tanto por los sentidos, llamémosles mentales, como –incluso más– por los viscerales, aquellos que captan las sensaciones motoras, neuromotoras, intracorporales, a modo de circuitos de interacción con nuestro sistema orgánico. Su función se experimenta al estar en un determinado campo de fuerzas y acciones combinadas con estas, como resulta ser el campo gravitatorio de nuestro planeta. Cómo de especial y distinta captaríamos esa sensibilidad en una construcción en el espacio exterior ingrávido; o estando sumergidos en el agua a cierta profundidad, semi-ingrávidos. La arquitectura se mueve y contacta en parte con estos parámetros y, por ello, diferencia en cierta manera nuestro código de sensaciones respecto a las obras de arte plásticas; y también a las musicales o poéticas que entrañan el tiempo-sonido en las primeras, y el lenguaje-ritmo, en las segundas.
El profundo manejo de variables que el ser humano tiene la fortuna de poder utilizar, acoplando de modo intuitivo-formalizado, en parejas, tríos, a veces con la totalidad de sus sentidos, y en ocasiones, como he mencionado, con esos subsentidos internos, menos manejables, más autónomos, pero no menos poderosos en sensaciones, es fuente de la mayor riqueza y de alcance y dominio de esas herramientas de felicidad que todos podemos llevar consigo.
Y cuando estos “poderes” se entrenan, se desarrollan y se pulen, el ser humano puede llegar a alcanzar la elevada categoría de demiurgo, de fuerza activa, plenamente integrado en el campo humano y preparado para dar un salto cuántico a la naturaleza, en un retorno prodigioso.
Porque inicialmente todos nuestros sentidos fueron plantados en nuestro organismo para captar el hecho natural: defensivo, alimenticio, procreativo, ….., pasando luego, por el hecho social, a convertirse en fuentes de comunicación y colaboración; para más tarde alcanzar a constituirse en portadores de sensibilidad, belleza y felicidad.
Ese largo recorrido es como un enorme puente que cruza el territorio humano entre su origen y su fastuosa realización; y que no finalizó en todo ese proceder que he expresado, porque aún le restaba otro vano, otra luz más adelante que salvar: la de la compresión-contemplación de todo ese cosmos invisible inicialmente al hombre natural, el mundo poderosamente bello de lo infinitamente pequeño y el tremendo y hostil de lo infinitamente grande. Regiones aportadas al ser humano por el conocimiento científico-técnico, a veces muy denostado, pero transcendente en todo lo que es verdaderamente el hombre del presente. Y aún podríamos todavía considerar incluso otro escalón aún más desconocido, como es el del doble y opuesto mundo cuántico basal, inespacial, intemporal, no coordinado, del sueño; o del provocado por las drogas. Y más importante aún, el mundo propio del hecho tan próximo pero, tal vez, más desconocido del universo: nuestro cerebro neuronal.
He querido plantear este difuso y amplio esquema de introducción relativo al campo emocional y sensible del ser humano, para poder llevar a cabo ahora una mirada más amplia al significado-significante del concepto puente. Veremos si lo consigo.
Las neuronas recogen el hecho artístico y lo codifican en valores excelentes (sensaciones y emociones con excelencia), cualificando y cuantificando los impulsos y datos que provienen, por una parte, de lo meramente sensible y, por otra, de lo natural-histórico-cultural-social-aprehendido, pregrabado en nuestro cerebro.
Es casi seguro que un niño, o un hombre bantú, no se verían muy alterados por contemplar la citada Anunciación de Leonardo; incluso en un asiático medio actual, podría suceder algo análogo. Tal vez como tampoco lo seríamos nosotros ante un ídolo o un tótem de otra cultura poco conocida. Ello señala la importante carga del aporte subjetivo-cultural sobre lo objetivo-material.
La observación de un gran puente es diferente. Puede asimilarse a una arquitectura; y también, en parte, a una escultura. Pero no tiene nada que ver con ellas. Por supuesto, se da una importante incidencia en la forma (escultura) y también una incidencia notable con respecto al espacio (arquitectura); pero en este caso, se trata de un espacio abierto, con caracteres por tanto específicos, que se aproximan más a valores propios de la naturaleza. No en vano es el hecho natural el primer maestro de los primeros “ingenieros”: lianas, arcos de roca, troncos caídos sobre el arroyo, lajas pétreas, etc., pero que al ser tan poco usuales, han sido ya sustituidos en el intelecto por la imagen de los puentes standard, que no tienen ningún valor para lo que aquí se quiere tratar; de igual manera que una simple vivienda no tiene, en principio, por el hecho de ser arquitectura, que conllevar nada artístico.
Por estas razones considero que resulta oportuno transcribir un poema que sobre la palabra puente decidí hacer para ser incorporado, en un número de Babelia, a un “diccionario” de 100 términos especiales elegidos por El País, a ser descritos por numerosos tipos de profesionales. Al no sentirme capaz de dar cuenta de la potencia de este vocablo en una corta y conceptual definición, elegí una línea poética, que creo que sí da cuenta de toda su grandeza.
PUENTE
En su origen, piedra o liana hechos arte
que domaron las grávidas leyes
para salvar la ancestral corriente o el profundo valle.
Luego, milagro técnico del acero hecho festones
para enlazar orillas antes impensables.
Hoy, objeto casi sumiso,
inmerso en el dédalo de nuestros caminos,
siente haber perdido parte de su misteriosa herencia
que le unía al demiurgo y a la fábula.
Y sin embargo, anclado en la gran tradición griega
del impulso aquietado, de la severa función transformada en belleza,
aún conserva la esencia de la serenidad más alta y austera.
Detente hoy sobre uno, o bajo sus ocultas y levitantes fuerzas,
para reflexionar acerca del dulce dominio que te ofrece
del tiempo y del espacio.
Haber tensado creativamente la materia sobre el río
es núcleo de mi vida y yo me soporto en su coraje.
La conexión de los grandes puentes con la naturaleza se da por dimensión; también lo hacen así las grandes arquitecturas de nuestra época: rascacielos, estadios, grandes salas de espectáculos, que ofrecen una sensación de amplitud, grandeza y poderío, ajena al arte, pero hermanada a la sensación vital que hemos venido reseñando.
Esa dimensión del gran puente se encuentra en lo innato y propio de la Naturaleza: valles inmensos, montañas gigantescas, profundas gargantas, extensos glaciares, etc. Hacer juego parejo con esos seres, atreverse a enlazar o abarcar naturaleza de ese tipo, es el ámbito donde el gran puente se encarna y da lugar a que surja la emoción primera inmediata: directa e instantánea.
Y en ese dominio o territorio de lo inmenso natural, pocas son las creaciones humanas que sean más conectivas entre dicha Naturaleza y nuestro ser que el gran puente. También podría serlo el avión en lo que nos otorga de nueva posesión-captación de todo un ámbito; o simplemente el hecho de estar en pié al borde mismo de un inmenso cañón o un precipicio, sería lo más próximo al estar situado en la clave, en el centro de un puente sobre un gran río, sobre el mar, en un estuario, o sobre un abismo. Pero el puente concede, además, la sensación de dominar la naturaleza, no en sentido posesivo, en absoluto, sino en el de cruzarla y conocerla.
Consiguientemente, la mirada del gran puente nos ofrece muchas veces la belleza en otra forma específica de conceptualización. No delicada, táctil, o abarcable, sino totalmente ceñida a los conceptos de fuerza, majestad, infinitud. Llamadas al límite, o lo fronterizo; y en cierta manera, próximas a lo romántico en lo que éste término incorpora o invoca de sublime.
Es difícil ver los grandes puentes. En nuestro país hay muy pocos. Se hacen algunos, a veces un poco sin sentido –como si fuéramos muy ricos–, pero al ser nuestros rios modestos en tamaño y tener que atenerse al criterio funcional-económico, apenas se requieren tales puentes grandes.
Por otra parte, el tamaño es relativo en el tiempo. El puente de Alcántara (Fig. 1) sería inmenso para sus contemporáneos; como lo serían en sus épocas Cahors (Fig. 2) o Mostar (Fig. 3). Y no digamos hace menos tiempo Menai (Fig. 4), el puente de Brooklyn (Fig. 5) o el Firth of Forth (Fig. 6). Incluso en época reciente los puentes suizos de Salginatobel (Fig. 7 y 8) o Ganter (Fig. 9 y 10) no son muy grandes, pero lo suplen con su espectacular situación en la naturaleza.
Hoy en día, todos ellos continúan siendo grandes; pero nuestro tiempo está proporcionando otras obras más descomunales, que ponen en juego la escala fuerte de la Naturaleza y nuestra forma de percibirlos. Porque la transformación de la mirada por el tamaño es ya bien conocida: artistas que hacen sillas inmensas, bebés descomunales, sabiendo que esos cambios de escala modifican notablemente nuestra percepción.
Los puentes pequeños son “objetos”, y así los vemos, como objetos de uso, funcionales. Pero cuando cruzamos un gran puente o lo contemplamos desde otras perspectivas, ¡ah! entonces todo cambia.
La escultura intenta, precisamente, hacerse cada vez más grande y monumental; sabe lo que significa el tamaño en el hecho creativo. Y eso que apenas tiene problemas en el aspecto resistente. Si alguna vez un escultor incrementara su escala brutalmente se las vería con otros graves problemas. Los grandes obeliscos podrían ser los pioneros de esta línea.
Aunque en la confrontación presencialidad-esencialidad que el tamaño confiere podríamos estar especulando muchísimo más, ya que éste, el tamaño, cataliza, al ponerse en acto, muchísimos factores ocultos en los tamaños menores, creo preferible pasar a tratar de concitar otras actitudes que los grandes puentes de nuestro tiempo nos ofrecen y centrarnos más en el título, en el objetivo más preciso de esta presentación.
La poética del puente se da en el surgir de la materia (potencia) hacia su forma (acto) y, sobre todo, cuando tal circunstancia del brotar se produce en plena naturaleza. Sin embargo, también pueden darse, a modo de poemas sencillos (la copla, el Haiku, …….), en la ciudad o en un modesto enclave semiurbano.
Pero es la dimensión formidable que permite nuestro desarrollo tecnológico quien hace posible concebir al puente como el gran poema de la materia y el espacio, configurando en su hecho, precisamente, una verdadera poética: poiesis, en todo su significado de acción, creación, composición, como el poema de estas magnitudes; y, a la vez, dando lugar a una nueva esencialidad de la forma, porque ésta en el gran puente no es gratuita, en modo alguno (frente a lo que la escultura trata); ni es libre, incluso frente a las acciones gravitatorias y telúricas, sino que es y representa un hecho civilizatorio naturalizado.
Cuando miramos un gran puente ubicado en la naturaleza, nuestra percepción salta de manera poética, como un resorte, a causa de la intensa correlación que se percibe de los conceptos de poder y dominio.
Pero no en la idea de esclavitud o posesión, como antes decía, de ninguna manera, sino en la idea de que, como persona, otros de mi especie han logrado que yo pueda cruzar o pararme en pleno espacio y sentir, poseer, el vértigo, sintiéndome en tal instante de emoción, poderoso y enaltecido; y lo que no es menos importante, que esa obra se ha realizado para una sencilla función y no como homenaje o pleitesía a otro hombre más o menos poderoso.
La surgencia material conexa, ordenada, haciéndose poco a poco forma y espacio, en una línea de avance entre dos márgenes hasta unirse en su centro –clave, lo llamamos los ingenieros– establece de manera cualificada un discurso poético-épico, hacia ese dominio de referencias fundamentales del hombre necesarias para “habitar” la naturaleza.
Naturalmente, habitar implica residir, pero también caminar, cruzar, descubrir. En estas facetas el puente es, desde su más modesta realización en piedras sucesivas sobre el arroyo, hasta el más insigne y gigantesco, llave perfecta para tal habitar; nota perfecta y obligada en esa correlación habitar-vivir en la naturaleza, sin hacerla jardín o parque, sino todo lo contrario, dejándola pervivir en todo su esplendor, como en una especie de vuelo imperceptible sobre su absoluta esencialidad.
Volar (avión, ala delta, etc.) no es habitar la naturaleza, es voyeurismo, superioridad vacía. Hay por supuesto descubrimiento de otro nuevo tipo de paisaje. Pero los grandes puentes son siempre elogios dialogantes en nuestra necesaria fusión con aquella. Y algunos pocos alcanzan el elevado escalón de la magia en una perfecta combinación estético-poética.
El siglo XIX fue el momento de la épica del bardo, del rapsoda de la construcción, de la maña; del ingenio ante lo desconocido. La época actual es la épica del canto profundo, sensato, que narra la intensidad platónica de lo ideal-formal-estético en lo planetario.
El puente histórico fue un despliegue del intelecto para hacerse hecho: funcional, estético, simbólico, fáctico. El gran puente de hoy es pura inteligencia práctica: captación profunda, sensitiva y funcional como hemos dicho. Lo que da al gran puente, su enorme verdad, son las leyes de la naturaleza aplicándose a un gran ámbito de la misma, de manera que para lograr esa función material simple del transportar, ha de lucharse a brazo partido con esas tremendas leyes: telúricas, gravitacionales y térmicas, que la naturaleza impone. Frente a todo lo banal o trivial, el gran puente se hace sustancia firme y potente, forma significativa e impulsora, frente a las formas libres y pasajeras, coyunturales, que nos inundan.
Todo lo previamente hablado ¿será verdad? Voy a tratar de demostrarlo exponiendo diversas obras de grandes puentes (Fig. 11 a 130). Unos mejores, otros no tan buenos, pero todos ellos dotados de ese misterio de su fuerza y de su bella, y a la vez terrible, conversación con la naturaleza entorno. No les puedo traer aquí la componente orgánico-cenestésica del estar sobre ellos sintiendo el viento, la vibración, el vértigo, la escala con uno mismo y el entorno; eso han de tratar del ponerlo ustedes para completar y certificar todo lo antedicho.
Para finalizar y aunque sus dimensiones no se acerquen ni mucho menos a las que antes me he referido, me parece apropiado exponer también algunas de mis obras en este campo que, más o menos modestamente, certifican lo cantado en el poema que antes les expuse y que garantizan, desde mi interioridad, todo ese discurso conceptual sobre la particular poética del espacio y la materia que el puente funda.
*Julio Martínez Calzón es Dr. Ingeniero de Caminos y Director de MC2 Estudio de Ingeniería.