Los últimos años estamos asistiendo a un abuso de determinadas palabras por dos motivos principales: la creciente desalfabetización de la población y el discurso populista predominante en todos los partidos u organizaciones políticas. El mal uso de las mismas lleva a categorizar ideas, cosas o personas que no responden necesariamente a la verdadera definición o significado del mote en cuestión. Uno de estos términos es la palabra “fascista”.

Más allá de las consecuencias económicas y sanitarias, esta pandemia está sirviendo para ver como los individuos de la sociedad occidental -y en consecuencia sus mandatarios- están o no dispuestos a ayudar al prójimo. Lamentablemente, el sistema político-económico que nos rige (al que podemos llamar El Nuevo Régimen, basado en la hipertecnología globalizada donde los ricos son cada vez más y ricos y los pobres cada vez más pobres) entiende la ayuda como meras compensaciones económicas -mayormente precarias- a los que pueden justificar que lo están pasando mal.

Así, el autoritarismo fascista, tradicionalmente contrario al liberalismo y a la lucha de clases marxista, no es ahora simplemente una ideología anacrónica. Hoy es una actitud ante la vida. Fascista es sinónimo de intransigente, intolerante, fanático y sectario. Uno puede declararse antifascista sin darse cuenta de que es el más fascista del mundo. Se puede votar (o pertenecer) al PSOE o a Unidas Podemos y ser un auténtico fascista. Se puede ser musulmán, católico o ateo y ser fascista. Incluso se puede ser un niño y ser un pequeño fascista.

En el sentido contrario podríamos encontrar el humanismo, que defiende como principio fundamental el respeto a la persona humana. Un individuo educado en valores humanistas jamás humillará a otro, rechazará el rencor y huirá del odio. El humanista trata de buscar soluciones diplomáticas (que no salomónicas) basándose en los principios de justicia universal. Y no hace falta ser magistrado para saber qué es justo y qué no.

Lo que diferencia a un fascista de alguien que no lo es, es el grado de egoísmo y empatía que puede generar respecto al prójimo. Así, si un gobierno oprime al grueso de una población al borde de la hambruna, grabándola con aranceles, negándole las herramientas que requiere para poder trabajar y salir adelante, u organizando la sociedad en favor de determinados grupos de poder, entonces hablamos de un gobierno fascista.

Si ese mismo gobierno solamente otorga insignificantes ayudas económicas a la población para tenerla alienada y aterrorizada por quedarse sin ellas, entonces hablamos de un gobierno fascista y sobre todo tirano.

Pero, si además el gobierno manipula y controla a los medios de comunicación y los utiliza a su antojo como herramienta de propaganda que replica el discurso único, se trata de un gobierno fascista, tirano y mentiroso. Aunque, lo peor de todo, si este gobierno promueve o, simplemente, permite el enfrentamiento social, la insolidaridad, la enemistad o el odio, es, además, un gobierno criminal.

No nos engañemos, lo que se dirime en estos momentos cruciales de la historia es si vamos a permitir que el fascismo avance, el problema es que el fascismo viene disfrazado de un apestoso globalismo que se enmascara en un falso progreso. Y mucho me temo que no estamos por la labor, porque la disidencia cada vez tiene menos capacidad de acción ante un monstruo que engulle todo lo que se le pone por delante.

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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