Más allá de por alguna que otra invasión, los españoles siempre hemos estado pendientes de la frontera con Francia fundamentalmente por dos motivos: el exilio o la vendimia. Ambos mantenían plena vigencia a principios de los 70, sin embargo una tercera razón vino a sumárseles por aquellos años. Se trataba de las peregrinaciones cinéfilas a Perpignan en busca de aires más liberales donde ver aquellos filmes que la censura franquista consideraba no aptos para nuestra mirada tutelada todavía por el nacionalcatolicismo.

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Si un título concreta las fantasías eróticas de los peregrinos del celuloide de aquellos años, ese es, sin lugar a dudas, el mítico Último tango en París que Bernardo Bertolucci estrenaba allá por 1972. Y si una escena se quedó grabada para siempre en sus retinas fue aquella en que un degradado y perdido Marlon Brando aprovechaba la potencialidad lubricante de la mantequilla para someter a la carnosa Maria Schneider a una práctica de sexoanal que por estas tierras se consideraba más bien enfermiza. Pero el impacto de la secuencia no se debía sólo a sus imágenes tórridas, sino que se veía intensificado por el corrosivo discurso sobre la familia que Brando obligaba a repetir a la joven mientras la forzaba:“santa institución ideada para inculcar la virtud entre los salvajes. Santa familia, iglesia de buenos ciudadanos donde los niños son torturados hasta que mienten por primera vez…”.

Por aquellos años, la posibilidad de ver algo así en un cine español era tan utópica como soñar con la legalización del partido comunista. Considerada uno de los pilares del régimen, la familia ocuparía un papel importante en el imaginario español de aquellos años gracias a otra película. Se trataba de La gran familia (1962), un filme dirigido por Fernando Palacios y guión de Pedro Masó, donde el gran Alberto Closas y Amparo Soler Leal encarnaban a una nueva clase media que aspiraba a dejar atrás las sombras de la posguerra y a modernizar las costumbres. Eso , siempre dentro de un casto y católico orden. Y eso, por supuesto, no pasaba precisamente por alterar los usos de la mantequilla. Con secundarios de lujo como José Luis López Vázquez o Pepe Isbert, la película tendría tal éxito que daría origen a una saga que Masó intentaría prolongar hasta 1999, aunque para entonces la visión de esta institución había cambiado en el cine y la sociedad. Poco antes, un joven Fernando León de Aranoa ya nos había presentado en su Familia (1996), una reflexión más crítica, de farsa y simulacro.

No creo que Rita Barberá fuera de las primeras en cruzar la frontera para ver la película de Bertolucci. En aquella época, la joven estaba muy ocupada preparándose para su inminente coronación en 1973 como Musa del Humor, uno de los primeros cargos públicos que ocupara la futura alcaldesa de Valencia y hoy senadora atrincherada. Tampoco creo que compartiera el discurso de Brando sobre la familia. Resulta más fácil imaginarla, eso , emocionándose con la angustia de Pepe Isbert buscando a su extraviado nietecito Chencho y el resto de vicisitudes de esa gran familia ideada por Masó. Luego, la vida con sus caprichos quiso que la muchacha nunca fundara una propia, pero la recta educación del señor Barberá inculcó a su hija los principios firmes de la familia, la más natural de las instituciones, una verdad tan fácil de entender como constatar que la mantequilla está hecha para el pan, o la tónica para la ginebra.

Quién le iba a decir entonces que por culpa de esa sagrada unió, acabaría hoy en el punto de mira de sus enemigos políticos e incluso, cómo imaginarlo, de algún irresponsable juez. Obviamente, no es responsabilidad de la familia de Rita, por supuesto, sinovde la de María José Alcón, otra mujer de bien que tampoco se perdió ninguno de las películas de Masó y que se hubiera horrorizado con las palabras de Brando sodomizando a la descarriada Schneider. Una mujer, en fin, convencida de que en los momentos difíciles sólo se puede confiar en la familia. Y a ella se dirigió desorientada después de que desde el partido se le pidiera jugar al birlibirloque con billetes de 500 euros. “Han hecho una trampa en el partido… ¿No lo entiendes, cariño?… corrupción política total”, le explicaba a su hijo con la entrañable dulzura de una botiguera del barrio del Carmen disgustada porque falta dinero en la caja. “Es muy gordo todo”, le contaría a su buena hermana que siempre estuvo a su lado cuando la necesitó…

Cómo iba a imaginar Rita que estas conversaciones de familia le iban a traer tantos quebraderos de cabeza. Desquiciada anda la pobre, intentando protegerse del injusto dedo acusador de la sospecha, clamando a los cuatro vientos su inocencia, viendo como los suyos reniegan de ella con menos escrúpulos que San Pedro antes de que cantara el gallo. No es extraño, pues, que en su desespero, la destronada alcaldesa ande estos días enviando mensajes a sus renegados compañeros: “Cuidado con lo que haces”, “Te has pasado mucho”, “Eso se paga”… Pero estas cosillas pasan hasta en las mejores familias. También lo sabemos por el cine… algunas de estas familias en lugar de SMS son capaces de enviarte hasta una cabeza de caballo a los pies de tu cama.

Periodista cultural y columnista.

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