Como una plaga bíblica anunciada por los profetas del enfrentamiento civil y la ceguera política, las fuerzas policiales (Policía Nacional) y militares (Guardia Civil) españolas acantonadas desde hace una semana en el puerto de Barcelona y otros lugares de Cataluña, iniciaron en la madrugada del domingo 1 de octubre de 2017 un despliegue por todo el territorio de la comunidad autónoma, con la misión de impedir que los ciudadanos participasen en el referéndum de autodeterminación convocado por el gobierno autonómico catalán. La consulta había sido declarada ilegal por la justicia y boicoteada desde días antes y con diversas estrategias por el ejecutivo que preside Mariano Rajoy.
Con el citado despliegue y los sucesos posteriores de la jornada, las autoridades españolas violaron la Constitución de la Unión Europea, según la cual ningún país miembro puede hacer uso de efectivos militares para reprimir a sus ciudadanos. Por supuesto, el gobierno de Rajoy considera que la Guardia Civil, aun siendo cuerpo militar, está desgajada del ejército y actúa como fuerza de orden público.
Tras una noche de acampadas en los lugares públicos destinados a puntos de votación, y que concluyó sin que los pacíficos ocupantes de los mismos hicieran uso los temidos escudos humanos infantiles, a primera hora de la mañana se personaron agentes de los Mossos d’Esquadra para advertir que el referéndum era un acto ilegal. Los presentes se dieron por enterados y manifestaron su intención de perseverar en el delito, tras lo cual quedaron los agentes retirados en un segundo plano, en actitud tan expectante como la de los ciudadanos concentrados en las calles.
Comenzó entonces la odisea de traslado de urnas y papeletas, que procedían de los lugares más variados: domicilios particulares, locales públicos o privados, iglesias… Cualquier escondrijo fue bueno en los días previos para salvaguardar las aras de la democracia.
En la papeleta de voto podía leerse, en catalán: «Voleu que Catalunya sigui un Estat independent en forma de República?» («¿Quiere que Cataluña sea un estado independiente en forma de república?»).
A las nueve comenzaron las votaciones en los lugares donde habían llegado las urnas (tardaron más en otros)… Y hacia las diez de la mañana se habían generalizado los asaltos de la fuerza expedicionaria contra colegios electorales a lo largo y ancho de la geografía catalana. Ese instrumento de traición a la patria, el peor de los vehículos de transmisión de mensajes sediciosos, denominado teléfono móvil, sirvió para garantizar un sistema de votación discrecional, que permitía al ciudadano depositar su papeleta en cualquier colegio electoral del país. Gracias a ello pudo votar el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. A media mañana, la Guardia Civil logró hackear el sistema informático, pero el proceso pudo restituirse al rato.
Por si lo anterior fuese poco, los infames celulares se convirtieron en el mejor escaparate de la actuación de los agentes encargados de evitar la votación, y cuya conducta se mostró contundente y severa —adjetivos admisibles por la Audiencia Nacional— en el cumplimiento de las órdenes recibidas.
Después de días de encierro forzoso en barcos borregueros y aún henchida la memoria de emoción por las arengas con que fueron despedidos en sus lugares de procedencia («¡A por ellos, eo…!»), la fuerza expedicionaria se aplicó al mandato gubernamental con el entusiasmo arrogante que una tropa colonial hubiera demostrado en la represión de una revuelta de indígenas, olvidando que los golpes duelen por igual a todos los seres humanos —a ellos también los hubieran lastimado— y que ciertas personas, por su edad, merecen mayores contemplaciones. También pasaron por alto que los vapuleados ni alteraban el orden público ni violaban la integridad física ni la propiedad de nadie, y que por ello no merecían semejante castigo. Dado el hecho de que muchos de los agentes eran voluntarios, aquellas palizas rezumaban cierto odio regional (perdón, Audiencia: daba la ligera impresión de que la contundencia y efectividad de la acción de los cuerpos y fuerza de seguridad del Estado estaba inspirada por la justa indignación que despiertan los traidores en todo patriota de buena fe).
Ante la persistencia opositora de los sediciosos —¡qué bello crimen decimonónico aunque le falte su armonioso complemento, la pena de horca!— las fuerzas nacionales tuvieron que incrementar la potencia de su armamento, recurriendo a las bolas de goma y los gases pimienta (quizás algunos patriotas hubieran preferido deseado el uso de gas mostaza). Todo ello al tiempo que crecían las cifras de heridos y contusos, aunque estos indicadores son sospechosos de manipulación, porque siempre hay gente que sale pegada de casa y luego dice que le han pegado en la calle.
Las imágenes de cargas, desalojos y heridos no arredraron a los ciudadanos. Por el contrario, se mantuvieron las colas de votación —enormes desde primera hora de la mañana— y muchas otras personas se acercaron hasta los colegios para reforzar la defensa pacífica de los mismos, consigna estrictamente respetada por la ciudadanía, tanto como el principio de violencia por los agentes policiales y militares. Por cierto, habrá que ver quién paga los destrozos ocasionados por estos en escuelas, institutos y otras dependencias de titularidad pública, ahora que las cuentas autonómicas están intervenidas.
Por la tarde saltó el chispazo de enfrentamiento entre Mossos d’Esquadra y Policía Nacional. Un sindicato de la segunda acusó al cuerpo policial catalán de no colaborar lealmente en los trabajos manuales de la jornada. La tensión entre la fuerza del orden autonómica y las estatales se palpó durante todo el día, y hubo incluso algún altercado entre miembros de una y otras. Lo cierto es que la ciudadanía entendió que Mossos hizo cuanto pudo por eludir una intervención directa contra la movilización pacífica y democrática de sus paisanos.
Conforme avanzaba la tarde, las acusaciones contra Mossos subieron de tono, hasta el grado de traición difundido por la prensa del régimen partitocrático español. Por cierto que otra prensa, la internacional, convenía en dedicar sus portadas a la situación en Cataluña, y se decantaba por mostrar imágenes poco proclives a la causa policial y militar española. Tal vez por ello —la presión mediática foránea— se observó cierta limitación vespertina de los asaltos… O quizá por simple agotamiento físico de los efectivos. Esta situación envalentonó aún más a los ciudadanos, que convirtieron en verdaderos baluartes lugares emblemáticos como la Escuela Industrial de Barcelona, donde se dieron cita más de cinco mil personas. Para mover ese gentío hacía falta mucha tropa.
También hubo, cómo no, declaraciones de partidos políticos. Los llamados «constitucionalistas» solo coincidieron al insistir en que se trataba de una consulta ilegal e inútil. Sin embargo, el líder socialista Miquel Iceta pidió la suspensión inmediata de la represión policial, para que los nacionalistas continuaran con su «simulacro de referéndum». Desde Ciudadanos, sin duda atragantados por tanta ensalada de palos, pidieron responsabilidades a Rajoy por un despliegue policial que consideraron mal planificado. Y solo el PP catalán, por boca de su presidente Xavier García Albiol, manifestó su total satisfacción con la actuación policial, que consideró «proporcionada», el mismo término usado desde Madrid por la vicepresidenta del gobierno, Soraya Sáez de Santamaría, cuando le tocó barnizar de cosmética democrática el desaguisado que estaba perpetrando su gobierno en Cataluña.
A lo largo del día, los compañeros de Revista Rambla tuvimos ocasión de visitar distintos colegios, tarea en la que coincidimos con medios de prensa extranjeros. En el colegio Llorers (carrer Aragó) hablamos con TF1 de Francia; también estaba la televisión pública austriaca. En el colegio Joan Miró (Carrer Diputació) coincidimos con Al-Jazzera y una televisión privada sueca. En la Escuela Industrial tomaron posiciones decenas de medios (junto a nosotros y en la misma entrada del recinto, una televisión rusa). También pudimos hablar con uno de los observadores internacionales acreditados por el gobierno de la Generalitat, de nacionalidad flamenca, quien manifestó su estupor ante la represión que había contemplado e insistía en que acciones así no eran tolerables dentro de la Unión Europea… Algo parecido debió pensar la cancillera de facto europea, Angela Merkel, cuando llamó por teléfono a Rajoy para pedirle contención, casualmente pocos minutos después de que habláramos con nuestro interlocutor flamenco.
Al final de la primera jornada de su campaña en Cataluña, los agentes de la Policía Nacional y de la Guardia Civil habían asaltado cuatrocientos puntos de votación, lo que supone una quinta parte aproximada del total de los objetivos a batir. Pero en tantos otros lugares se pudo cerrar la votación sin intervención de la fuerza expedicionaria y con regocijo de la ciudadanía. Lo peor, desde luego, fue el parte de heridos y contusos, que sumaba casi ochocientas cincuenta personas, tres de ellas muy graves.
Se temían nuevas irrupciones de la Policía Nacional y la Guardia Civil durante el recuento de votos, pero el escrutinio se desarrolló con tranquilidad. Según el Departament d’Interior de la Generalitat, fueron contabilizadas 2.262.424 de papeletas; la misma fuente indicó que la requisa de los cuerpos policial y militar afectó a otros 770.000 impresos ya emitidos. La cifra escrutada se desglosó en 2.020.144 síes a la independencia (90 %), 176.000 noes (7,8 % votos), 45.585 en blanco y 20.129 nulos. Se abría, pues, el interrogante de si el gobierno de la Generalitat considerará válido este resultado para justificar una declaración unilateral de independencia y proclamar la República Catalana.
Como moraleja de la jornada, cabe decir que dos concepciones diferentes del mundo social y político se miraron a los ojos en las calles de Cataluña. Y como todas las opciones de conciencia e ideológicas que se proclaman democráticas son en principio válidas, para medir la justicia de una u otra causa solo cabe recurrir a un viejo adagio: «Por sus hechos los conoceréis».
Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.