Lo estaba haciendo, estaba por fin sintiéndolo, era cierto, después de tantísimo tiempo estaba realmente ocurriendo. Y pasaron encadenados a través de sus ojos, ahora cerrados de puro amor, todas aquellas veces que la vida les había echado cuentas en la distancia. Tan sólo con recordarse a los nueve años compartiendo tardes de bicicleta, su cuerpo irradiaba nostálgicos suspiros de incredulidad, por lo que en este momento estaba sucediendo. En aquel entonces, ya sentía acentuado el cosquilleo que por sus tripas anunciaba sofocos de pasión, de admiración y de ternura hacia esa niña que, como un precioso girasol, expandía su bella energía a todo y a todos a su alrededor.

Cuando ella se cambió de colegio a uno algo apartado del pueblo, él siguió yendo a buscarla durante un par de meses equipado con su inseparable bicicleta y, de vez en cuando, alguna de esas chocolatinas tan deliciosas. Sí, para ella. Sin embargo, siempre obtenía la misma respuesta cuando la implacable madre le abría la puerta; «Está ocupada, ahora no puede salir». Hasta el día en el que ya, no le volvieron a abrir la puerta de aquella casa.

Pasaron años hasta que coincidieron entre la multitud, en aquel vagón de tren camino a la ciudad. Se reconocieron enseguida pese al gentío y aunque desacompasadamente por los nervios del reencuentro, no pudieron evitar abrazarse. Hablaron sin parar hasta que el tren anunció la última parada en la cual, a ella la recogía su pareja para acompañarla a su graduación. Él aún estaba terminando sus estudios, había demorado un par de años más su carrera por cuestiones económicas y esa tarde se dirigía a la biblioteca. Pero se quedó tan tocado por aquel
encuentro que sólo fue capaz de pasear entre ensoñaciones. Desde aquel día, él buscaba cualquier escusa para ir a la ciudad, aunque no tuviera clase y así coger el tren, procurando siempre subirse en el mismo vagón donde tuvo lugar ese bonito abrazo. Deseaba volver a verla, pero no
sucedió.

Otros tantos años más tarde, supo que ella había tenido tres hijos y que, tras el parto del último, perdió casi por completo la movilidad en la pierna izquierda. Él sintió como si le arrancaran su propia pierna, estrujasen su corazón y le despojaran de una promesa de futuro al viento. Porque se daba cuenta en ese preciso momento de que el tiempo pasaba sobre ellos dos, igual que sobre el resto del mundo. Emprendió un largo viaje trabajando en distintas localizaciones fuera del país, no era capaz de encontrar un lugar concreto en el que establecerse, por lo que finalmente regresó a su pueblo y se retiró para dedicarse a reparar bicicletas.

Cuando llamó por teléfono aquella mujer, él estaba a punto de cerrar el taller. Se ve que llamaba porque necesitaba un servicio urgente de reparación para su antigua bicicleta, iba a regalársela a su nieta y al querer transportarla se le había caído y según ella, estaba hecha un amasijo de hierros. Antes de colgar le pidió por favor que hiciera todo lo posible para arreglarla, parecía realmente afectada. Le dijo que al día siguiente le llevaría las distintas piezas al taller, sobre las diez de la mañana.

Él estaba de mal humor, su caldera estaba en las últimas y no le había sentado nada bien terminar de ducharse con agua helada en pleno mes de enero. Cuando llegó al taller aún tenía algo entumecidas las manos, así que tardó en comenzar a trabajar y se dedicó a leer manteniendo el local cerrado. Entonces apareció en la puerta del taller una mujer señalando su reloj de pulsera. Él miró el suyo y comprobó la hora, las diez de la mañana, tenía que tratarse de la mujer del amasijo de hierros, lo había olvidado. Fueron tan sólo instantes los que transcurrieron para caer ensimismados, fijando la mirada el uno sobre el otro. Ella, apoyada en su bastón, soltó de su otro brazo parte de la vieja bicicleta contra el suelo. Él no podía articular palabra, sólo la miraba y pestañeaba, negando con la cabeza de un modo casi automático.

Ahora siente su abrazo al despertar, como cada mañana desde aquel día en el taller. Pero hoy no puede evitar rememorar tantos desencuentros y a la vez, sentirse profundamente agradecido. Por todas esas veces en las que sintió que, por mucho que lo intentase, no era capaz de lograr encontrarse con su amor. Por darse cuenta de que no se trataba de que él lo provocara, sino de que las cosas suceden cuando han de suceder, cuando no se necesitan, sino cuando uno está preparado para recibirlas y saber aprovecharlas.

marta pérez fernández revista rambla

Madrid. La expresión en todas sus formas. Amante de la música y las letras. Apasionada por el dibujo y el deporte. Estudié música, comencé con cuatro años y toqué el violín hasta cumplir los dieciocho. Desde entonces, Londres, Barcelona y Madrid han supuesto grandes experiencias vitales. Escribo porque tengo mucho que decir y necesidad de comprender.

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