La aparición de unos carteles junto a las sedes de ERC en Barcelona en los que se pide «fuera el Alzheimer de Barcelona», con las fotos de Pasqual Maragall (afectado por la enfermedad) y su hermano Ernest, alcaldable republicano, son el ejemplo más claro de que la barbarie sigue enquistada en la civilización. Las personas que los han ideado -que ya están siendo investigadas- quizás no se han planteado que en unos años sean ellos los que empiecen a perder la memoria, convirtiéndose en un cuerpo azotado por el olvido. Y seguramente querrán, que cuando llegue ese momento, no estar solos.
También cabría preguntarse que hubiese ocurrido si en esos carteles se hubiese colgado la frase «fuera el SIDA de Barcelona», con una imagen, por ejemplo, de Jaime Gil de Biedma. Seguramente, la presión mediática hubiese sido mayor, porque las personas con Alzheimer, la gente mayor en general, no son un lobby con la fuerza necesaria para influir en la política o en la sociedad.
Si perdemos el respeto a las personas enfermas, a las personas mayores, o vulneramos los derechos de niños, mujeres u hombres, nos convertimos en una sociedad inútil, malvada, incapaz de progresar. Ante esto, lo mejor es que recordemos aquel poema del maestro Joan Margarit:
Ser viejo
Entre las sombras de los gallos
y los perros de patios y corrales
de Sanaüja, se abre un agujero
que se llena con tiempo perdido y lluvia sucia
cuando los niños van hacia la muerte.
Ser viejo es una especie de posguerra.
Sentados a la mesa en la cocina,
limpiando las lentejas
en los anocheceres de brasero,
veo a los que me amaron.
Tan pobres que al final de aquella guerra
tuvieron que vender el miserable
viñedo y aquel frío caserón.
Ser viejo es que la guerra ha terminado.
Es saber dónde están los refugios, hoy inútiles.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.