Unos ramos de flores frescas revelan que todavía hoy hay quien recuerda a los falangistas fusilados durante la Guerra Civil en un pequeño pueblo de la Catalunya interior. Los manojos están sujetos a la cadena de hierro forjado que rodea un obelisco de piedra caliza construido por el régimen en memoria de los ejecutados. 22 nombres están grabados en el pilar, como grabado está también en la memoria colectiva del pueblo el suceso que los llevó a la muerte. Lo que no está tan presente en la conciencia de los vecinos es que esta misma construcción -de unos tres metros y medio de alto- sirvió para que los fascistas se tomaran la justicia por su mano tras la guerra, despeñando republicanos desde lo alto hasta dejarlos moribundos. El pueblo en cuestión es l’Espluga Calba (Lleida), una localidad de a penas 400 habitantes situada en la comarca leridana de Les Garrigues, uno de los bastiones del independentismo.
La historia del obelisco nos presenta un relato de venganza, rencor y odio. Este pequeño pueblo ilerdense (que superaba los 1.200 habitantes en la década de los años treinta) es conocido por algunos historiadores debido a que la FET-JONS consiguió reclutar a una gran cantidad de jóvenes para formar una organización estructurada. La sociedad se integró en la Falange tarraconense debido a las vinculaciones del párroco del pueblo, uno de los principales adoctrinadores de sus pupilos. La responsabilidad de la expansión fascista en l’Espluga fue también obra del jefe local de Falange, Ramón Sanfeliu, un zagal fanático que supo seducir a toda una generación obnubilada por los discursos de Onésimo Redondo.
De este modo, Sanfeliu se embolsó a un grupo de unos treinta falangistas muy jóvenes, con una media de edad que no superaba los 25 años, aunque también se integraron algunas camisas viejas que veían en las nuevas generaciones la motivación necesaria para ‘restablecer el orden’. La camarilla estaba formada principalmente por campesinos, aunque también había comerciantes, estudiantes, pequeños industriales y mozos de caballerizas, entre otros.
Una tarde de finales de julio de 1936, se presentaron en l’Espluga Calba un contingente de las Milicias Antifascistas de Catalunya que se habían percatado de la creación y apogeo de esta cuadrilla. Los antifascistas -como sucedió en muchas regiones de España- no tenían otra misión que contener el apoyo de los falangistas al golpe de estado porque los seguidores de José Antonio se habían armado para contribuir a la revuelta africana. En el caso de l’Espluga, la mayoría de facciosos fueron detenidos armas en mano mientras patrullaban por el pueblo, incluso se llegó a desatar un tiroteo en el que murió uno de los rebeldes. Al final, se detuvo a 28 falangistas que fueron trasladados a Lleida para ser juzgados por un Tribunal Popular. 22 de ellos (de entre 18 y 30 años) fueron ejecutados y los seis restantes, condenados a diferentes penas de reclusión al ser menores.
Una represión feroz
La muerte de los falangistas quedó enquistada en la memoria de un pueblo mayoritariamente de derechas. Así, al finalizar la guerra, llegó el momento en el que los fascistas se tomaran la justicia por su mano. La represión en l’Espluga Calba supuso que como mínimo 15 personas fueran asesinadas, más de 67 detenidas, torturadas y encarceladas, y un sinfín vejadas y humilladas públicamente. Al rededor de 85 vecinas y vecinos se exiliaron por miedo a represalias. A los republicanos que se quedaron se les persiguió hasta la muerte, se les encarceló en los sótanos o bodegas de las casas donde se les fustigaba hasta conseguir confesiones, a las mujeres sospechosas de pertenecer a familias de izquierdas se les rapó la cabeza para avergonzarlas, y muchas de ellas nunca volvieron a salir a la calle.
Para dejar patente quien mandaba en el pueblo, el régimen erigió un monolito que fue inaugurado el 13 de julio de 1940, en medio de una especie de aquelarre fascista (ver foto). Lo ubicaron en medio del pueblo. Bajo el epígrafe A los caídos por Dios y por España se podía leer la lista de los falangistas fusilados en el 36. Este pedrusco fue desde donde se lanzaba a los republicanos hasta dejarlos moribundos. Es el caso de Pere Roure Gaya, el juez municipal militante de la CEDA que tras la proclamación de la República se pasó a las izquierdas. Esta ‘felonía’ no fue perdonada por las derechas del pueblo y tras la Guerra una de las obsesiones de esa gente era la de “cazar al Roure”.
Así fue. Tras largarse del pueblo, ese mismo mes de julio, Roure fue localizado en Reus, detenido y trasladado a l’Espluga Calba. Entre gritos e insultos fue llevado a rastras hasta la plaza del pueblo, donde rápidamente se congregó una multitud sedienta de sangre. En el coso ya se alzaba el monolito, que fue aprovechado para que una y otra vez obligaran a Roure a subirse a la cúspide, mientras le hacían recitar los nombres de los muertos dando vivas a España, Franco y José Antonio. Una vez arriba lo despeñaban para que se empotrara contra el suelo lleno de piedras, luego allí lo cosían a patadas. Cuando se cansaron, lo encerraron en una mazmorra del castillo, donde lo torturaron hasta perder el sentido. Fatalmente herido, fue fusilado por esos mismos verdugos el 29 de julio de 1940 a la edad de 57 años. Su mujer y su hijo también fueron detenidos y represaliados. Nada ni nadie los recuerda hoy en el pueblo.
Son varias las fuentes historiográficas de este suceso, como por ejemplo, la carta escrita de puño y letra por un oyente de Radio Pirenaica fechada en 1963 -y que hoy ve la luz íntegramente por primera vez- donde el autor relata la tortura (ver fotos). En la misma misiva también se explican otras barbaridades -confirmadas por diversas fuentes- que los fascistas idearon para represaliar a los republicanos.
Una de las tretas fascistas fue la de prender fuego a diversas gavillas de trigo y algunos pajares, sobornando a un testigo para que acusara a los ‘elementos’ de izquierdas del pueblo. Por estos hechos fueron arrestadas 27 personas inocentes, 16 de las cuales fueron secuestradas en casas particulares donde se las torturó y apaleó. Un vecino de la época dio testimonio años después de los gritos de dolor y gemidos de angustia de los apresados. Algunos de ellos fueron enviados a los penales de Lleida, Ocaña, Valencia y Teruel, donde murieron como perros o quedaron mutilados de por vida. Estas y otras barbaridades impusieron el silencio en los hogares del pueblo y ni siquiera hoy muchos los descendientes de estas familias saben lo que pasó.
El monolito no se toca
Muerto el genocida Francisco Franco y entrada la democracia, el Ayuntamiento decidió realizar en 1979 un referéndum entre los vecinos del pueblo para decidir qué se hacía con el monolito. Las opciones eran tres: trasladar el monumento al cementerio, trasladarlo a un almacén municipal o dejarlo donde estaba. El pueblo decidió por mayoría no tocarlo. Años más tarde, en la década de los ochenta, un gobierno municipal convergente decidió trasladar la piedra al cementerio (donde está actualmente) por las suspicacias y recelos que levantaba entre turistas, visitantes y algunos vecinos.
Desde hace más de una década en l’Espluga Calba gobierna ERC con mayoría absoluta, coyuntura que no ha servido para demoler la construcción. Al contrario. En la anterior legislatura se llegó a plantear si se rehabilitaba como símbolo de concordia entre los dos bandos, proyecto que al final no cuajó. El caso es que ahora ya nadie habla de él y vuelve a permanecer impertérrito a las puertas del cementerio. Como pasa siempre en España, los fascistas tienen donde llorar a sus muertos, mientras que los republicanos ni siquiera saben donde están enterrados algunos de sus antepasados.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.