El pasado nos fascina, como nos fascinaba el futuro cuando existía. Tal vez esa sugestión resida en la libertad que nos otorga el interpretarlo, el reconstruirlo y, llegado el caso, reescribirlo a nuestro antojo. Una peculiaridad que, en cierto modo, compartía -cuando existía, claro- con el futuro, que siempre se mostraba abierto a los caprichos de nuestra imaginación. Por el contrario el presente acostumbra a ser más prosaico y nuestra relación con él suele asemejarse más bien con la que mantenemos con nuestras zapatillas de andar por casa, a las que nos acostumbramos por su cotidiano calor pese a la fealdad de su diseño afelpado.

Con el pasado eso no pasa, como bien saben los escritores de voluminosas novelas históricas. Y cuanto más remoto es ese pasado más logra cautivarnos. Es lo que nos ocurre con los dinosaurios, capaces de conquistarnos con la rotundidad de sus nombres antediluvianos: Diplodocus, Tyrannosaurus Rex, Brontosaurus. Pero sobre todo nos atrae su fragilidad de gigantes, seres majestuosos que reinaron sobre el planeta que terminaron siendo erradicados por el capricho de un meteorito desorbitado cuya azarosa trayectoria le llevó a chocar con la Tierra. No sentimos lo mismo, por ejemplo, ante los saltamontes aunque su vulnerable destino no corra mucha mejor suerte.

Y sin embargo es así: los saltamontes se están extinguiendo. Lo ha puesto de relieve un documentado estudio realizado durante más de dos años por 150 investigadores de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. Según este trabajo de las 739 especies endémicas que existen en Europa de estos invertebrados, 231 están a punto de desaparecer. Su sentencia en este caso no llega caída del espacio sideral, sino dictada por los nuevos hábitos humanos que han desplazado y reducido sus hábitats naturales con el impacto de los campos de golf, las escapadas de trekking y nuestro saludable turismo rural.

El suyo es un ocaso sin pena ni gloria, pues su improductiva existencia ni siquiera les hace protagonistas de alguna sensibilizada recogida de firmas como las que periódicamente nos alertan del trastorno que sufriremos cuando la desaparición de las abejas se lleve por delante la dulce miel de nuestras despensas. Pero sobre todo, nuestra indiferencia hacia la suerte de estos pequeños seres viene determinada por su condición de diminutos representantes del presente, aunque sea ese presente caduco de nuestra infancia. Porque su intrépido salto es un leve recuerdo de aquel ahora, cuando se asían a nuestra ropa con asustada determinación mientras paseábamos por el campo en verano.

Sus formas de diminuto monstruo espacial, llevaron a la Hammer a presentarlo en 1967 como una amenaza extraterrestre en el filme de Rod Ward Baker ¿Qué sucedió entonces?, una de esas películas que años más tarde veríamos en una televisión en blanco y negro mientras cenábamos un bocadillo de carne con tomate. Curiosamente sería en la pantalla donde aquellos saltamontes galácticos y los dinosaurios competirían por seducir nuestros miedos, pues poco antes la misma productora había presentado su Hace un millón de años (1966) de Don Chaffey donde los grandes saurios eran los protagonistas. Ganaron los dinosaurios, pero más que por la espectacularidad de sus moles, su victoria fue debida a las diminutas dimensiones del taparrabos de una Raquel Welch transformada para la ocasión en una troglodita tan voluptuosa como inverosímil.

En cualquier caso, la verde figura del saltamontes no estaba hecha para dar miedo. Más bien predisponía a la ternura, como sabría explotar con éxito a mediados de los 70 la serie de animación japonesa La abeja Maya y su simpático personaje Flip. También por entonces, lograría encarnar el afán inquieto de perfección interior y sabiduría en aquel Pequeño Saltamontes interpretado por David Carradine en Kung Fu, cuando las series televisivas no aspiraban a suplantar a la novela decimonónica sino que se contentaban con ser la recompensa a nuestros deberes escolares terminados.

Sí, los saltamontes forman parte de nuestro presente acabado, como los bocadillos de carne con tomate o las gastadas zapatillas de andar por casa. Por eso su extinción pasará sin pena ni gloria, sin inspirar ninguna superproducción a Steven Spielberg. Esa gloria queda reservada para los dinosaurios y sus pasados remotos. En cuanto al futuro tampoco hay que hacerse vanas esperanzas. El futuro, si acaso algún día vuelve, será cosa de Kafka y de las cucarachas.

Periodista cultural y columnista.

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