Que fácil resulta la lucha desde la talla 36, ya que me creí libre, independiente, feminista. Este verano raruno por la pandemia que no termina de extinguirse, escondo mi barriga-flotador aguantando la respiración y ni por esas. Cualquier día me caigo redonda en la playa.

Al desagüe mi discurso sobre la imposición de la belleza del Patriarcado, la verborrea vomitando sobre los cánones de belleza del primer mundo y las maldiciones a la egocéntrica frivolidad en Instagram. Llego al verano sobrepasada de kilos y se van a la mierda mis firmes convicciones para convertirme en una frívola más que se flagela después de tomarse una merecida caña fresquita después del curro.

«Si es que al final… vivimos en sociedad», me dijo un amigo, frase resolutoria a la teoría de que todos necesitamos sentirnos aceptados y si te pasas en lo que debería y viene siendo tu tamaño global, ya no encajas. A la mierda tus análisis clínicos donde te dicen que todo eso está en orden, las veladas censuras te dirán que no estás sana, escudando en la salud sus prejuicios sociales.

Y por su puesto, las más hirientes e incomprensibles vienen de las propias mujeres. Las que nos hemos creído que para gustar más debemos meter nuestro pie en el zapato de cenicienta, aunque calcemos tres números más… y así nos va. Envidiándonos, murmurándonos, tan listas que hemos caído de cuatro patas en el ‘divide y vencerás’.

Por fin acaba el verano y ya podemos volver a colocarnos nuestro particular hiyab con la creencia falsa de que somos libres. A ver si para el verano próximo amamos nuestras lorzas y nos dejamos de tanta tontería. Cultivemos también ese otro órgano que no necesita de dietas llamado cerebro y démosle de comer como a nuestra propia alma. Convencidas, libres… Sororidad, hermanas, sororidad…

Especializada en temas de feminismo, sociedad y cultura.

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