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Viajar a países lejanos es una experiencia fascinante. Descubrir sus rincones, su cultura y la historia que descansa en sus cimientos. Recorrer sus calles. Arabia Saudí es uno de esos destinos de ensueño a los que uno querría ir sin pensárselo. Ahora y hasta el 6 de febrero de 2011, no hará falta salir de Barcelona para disfrutar de su esencia. El centro cultural CaixaForum acogerá hasta entonces los tesoros más preciados del país islámico, para acercarnos su pasado y su magia. Bautizada como Rutas de Arabia, se trata de una exposición que recoge más de trescientos elementos funerarios, utensilios de la vida cotidiana y esculturas colosales de épocas remotas que durante mucho tiempo descansaron bajo tierra, la del Reino de Arabia Saudí. Muchas de estas piezas arqueológicas se exponen al público por primera vez y la mayor parte de ellas nunca había salido de su país de origen. El arte saudí ahora está al alcance de nuestra mirada, gracias a la colaboración entre La Obra Social “La Caixa”, el Museo del Louvre y la Comisión Saudí para el Turismo y las Antigüedades del Reino de Arabia Saudí.

Durante milenios, Arabia Saudita se erigió como una encrucijada comercial y cultural. Los mercaderes la recorrían de punta a punta, de este a oeste y de norte a sur, para proveerse de materias primas e intercambiar productos, lo que dio lugar a la creación de los circuitos del incienso y del comercio de materias preciosas. Estas rutas pusieron en contacto regiones, tribus y culturas, lo que supuso una rápida difusión del islam y su conversión en caminos de peregrinaje hacia las ciudades santas. La exposición Rutas de Arabia recoge los vestigios de ese contacto de civilizaciones, ahora convertidos en arte. Cada espacio de la sala, una zona, una fracción de ruta. Todo tipo de objetos miran tras las vitrinas, algunos más jóvenes que Cristo, otros de épocas tan florecientes como la Edad Media.

Puntas de flecha del Neolítico que recuerdan el instinto cazador del hombre prehistórico. Vasijas de cuello largo con cenefa de triángulos y cuerpo de barro. Collares de concha y nácar que disimulan su edad de tan bien conservados, y pendientes que deslumbran por sus incrustaciones de rubíes, ágatas y turquesas. Libros del Corán escritos en oro. Estatuas de los reyes de Lihyán, hieráticas, imponentes, sin cabeza. Pequeños dromedarios de arcilla que cargan tinajas, candiles de bronce de los que bien podría salir el genio azul de Aladín y cucharones de plata algo dorada con el mango coronado con una cabeza de cabra. Cada región cultivó los frutos de su cultura, piezas de artesanía que cuidan el más mínimo detalle y que ahora descansan sobre las estanterías del museo. Y vigilan, como si tuvieran alma, a los visitantes que clavan su mirada en ellas. Como las máscaras funerarias que vestían de oro la cara ya sin vida de su portador para acompañarlo en su viaje al más allá, o las estelas funerarias de La Meca, que velaban por el espíritu de los difuntos. Son muchos los tesoros de la exposición, que consigue transportarnos al mismo corazón de Arabia. Traernos una porción del esplendor del país del desierto.

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