Todos los sistemas jurídicos contemporáneos contemplan delitos contra el orden público. También el Código Penal de la Venezuela bolivariana o el de la Cuba castrista (donde por cierto existe un delito de sedición para quien perturbe con violencia “el orden socialista”). La clave siempre es cuál es el orden que se quiere proteger y cuáles son las formas de ataque que se criminalizan. En el caso español, la última actualización del concepto vino de la sentencia del Juicio del Proceso, que contenía punto por punto, con las mismas palabras, el concepto de orden público descrito en la ley de orden público franquista de 1959, por tanto, en una visión que protege a las instituciones y la estructura del Estado sin pensar en ningún momento en el ejercicio del derecho a la protesta por parte de la ciudadanía. Esta cosmovisión venía apuntalada como mínimo por dos hechos relevantes de unos años antes, en 2015: 1) la reforma del PP del capítulo de los desórdenes públicos del Código Penal ampliando penas y agravantes y 2) la condena del caso Aturem el Parlament escrita por Marchena que amputaba profundamente el derecho a manifestarse con la «intimidación ambiental» como forma delictiva. Cualquier cambio en la dirección favorable a blindar la protesta que se quiera realizar en el marco español debe tener en cuenta esta genealogía y debe empezar por descabezarla.

La reforma propuesta ahora por PSOE y UP contiene algunos elementos positivos (deroga la sedición, elimina los actuales desórdenes públicos agravados con penas de hasta seis años o expulsa la incitación a los desórdenes con los que se acusó a Tamara Carrasco), pero al mismo tiempo, incorpora nuevos delitos que siguen bebiendo de este sustrato reaccionario del Estado y que vuelven a poner en peligro el ejercicio pacífico del derecho de manifestación colocando en el centro del delito ideas que deben quedar fuera de la criminalización como «obstaculización de vías públicas» o “invasión de edificios, oficinas o despachos”. La ley añade una nueva modalidad con la intimidación como forma de desorden (es decir hay delito, aunque no se rompa nada ni se haga daño a nadie, pero pueda haber exceso de presión ambiental) y se agrava la infracción si se comete por multitud idónea por afectar gravemente... al orden público, es decir encadenando conceptos preventivos que ya sabemos que son la delicia interpretativa de la fiscalía y los cuerpos policiales. Si además tenemos en cuenta que se incorporan la conspiración, la proposición y la provocación castigando ahora, por primera vez, los actos preparatorios de los desórdenes (que debemos entender que serán delitos de palabra a raíz de discursos, de llamadas por las redes, de canciones…) veremos que el resultado final es una vaporización del concepto de ataque al orden público que lo amplía hasta límites desconocidos.

Reformar este capítulo del Código Penal es una necesidad democrática porque mantener el redactado con el que el PP en 2015 sobreprotegió al aparato institucional tampoco es una opción. Ahora bien, el camino no va de reescribir cambiando el orden de palabras de siempre, sino de repensar cómo construimos diques de contención que protejan la protesta y que la hagan un elemento nuclear de un nuevo orden público que incluya a todo el mundo, quien lo defiende de unas instituciones cada vez más impermeables y quienes lo discuten desde unas calles cada vez más desprotegidas, porque si aceptamos que se pacifique el espacio público, entonces, el cambio político será simplemente inalcanzable.

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Abogado, político y activista.

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