Hasta entonces, había recolectado el pan como guía de naturaleza, en Doñana. Las masas que acudían se iban traumatizadas y felices. Pero, mentalmente, acababa saturado. Carga que me impedía trabajar en la obra una vez terminada la jornada. Entonces se me ocurrió que, si en vez de recolectar el pan con la mente, lo hacía con las manos, una vez de vuelta a casa podría trabajar con mi mente. Y entonces descubrí mis manos, como los primeros hombres tallando herramientas líticas y domando el fuego.
En lo más duro de la pandemia y el confinamiento brotó el momento. Me informaron de una finca de frutos rojos que necesitaba gente cerca de El Rocío. El mundo estaba parado, excepto estas labores, que se habían considerado como esenciales. Lo cual es digno de reflexionarse. Lo consideré una buena oportunidad de exploración. Me dieron un salvoconducto y acudí a vivir el otro lado de la patria.
Llegué como el que aterriza en otro planeta. Me dieron un carrillo rudimentario y unas cajas, y me mandaron entre las arenas encharcadas, dignas de trincheras, a los invernaderos con la cuadrilla.
Muchos me preguntaban si era mi primer día y me miraban apesadumbrados. Se acercaron algunos compañeros a instruirme animosos, y con su ayuda me embarqué a recolectar mis primeros arándanos. Uno de ellos se llamaba Wahib. Le pregunté de dónde era, y me dijo que de Siria. Era un refugiado de guerra.
Había varios refugiados de guerra sirios. Tenían sus familias todavía allí. Lo que contaban era durísimo. Quizás lo que no contaban lo era aun más. Además, era Ramadán. La atmósfera dentro de aquel averno es un tsunami de lava, bucear en magma. Mientras compañeros, comiendo y bebiendo, se desvanecían por insolaciones y golpes de calor, ellos resistían sin beber ni comer, a veces con una sonrisa. Vi en aquellas sonrisas un rostro del heroísmo.
Cada muralla de arándanos es un líneo, o lomo, los cuales se recolectan por parejas, uno a cada lado de la mata. Cuando uno termina su tramo, lo mandan a otro líneo con otro compañero, sucesivamente. Pronto me di cuenta del valor de esta rutina. A cada rato trabajaba frente a frente con un nuevo compañero, un nuevo universo, del que indagaba hasta las últimas consecuencias de su vida, visión del mundo y situación. Así viajé por recónditos parajes y epopeyas. El campo era un crisol de riqueza humana.
Me encontré, por ejemplo, con un capitán exiliado de la Aviación Militar Bolivariana, de Venezuela, que me narraba apasionado las peripecias de aterrizar un gigantesco Hércules de cuatro motores turbohélice en una pista embarrada del Amazonas. Se había involucrado en un plan de golpe de estado en 2015, conocido como el Golpe Azul. Fue cuidadoso y no pudieron probar su participación ni imputarle caso alguno. Pero a partir de ahí, le hicieron la vida imposible. Solo le quedó el exilio. Aquí no le convalidan el título de piloto. Cuesta quince mil euros. Y allí estábamos, cogiendo arándanos.
O también a Leo, un salvadoreño de familia pudiente, hijo de juez y abogada, que se sintió poco querido por sus ocupados padres y se unió a una banda. Cuando terminó el bachillerato, le pidió permiso a su pandilla para estudiar la abogacía. El permiso fue concedido, los estudios terminados, y se convirtió en el abogado de la banda, envuelto en mil historias de falsificación documental y entregando mensajes de presos entre cárceles. Hasta que la cosa se torció y la banda se presentó en su casa con metralletas. Llamó a la policía y la policía lo acabó buscando también. El día que hablé con él era su último en los arándanos. Lo habían despedido por discutir con un compañero a cucharazos.
Conocí también a una tribu que afirmaba tajante que aquello no era su trabajo. Su trabajo era traficar con droga. Habían venido de vacaciones. Era pleno confinamiento, y para estar enclaustrados, mejor estar fuera, ¿no? Algunas veces desayunaban su trabajo.
Gitanos transexuales, músicos desubicados, marujas irreductibles y un sinfín de incontables leyendas completaban una tribu extraña, como todas, pues todos somos tribus extrañas. Cada historia era única. Todos tenían algo que contar, si se les escuchaba. Quizás esto sucede en todas partes. Aunque fuera una señora proclamando con orgullo sincero que tenía el graduado escolar. El mundo está ahí.
La gente viaja a lugares remotos para encontrar la lejanía. Lugares exóticos, extraños. Pero cuando uno ve la lejanía en todas partes, entonces viaja en todas partes, y viaja todo el tiempo. A veces, lo que tenemos más cerca es lo que tenemos más lejos. Cercanía es lejanía.
Pronto me di cuenta también de que laboralmente no estaba en las catacumbas, sino en las catacumbas de las catacumbas. Antonio, hijo del dueño, era el manijero, es decir, el que manda y organiza la cuadrilla. Había interiorizado el puesto como el tío del látigo. Supongo que el medievo era para él una era de progresismo intolerable. Su cavernario griterío era omnipresente. De transcripción imposible. Se recreaba: “¡Vamos, moved las manitas! ¡Alguno cuando llegue a casa se va a tener que poner una almohada en la lengua de tanto hablar! ¡Vamos, que hoy hay nominaciones! ¡Más de uno se coge vacaciones anticipadas!”. Las nominaciones eran la humillación pública diaria. Cada día, tras la jornada, se reunía a la cuadrilla exhausta y, tras la correspondiente charla de reproches vejatorios, se pronunciaba a quienes habían cogido menos cajas. Quedaban “nominados” y excluidos de trabajar al día siguiente como castigo.
Esto era parte de una presión psicológica asfixiante y sin tregua. El número de cajas exigido aumentaba y el ritmo aplastaba insostenible. La amenaza latente del despido se gritaba continua en los invernaderos. Alguno estalló y volaron cajas.
Las horas extras, legalmente voluntarias, eran obligatorias. Eran, además, en la hora inhumana del calor. La cuadrilla acabó rebelándose y se acordaron supuestamente voluntarias. Pero siempre mal vistas, e insinuándose consecuencias. Por la hora extra se pagaba lo que una hora normal. Se trabajaba todos los días, incluidos los domingos, por el salario de un día normal. Para librar, había que pedirlo. Y negociarlo. Había gente que llevaba sin librar más de un mes. Ante estas condiciones, alguno fue a hablar con el dueño. “Mi campo, mis normas”, le dijo. Esto solo lo puede decir alguien a quien avisan de las inspecciones laborales, como ocurrió.
Allá bajo los plásticos se escuchaba el siseo constante de un coro de serpientes. Era la frecuente inyección de agua, repleta de fertilizantes. Las arenas de mi tierra son blancas, limpias y puras. Y no especialmente fértiles. Y secas. El agua escasea a un ritmo preocupante. El desierto avanza. El arándano es un arbusto de bosques húmedos y ricos, con abundante humedad superficial. Apenas profundizan sus raíces. De ahí el riego constante. Qué pensarían los ancestros, me preguntaba yo.
Miles de años domesticando especies frutales adaptadas al clima y la tierra, como olivos, parras, algarrobos o higueras, para esto. Somos una especie extraña.
La cuadrilla se hizo clan. Me habían hablado de las casetas infames que la finca les alquilaba. Uno de los últimos días estuve de visita. Era peor de lo que pensaba. Gallineros de lata y plástico, cuyo techo regaban por el día para combatir la lava inútilmente. Les cobraban dos euros al día.
Aquella campaña rociera llegó a su fin, y la experiencia humana fue tan intensa y profunda que al año siguiente volví a alistarme, esta vez en Aroche. Los Llanos de la Belleza, lugar que hace honor a su nombre, a pesar de los recientes mares de plástico. Intensificando el lugar, entre los invernaderos, destacaba un gran círculo perfecto sin cultivar. Era el Dolmen de la Belleza.
Aparte del paisaje idílico, esta vez iba con una multinacional. En mi inocencia de salvaje marismeño creí que, al ser una multinacional, como mínimo, esta vez cumpliría la ley. Nada más lejos de la realidad.
Una vez más, con una mezcla de ambigüedad y firmeza, obligaban a las horas extras. Y aquello empezó a encabronarme. Entonces me leí el contrato. Efectivamente, además de que las horas extras son por ley voluntarias, según el convenio de los trabajadores del campo de Huelva al que el contrato se remitía tenían que pagarnos por hora extra 75 % más, y por trabajar los domingos 50 % más. Ninguna de las dos cosas ocurría. Con el convencimiento de esta lectura, empecé a predicar la palabra mientras recolectábamos en los líneos.
Por allí andaba el compañero Senen. Un orador nato. En nuestro primer cruce de palabras, cuando me preguntó cómo andaba, le respondí “ora et labora”. Él reaccionó de inmediato: “esa es la regla de la orden benedictina”. Desde entonces y con surrealismo, aquellos líneos se transmutaron en un ágora en la que retumbaban a gritos entre matas diatribas sobre Schopenhauer o Nietzsche, recitales de poesía y anécdotas estrafalarias y escandalosas que abrieron la veda de la excentricidad común.
Grandiosos y artísticos momentos de histeria colectiva ocurrieron. Sin dejar nadie de la cuadrilla su labor y profesionalidad, todo hay que decirlo. Pero el cachondeo es un pilar fundamental para sobrevivir aquellos infiernos, y memorables ratos pasamos. Uno de ellos viene al caso. El episodio del invierno de Vivaldi.
Un día, ya casi al final de una agotadora y calurosa jornada, coincidimos Senen y una buena tropa relativamente cerca entre los líneos. Empezamos a divagar, como siempre, toda la cuadrilla circundante. En una de estas salió el invierno de Vivaldi, cuya melodía, por desvaríos anteriores, había quedado como himno público. Y rompimos a cantar eufóricos el invierno de Vivaldi en los aludes de lava de los Llanos de la Belleza, y se nos unió toda la cuadrilla en un bellísimo trance colectivo, cuando entonces, en pleno éxtasis, apareció vociferante el controlador.
El controlador era una gruesa criatura humanoide que desplegaba incursiones súbitas de entre las matas buscando un fallo en la existencia del que acusarte. Una celebridad. En el más épico invierno de Vivaldi recitado jamás quiso aportar su granito de arena. Disolvió la catarsis con improperios y amenazas de despido. No le dimos demasiada importancia y proseguimos, ora et labora.
La sorpresa vino cuando en los días siguientes me despidieron junto a un grupo de compañeros con una burda excusa. Todos los días se imponía la orden infantil de que nadie podía irse hasta que no se diera la orden explícita, aunque la hora y el trabajo estuvieran finalizados. Esperando bajo el sol ardiente y el sinsentido, con su jornal y hora cumplidos, algunos se fueron antes de la orden. Tal fue la excusa. Lo curioso es que yo ni siquiera era de los que se había ido y había testigos abundantes.
Me despedí de mis compañeros. Despedidas muy emotivas, por cierto. En las últimas luces de aquél día me llamó nuestra manijera, que esta vez era una compañera humana más, buena persona que hacía lo que podía. Había intercedido para que prosiguiera mi epopeya en vista del absurdo. Al amanecer siguiente mis compañeros contemplaron como resucité de entre los muertos. Pero otros no volvieron. Hoy los honramos.
Aquella resurrección, tratando de comprender con la manijera lo que había sucedido, me dijo: “Noé, es que sois la única cuadrilla entre decenas que no se queda a hacer las horas extra.” Entonces comprendí. Había sido una represalia. Cuando me leí el contrato y empecé a predicarlo, nos movilizamos, y a las horas extras no se acabó quedando casi nadie. Pienso hoy lo que le respondí a la manijera entonces: “eso es motivo de orgullo.”
Y hubo purga y se acabó. Este es el retrato de la indefensión absoluta en que se encuentran los trabajadores que cargan sobre sus hombros los alimentos de la civilización entera: ni sindicato, ni estado, ni ley. No existen para ellos. El desamparo es total. La mayoría ni siquiera conocen sus derechos. Pero aunque los conozcan, bien se aseguran de contratar bajo un mes de prueba, que abarca gran parte de la campaña. A la mínima se cierne el despido sin justificación, con impunidad. En mi odisea jornalera se concentraba todo lo bueno y malo de la humanidad. Pero, sobre todo, buenas personas víctimas de las circunstancias, grandes compañeros. Un día me topé en las matas con Manuel. Le pregunté a qué se dedicaba y me dijo que a pedir por las casas. “¿Comerciante ambulante?” Le pregunté. “No, no. A pedir por las casas”, me dijo. Le llamaban El Mochila. Ante mi escucha atenta, me contó la historia de su vida.
El caso es que, contando mis historias al público invisible pero numeroso que escuchaba entre las matas, se había enterado de que yo tenía una colección de cráneos. Me espetó: “¿ Quieres un cráneo de cocodrilo?”. Lógicamente, reí. Prosiguió: “sí, allí lo tengo en el pajar. Lo uso para asustar al perro. Se lo pongo delante y gruñe. Pero creo que lo voy a tirar por un barranco. ¿Tú lo quieres?”. Iba pareciendo serio, pero a pesar de que sé bien que la realidad supera a la ficción, me pareció demasiado bonito para ser cierto. Siguió dando detalles. El propietario del cortijo donde se cobijaba ahora a cambio de trabajos era amigo del dueño de la única granja de cocodrilos del Nilo de Europa, en Jerez, y se lo había dado.
Al día siguiente estábamos los jornaleros en las primeras luces del alba para proseguir con la lucha diaria. Se me acercó Manuel sigiloso, con un gesto cómplice. “Vente que te voy a dar eso”, susurró.
Acudimos. Abrió el maletero del coche. Y allí estaba: un cráneo majestuoso de cocodrilo del Nilo, con restos de carne y escamas, en mitad de los campos de arándanos de los Llanos de la Belleza de Aroche al amanecer.
Mucho tiempo después, en la soledad de mi choza en la montaña, me quedé mirando el cráneo de cocodrilo del Nilo, y empecé a rememorar aquellos hombres y mujeres heroicos que cada amanecer salen al campo a trabajar en unas condiciones miserables los frutos sin los cuales la humanidad no puede vivir. Son esenciales. Recordadlos.