Alea jacta est. Vuelvo a la carretera. Hace apenas un par de semanas, semejante idea no entraba en mis planes para 2023, que esperaba dedicar a actividades asociativas y a escribir en este blog. Pero he aquí que Jaume Collboni, aspirante socialista a la alcaldía de Barcelona, me ha honrado con la propuesta de que le acompañe en su candidatura. Y he decidido aceptar. No sin antes tragar saliva, es cierto. Soy consciente de lo que representa pelear por el gobierno de la ciudad y espero estar a la altura de la confianza que se deposita en mí.

Provengo de una tradición de la izquierda que gusta de llamar a las cosas por su nombre. Collboni encarna un proyecto socialdemócrata para Barcelona, un proyecto progresista, adaptado a los desafíos de los nuevos tiempos. Y creo que esa es justamente la propuesta, realista y al mismo tiempo de ambición transformadora, que hoy conviene a la ciudad.

La Barcelona que conocemos lleva el sello indeleble de los movimientos vecinales, que tanto contribuyeron a la conquista de la democracia, y de los gobiernos progresistas que recogieron ese impulso. Pero, en las últimas décadas, el semblante de la ciudad ha sido también moldeado por los vientos de la globalización neoliberal. Una urbe como ésta, corazón palpitante de una vasta región metropolitana, sólo puede encarar su futuro pensando otra vez su lugar en el mundo. Hace años ya que la ensoñación de una “globalización feliz” se derrumbó bajo los embates de la realidad. La recesión desencadenada por la crisis financiera de 2008, la reciente pandemia, la emergencia climática, ahora la guerra en Ucrania y la espiral inflacionista que la acompaña… han dejado profundas heridas en términos de desigualdad social. En primer lugar, en aquellos barrios donde se concentran las rentas más bajas. Crecen las tensiones geoestratégicas, el horizonte de nuestras sociedades se llena de incertidumbre.

No obstante, un par o tres de cosas, cuando menos, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos. Empezamos a asistir a una suerte de “regionalización de la economía global”. Las cadenas de valor que daban la vuelta al mundo, deslocalizando la producción en busca de rápidos beneficios corporativos, se han tornado insostenibles. Por imperativos políticos, pero igualmente económicos, medioambientales y sociales, se manifestará una fuerte tendencia a la reindustrialización y al retorno a circuitos de mayor proximidad. Barcelona debe reubicarse en ese contexto. En la etapa anterior, la economía se tornó acusadamente terciaria. Urge atraer y promover nuevos sectores productivos – y modernizar otros -, que podemos imaginar vinculados a las nuevas tecnologías, la industria biomédica o a la transición energética. Se trata de aportar valor añadido, empleos bien remunerados y, sobre todo, diversidad y resiliencia ante los previsibles vaivenes de la economía mundial. El atractivo turístico de la ciudad mediterránea debe combinarse con la pujanza de una urbe industrial innovadora, conectada con los centros más dinámicos del planeta. Barcelona no sólo debe acoger grandes eventos culturales y corporativos, sino tomar impulso sobre ellos para tejer su propia red de empresas y servicios. Debates como el de la ampliación del aeropuerto – una operación sin duda compleja, por cuanto ha de ajustarse a las directivas europeas sobre la preservación de los entornos naturales – se vuelven muchas veces enconados y poco productivos, en la medida que pierden de vista esta dimensión. Es decir, la necesidad de imprimir un giro decidido al rumbo económico de la ciudad, sacando el mejor partido del potencial que atesora, a fin de evitar su estancamiento o su declive.

Pero, en segundo lugar – y esto es definitorio de un proyecto progresista -, semejante enfoque carecería de viabilidad y de sentido si no se sostuviese sobre el establecimiento de un nuevo pacto social en la ciudad. El anterior tiene muchas y visibles fisuras. Las políticas del gobierno de coalición de Pedro Sánchez – ERTE, salario mínimo, incremento de pensiones, reforma laboral… – han atenuado los impactos de las crisis provocadas por la pandemia y la guerra. La acción de los dos últimos gobiernos municipales, desde el Plan de Barrios a las políticas sociales y de vivienda, ha contribuido igualmente a ello. Sin embargo, nos enfrentamos a corrientes de fondo muy poderosas. El deterioro del Estado del bienestar y los servicios públicos durante los años de austeridad tardará en subsanarse. La diferencia de esperanza de vida, debida a determinantes sociales, entre los barrios más ricos y los más pobres de la ciudad persiste tozudamente. No por casualidad, durante la pandemia, las peores cifras de contagio se dieron en aquellos barrios cuya población, ampliamente dedicada a actividades esenciales, no podía teletrabajar. Las bolsas de pobreza se enquistan y afectan de modo especialmente dramático a la infancia. Los empleos peor remunerados recaen sobre las mujeres. La soledad se cierne sobre muchas personas mayores. Y el acceso a una vivienda digna sigue siendo misión imposible para la juventud. La ciudad, cuyas calles devienen el hogar de quienes no tienen ninguno, expulsa extramuros a un número creciente de familias necesitadas. Ese rostro de injusticia es también el de Barcelona.

Pero una ciudad fracturada no puede salir adelante. Es urgente recoserla mediante un sobreesfuerzo en las políticas municipales. El Plan de Barrios – iniciativa en su día del tripartito de izquierdas y hoy sólo implementado en Barcelona – ha intervenido en 23 barrios, con actuaciones destinadas a generar vida comunitaria, combatir la precariedad o generar oportunidades. Será necesario pasar a una escala superior: en inversión presupuestaria, movilización del tejido asociativo y también por cuanto se refiere a la cooperación con los ayuntamientos colindantes y con la administración autonómica, que hasta ahora se ha desentendido del tema. Tampoco es posible contentarse con lo realizado en materia de vivienda pública de alquiler, por mucho que la comparación con el nimio esfuerzo de la Generalitat – ocupada durante estos últimos años en otros menesteres – debiera avergonzar a los inquilinos del otro lado de la Plaza de Sant Jaume. Ninguna normativa reguladora de los alquileres – sin duda necesaria – llegará a embridar efectivamente el mercado de la vivienda, si las administraciones públicas no proveen y promueven un parque mucho más amplio. Y ahí también será necesario redoblar esfuerzos y dar un tratamiento metropolitano a un problema que la capital comparte con los municipios de su entorno. En ese sentido, como en muchos otros ámbitos, la candidatura de Jaume Collboni aporta una garantía de complicidad con las alcaldesas y alcaldes socialistas del área metropolitana.

Finalmente, ese cambio de rasante requiere un nuevo liderazgo en la alcaldía. Sinceramente, creo que no son de recibo los improperios, ni los balances catastrofistas de su gestión que recibe la actual alcaldesa de Barcelona. En 2015, Ada Colau hizo posible un relevo progresista al frente de la ciudad, recogiendo un amplio descontento vecinal contra el gobierno de Xavier Trias, cuya actuación había tenido un marcado sesgo favorable a la visión y prioridades de las clases más acomodadas. Y, en 2019, el nuevo mandato de Colau cerró el paso a una eventual alcaldía independentista en un momento crítico, cuando el juicio a los líderes del “procés” amenazaba con inflamar las calles de la ciudad. Ambos momentos deberían estar presentes en la memoria de la gente. Permiten ver hasta qué punto sería poco juicioso transformar quejas o malestares ciudadanos en un apoyo a Trias: tanto por el carácter conservador y socialmente inmovilista de su candidatura, como por el hecho de que – por mucha bonhomía y seny que trate de exhibir – es el hombre ungido por Puigdemont y rehén en última instancia de unos cálculos políticos que poco tienen que ver con los intereses de Barcelona. La ciudad y el conjunto de la sociedad catalana han vivido años estresantes. Es hora de atender al gobierno de las cosas.

En aquellas dos ocasiones también, Jaume Collboni y el PSC hicieron gala de responsabilidad, facilitando la gobernabilidad de Barcelona y aportando una madurez política y experiencia que, lógicamente, una formación de nuevo cuño como los comunes aún no había podido acumular. Una madurez que fue particularmente decisiva tras las últimas elecciones, cuando Barcelona en Comú vaciló a la hora de asumir la vara de mando de la ciudad, que alcanzó gracias a los votos de Manuel Valls.

Pero todo eso pertenece al pasado. Ahora es necesario encarar una nueva etapa. Y eso requiere leer correctamente el momento histórico. Tener capacidad para federar voluntades en lugar de polarizar. Desplegar proyectos que apelen a la creatividad y al orgullo de la ciudad. Y requiere un compromiso muy firme con la justicia social y medioambiental y con la equidad de género. En definitiva, un renovado contrato social con la ciudad y sus barrios. La ciudad es cosmopolita y su futuro lo construirán también gentes venidas de todas partes del mundo, que debemos saber acoger, igualar en derechos y hacer nuestros conciudadanos. El desafío es enorme cuando los populismos y los repliegues nacionales socavan las democracias liberales. Creo que, hoy por hoy, esta candidatura, a la que me sumo, es la que tiene la visión más clara de toda esa complejidad y las cualidades necesarias para liderar la transformación de Barcelona en la actual encrucijada.

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Barcelona, 1954. Traductor, activista y político. Diputado del Parlament de Catalunya entre 2015 y 2017, lideró el grupo parlamentario de Catalunya Sí que es Pot.

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