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Si vivir es sumergir la cabeza entre las aguas y contener el aliento hasta verse enzarzado en una lucha a ciegas con la oscuridad y el aire; si morir es la única manera que uno tiene de decir basta y quedar en paz con su enemigo, cuando el cuerpo inerme rasga un segundo la superficie y luego se hunde y se pierde en el pozo de tinieblas, entonces quizá sea cierto que la difunta Gertrude Coppard, esposa del minero Walter Morel, empezó a luchar mucho antes de lo debido, si bien sus fuerzas fueron tales que no vio jamás el momento de apartarse y decir «basta, ya no lo resisto más».

Del azul enfermo de sus labios se escapa ahora el ronco estertor de su respiración entrecortada. Es un bramido que dura toda la noche, toda la mañana; sus hijos ya no pueden más. Finalmente, como un árbitro imparcial, el silencio toma la casa poniendo fin a la contienda. Es el alivio de la muerte que se impone, disolviendo los dolores y liberando las penas. Gertrude Morel, agobiada en los últimos meses por los intentos de consuelo de su amigo el pastor, a quien solía pedir que por favor no continuase, que ninguna necesidad tenía ella de reencontrarse con unos muertos de los que durante tanto tiempo había sabido prescindir, yace ahora irremisiblemente muerta en el lecho, sola, vencida, bella y como rejuvenecida.

Si, por otro lado, amar es depositar ingenuamente el corazón en las manos de alguien y ahí enterrarlo con días, palabras, palabras y más días; si el odio se gesta después en la intuición de que el corazón propio se exalta o languidece sepultado siempre entre otras manos, entonces quizá la decisión que Paul Morel toma tras la muerte de su madre (ahí vuelve el joven sus pasos hacia las luces de la ciudad, el pozo de la noche a sus espaldas) no sea en el fondo –si es que amor y odio son en verdad los soplos que hacen temblar la vida humana– nada más que un cierto quedarse a distancia, procurando guardarse tanto de la absorción ciega del amor como del extrañamiento inflexible del odio. Sus puños cerrados lo dicen: no hay asidero («por todas partes reinaban la vastedad y el terror de la noche inmensa»), ya no quedan vínculos («ella era el único ser que lo sostenía en medio de todo eso. Y se había ido, se había fundido con todo»), y, después de todo, uno debe en algún momento tener el coraje de arrojar otra vez el peso del propio corazón sobre las propias espaldas.

Sin embargo, Hijos y amantes no termina exactamente con una promesa, ni logra convencernos de que con el paso veloz de Paul hacia «la fosforescencia dorada de la ciudad» algo prometedor o algo con lo que comprometerse está a punto de salir a flote. Tampoco nos permitiríamos apostar nada a que su sollozo lastimero no retornará doblada la esquina de la primera calle de Nottingham. No, ha habido un corte y se han vertido muchas lágrimas, pero «la noche en que todo se perdía se extendía al infinito, más allá de las estrellas y del sol. Las estrellas y el sol, unos cuantos granos de luz dispersos, giraban presos del terror y se sostenían en un mutuo abrazo, empequeñecidos y acobardados». No sabemos si la ciudad resplandeciente permitirá a Paul aprender a vivir, también en la negrura de la noche, sin sentirse atormentado; ignoramos si el «vacío infinito» que brota de su pecho lo alzará por encima de sí mismo, haciendo de él algo más que un hijo y un amante, o si, por el contrario, lo confinará definitivamente en la esterilidad de las propias tinieblas. Nada sino una noche preñada de dudas queda de los panes lentamente horneados en la cocina de la infancia; nada, sino ese manto oscuro que torna insignificantes al sol y a las estrellas, permanece de los largos paseos con Miriam en la granja de Willey. Paul Morel se da cuenta, por primera vez en su vida, de que está absolutamente solo, como una «chispa diminuta» en el espacio.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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